viernes, 10 de septiembre de 2010

Los objetos de culto domésticos



Cuando vine, había muchos. Diferentes entre sí.
Habían estado, supuse, al sol mucho tiempo; algunos lucían viejos y gastados.
Alguna vez debe haberme atacado la melancolía barata con la que uno busca trabajarse una tristeza, una excusa para no salir de la cama. Me levanté en pijama para hacer mate, me asomé por la ventana. Era un día de semana. No había ido a trabajar ese día, y creo que tampoco el anterior. El cielo estaba gris. Y ahí estaban ellos.
Colgados.
Sin que me importaran. Iban quedando pocos. "Qué manos" -me aconsejó pensar esa tristeza- "habrán colgado ropa con ellos". Pensé en una madre soltera con su hijo que va a la escuela. Pensé en un matrimonio de ancianos. Un estudiante de medicina.
Ahora quedan menos.
La costumbre de los servicios de lavandería los condenan al abstracto, las  Speed Queen que en el centro son furor, la selva de los edificios, y que evaden del esfuerzo de retorcerse las manos a falta de un lavarropas. ¡Qué caros son! Así que preparo una bolsa, bajo, camino hasta mi lavadero amigo y allí dejo la obligación de lavar. La suma me parece, pequeñoburguesmente hablando, accesible.
La ropa vuelve ya distinta; fuera de cuadro. Achicada. Con suerte, la primera vez no le habrá sacado irrevocablemente la nitidez al color.
Pero como sea, estos broches, estos objetos del tendal, caen en la obsolecencia.
Y poco a poco, también, en el vacio y en el  patio del primero b, planta baja.