viernes, 16 de octubre de 2015

Sobre "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger

Si a usted le gusta leer ficción –y más particularmente le gusta leer cuentos- debería casi obligadamente conseguir Nueve cuentos de J. D. Salinger y leerlo de un saque en una sola tarde. Como suele decirse hoy en día cuando intenta venderse un disco o un libro recopilatorio que arriesga una retrospectiva en la obra de un artista, Nueve cuentos funciona tanto “para expertos lectores como para los apenas iniciados”. Para los expertos, porque la literatura de Salinger –lo mismo que la de Capote, Cheever o Carver- sigue funcionando en tres o cuatro capas de profundidad una vez que hemos terminado de leerlo. Para los iniciados, porque escribe con una prosa clara, casi sin ornamentos ni metáforas y además porque es entretenido. Salinger no es un poeta, como lo puede ser Capote en medio de un cuento donde la poesía se desliza sin que uno lo espere –Cheever también hace eso. Salinger –que la mayoría de las veces pareciera ser dueño de un solo registro para escribir- cuenta las cosas con el ímpetu de quien siente la obligación, el destino inevitable de hacerlo. En su caso, pareciera ser que además de eso, demorarse en la búsqueda de una belleza lingüística, es algo estéril. No le interesa. Leerlo nos da la sensación de estar frente a una bestia. Ni siquiera busca un nombre de fantasía para el volumen: le alcanza decir que son cuentos y que son  nueve. El resto que se vaya a la mierda.

El primer cuento que leí de Truman Capote se llama –el título es inquietante y hermoso- Las paredes están frías, un cuento publicado en 1943. Por suerte yo desconocía aún las claves en la literatura –en la vida- de Capote, esa manía suya de destruir aquello que tenía siempre a la mano, excusándose una y otra vez bajo su naturaleza de periodista-escritor. Capote logró codearse con lo más acabado de la crema estadounidense, la high society de su época, los chicos y chicas vanity fair, para después hablar de ellos –a veces con nombre y apellido- y dejarlos mal parados. Describirlos no sólo como frívolos, sino también como imbéciles, vacíos, mezquinos y, a veces, como niños mal educados en un mundo que les da, sobre todo, miedo. Capote nos dice, a lo largo de muchos de sus cuentos y novelas, que el mundo norteamericano –sobre todo el de la alta sociedad- es un mundo de apariencias y un mundo de mierda. Todas esas claves están presentes en ese cuento breve, esa short story, que es Las paredes están frías.
El primero de los nueve cuentos de Salinger, llamado Un día perfecto para el pez banana, me produjo la misma sensación que el cuento de Capote. Esa sensación que viene a nosotros, virgen, una vez cada tanto, y que buscamos insistentemente en el mismo autor o en otros por mucho tiempo después: encontrar un hit.  

También las claves de Salinger están en ese cuento breve. Las relaciones tormentosas, los diálogos interrumpidos por interlocutores que no se prestan verdadera atención –cuando los personajes de Salinger hablan, el lenguaje humano queda expuesto como lo que en realidad es: un mecanicismo-, el vaso de alcohol en la mano o el cigarrillo mientras se habla por teléfono o se mira por la ventana, los hombres mayores perturbados que se sienten platónica o físicamente atraídos por niñas muy pequeñas en las que encuentran la capacidad redentora que tiene la pureza. El mismísimo Salinger mantuvo relaciones con una veintena de aspirantes a escritoras que apenas sobrepasaban los dieciocho años. Al parecer sufría un trauma llamado glosolalia, donde el afectado produce un lenguaje ininteligible, compuesto por palabras inventadas y secuencias rítmicas y repetitivas, propio del habla infantil. ¿Una especie de anzuelo para entrar sin avisos en el mundo de las niñas? Después de leer sus cuentos y enterarme algunos pormenores de su vida, no lo descarto. En sus otros cuentos, la niñez y la pre adolescencia ocupan un lugar recurrente. 

Un día perfecto para el pez banana arranca con una conversación telefónica entre una madre y su hija en un cuarto de hotel. La joven está de vacaciones con su joven marido Seymour Glass –ex soldado que estuvo en el frente y sobre el cuál Salinger volverá a escribir sobre el final de su carrera- en la playa. La madre está preocupada porque Seymour ha dado ya muestras de ser un desequilibrado mental y tiene miedo por la hija. Ni la una ni la otra se escuchan con atención. Todo el diálogo que mantienen es mecánico. Las frases de la chica son continuamente interrumpidas por la madre que exagera la preocupación y vuelve una y otra vez sobre la locura del esposo. Le dice que ella y su padre están preocupados, le pide que vuelva. La hija minimiza todo y le pide a la madre que no se preocupe. Seymour se ha comportado muy bien últimamente y hasta ha tocado el piano todas las noches en el restaurante del hotel desde que han llegado.

Mientras madre e hija hablan, en la playa está Seymour Glass. En inglés, esas palabras se pronuncian fonéticamente “si mor glas”, lo que equivale también al sonido utilizado para decir “see more glass” o, en español, “ve más vidrio”. Precisamente, esas son las palabras que pronuncia una niña llamada Sybil como si fuera un mantra, mientras su madre le unta bronceador en la espalda: “ve más vidrio”. Es inquietante que la niña pronuncie de manera disfrazada, frente a su propia madre, bajo el hermoso sol de la playa, el nombre del pedófilo con el que ha iniciado una amistad por esos días. Ni bien su madre termina de ponerle bronceador, le dice que se vaya a jugar a la orilla porque ella tiene que verse con una amiga para tomar un Martini. La niña se aleja y se encuentra con Seymour, boca abajo en la arena. Un detalle de Salinger –que como vemos es un hijo de puta para los detalles- nos lo muestra como un niño: el pudor a sacarse la remera. La niña y él conversan en un diálogo que apenas oculta la tensión sexual. Ella le hace una escena de celos porque la noche anterior dejó que otra niña – ¡una niña de tres años!- se sentara a su lado mientras él tocaba el piano. Él le dice una mentira: “mientras estaba a mi lado, imaginaba que eras tú”. Cuando terminan de hablar se despiden. Él le ha besado un pie. Ella vuelve con su madre y él regresa al cuarto donde su joven esposa duerme. Seymour abre una valija de la que saca un revolver. Se apunta a la sien y se mata.

Así de loco estaba este tipo llamado Salinger. Basta leer solo este  cuento para comprobarlo. 

lunes, 31 de agosto de 2015

El destino y las repeticiones

Entre 1947 y 1950, Ray Bradbury fue publicando en distintas revistas -de ciencia ficción o divulgación científica- una serie de relatos. Ese último año, la mayoría de estos apareció bajo el título común del hoy celebradísimo Crónicas marcianas. Es obvio que los relatos no fueron escritos para justificar un volumen. Más bien nos parece que lo que tienen en común es presentar un escenario futurista en el planeta rojo y nada más. No existe un hilo conductor por fuera de esto. También, comprensiblemente, puede parecernos que el mejor de los relatos incluidos en Crónicas marcianas es “La tercera expedición”.
En mi adolescencia y gran parte de mi primera juventud estuve enfrascado en la literatura argentina y latinoamericana. Por obligación –esto hoy me parece ridículo- fui incluyendo cada tanto en esos años la lectura de un clásico. Tal vez porque me gustaba mucho Arlt, me gustó Crimen y Castigo de Dostoievsky, que leí en la traducción de no sé quién. Leí La metamorfosis traducida por un mexicano y no vi en Kafka al escritor que como nadie reflejó el esquizofrénico modo de vida en las ciudades capitalistas. Es decir que atravesaba por una etapa incapacitada de apreciar traducciones. A mí me gustaba, y lo tenía bien claro, leer de primera mano. Y además sentía que los dramas y escenarios de lo leído debían parecerme locales. Nada más equivocado. ¿En cuántos hogares de nuestra sociedad no se ha montado El rey Lear de Shakespeare? ¿Cuántos hombres con el carácter de Shylock no están presentes en nuestras vidas, ayudándonos con el secreto afán de vernos fracasar y cobrarnos con creces esa ayuda? Pero yo no podía entonces apreciar ni las traducciones ni el sentido universal de dramas como La Eneida del prolongado Virgilio. Entre la larga lista de nombres que mi preferencia rechazaba, estaba por ejemplo Stephen King –a quién hoy considero un buen escritor cuyos libros son entretenidos- y también Bradbury, cuya ciencia ficción norteamericana me sugería –prejuiciosamente- una película clase B. Por eso demoré la lectura de Crónicas marcianas durante años.
Debo aclarar que mi relación cinematográfica con la ciencia ficción es buena, no  así con la literatura de este género. Las primeras películas de la saga de Star Wars, las originales de El planeta de los simios, las dos primeras de Alien y la colosal 2001: A space odissey fueron mi piedra bautismal. Fue a razón de esta última que años más tarde descubrí otro ícono de la filmografía de ciencia ficción: Solaris, del ruso Andrei Tarkovsky. A su vez, esta película –que fue vendida como la respuesta soviética a 2001- estaba basada en un libro de 1961 escrito por un polaco llamado Stanislaw Lem. La película de Tarkovsky podía funcionar como respuesta a 2001, sí señor. Ambas presuponen un viaje final para alcanzar el estado de plenitud. Una, lo encuentra en los confines del universo. La otra, en las profundidades de nuestra mente. Es precisamente este último argumento el que plantea Solaris de Lem y que es evidentemente similar al planteado por Bradbury en “La tercera expedición” de Crónicas marcianas. En ambas se postula la idea de una inteligencia extraterrestre que es capaz de sondear en la humana y utilizar sus recuerdos para dominarla o exterminarla, en el caso de Bradbury, o de “redimirla” según Lem. Veamos cada caso.

La tercera expedición nos relata la llegada a Marte de un grupo de seres humanos. Son diecisiete. Dos mueren en el viaje. Entre los quince sobrevivientes, solo tres – el capitán Black, Lusting y Hinkston- serán protagonistas. A través de ellos sabemos lo que ocurre con los demás.  Hay una clave en el título. Una tercera expedición exige dos expediciones anteriores de las cuales se infieren sendos fracasos. Esto justificaría un tercer viaje. No queda claro el motivo por el cual fracasan las dos primeras misiones, pero entrevemos razones al advertir qué mecanismos estropean la tercera: se trata de algo sobrehumano. Las perplejidades no se hacen esperar. La nave toca el suelo marciano pero el aspecto es el de un pueblo estadounidense de los años veinte. Perfectamente podría ser Ohio. Los tripulantes de la nave no dan crédito a lo que ven. Se asombran del prado verde y las campanas doradas de la iglesia. Después del miedo al que ha dado paso el asombro inicial, surge la necesidad de explicar lo que ven, conciliarlo con lo que esperaban. El capitán Black arriesga una primera teoría, la más débil de todas: las civilizaciones de ambos planetas evolucionaron de la misma, exacta manera. Hinkston propone que la igualdad de ambos es prueba de la existencia de dios. Ya fuera de la nave, caminando por las calles de esa exacta copia de un pueblo de Estados Unidos, bajo un aire de primavera, uno de ellos se pregunta si no se trataría de gente de la tierra que odiaba la guerra y para escapar de ella construyeron un cohete con ayuda de científicos y marcharon hacia Marte. En la puerta de una casa hablan con una mujer de unos cuarenta años. Les dice que están en un pueblo de Illinois llamado Green Bluff y que es el año 1926. Otra idea cobra fuerza: se desviaron de su ruta y viajaron hacia atrás en el tiempo. Pero algo más extraño ocurre para confusión de todos. Lusting se encuentra con sus abuelos, muertos hace mucho tiempo. Lo invitan a su casa y le dan limonada. Le explican que allí viven la muerte como una segunda oportunidad, sin preguntas. No recuerdan cómo fue que llegaron, pero hacen notar que eso no importa. Señalan que allí se vive en paz. Aunque la atmósfera sigue enrarecida y los personajes se saben ante una situación extraña, no deja de existir un trato familiar entre Lusting y sus abuelos que funciona como trampa. Ninguna de las dos partes actúa a la defensiva y los tripulantes creen que están frente a seres humanos reales. Los marcianos –ya entrevemos- crean personas y lugares idénticos a los de la Tierra para evitar que surja desconfianza por parte de los terrestres. 
La nave es rodeada por los familiares de los tripulantes. Cada uno de ellos baja y se reencuentra con un muerto: madres, padres y hermanos. Incluso el Capitán Black, que estaba furioso por la desobediencia a permanecer en la nave, se encuentra con su hermano. Este le cuenta que en casa lo esperan papá y mamá. Así, todos se van a sus casas a pasar la tarde y la noche. Antes dormir, el capitán tiene una última preocupación por sus hombres. Como si a pesar de sentirse inexplicablemente feliz y pleno, no dejara de evaluar la posibilidad de que todo sea un engaño. Esa contradicción tan humana es un acierto de Bradbury. Mientras comparte la habitación con su hermano, el capitán se pone a pensar profundamente en esto. Se pregunta: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el  pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes! Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi  padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de  mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico”. Desesperado, se levanta de la cama. Entones su hermano le pregunta a dónde va. “A tomar agua”, dice Black. “Tengo sed”. “No, no tenés sed” dice el hermano.
El relato podría finalizar allí y ser perfecto. Bradbury siente la obligación de añadir rasgos circunstanciales. Por ejemplo, decirnos que Black no llegó a la puerta. Decirnos que al otro día los extraterrestres enterraron a los muertos como si fueran sus hijos o hermanos, en el cementerio del pueblo.

En Solaris no hay una especie que se sienta amenazada, como los marcianos. No hay una civilización, sino un planeta que en su totalidad está cubierto por un océano, el océano de Solaris, cuya composición es orgánica. Todo el planeta es -en sí mismo- un ser vivo que además está dotado de inteligencia. Pero no es una inteligencia cuya arquitectura se parezca a la laberíntica mente humana. Es de otro tipo. Una inteligencia alienígena fuera de toda explicación, fuera de toda semántica del lenguaje. La única clave que admite la existencia de esta aberración es metafísica. Aún así, sentimos que no podemos explicar a Solaris aunque lo aceptemos. Lo mismo le habrá sucedido a San Agustín al preguntarse qué era el tiempo.
Alrededor de Solaris orbita una estación espacial rusa. La tripulación ha comenzado a dar muestras de un comportamiento errático. Al sucederse en el tiempo una serie de irregularidades, deciden mandar a un psicólogo llamado Kris Kelvin. Ni bien llega nota un total estado de desorden y abandono en la estación. Sólo dos tripulantes sobreviven. El primero que ve se llama Snaut, que lo recibe con miedo y recelo. Luego ve a Sartorius, quien rechaza salir de su laboratorio donde convive con lo que parece un niño. Un tercero, Gibarian, se ha suicidado pocos días antes de su llegada. Snaut es quien le habla sobre “los visitantes”. El doctor Gibarian no pudo con ellos. Kelvin formula una primera hipótesis relacionada con la toxicidad y envenenamiento que produciría la atmósfera del planeta. Para sostenerlo, se dedica a estudiar la “solarística”, el extenso corpus científico que ha intentado por más de un siglo y medio explicar el comportamiento de la superficie de Solaris. Pero Kelvin comprueba que esta vasta biblioteca no es más que una especie de literatura. El lenguaje que conoce perderá sentido. Pronto, él mismo comienza a ser parte de los fenómenos que afectaron antes a la tripulación. Recibe la primera noche a su “visitante”, tal como los llamara Snaut. En medio del sueño, Kelvin despierta y ve sentada junto a él a su esposa Hari, quien se había suicidado. No está soñando, lo sabe. En verdad allí está ella, de carne y hueso. Esta Hari no recuerda haberse suicidado. Actúa como si siempre hubiera estado allí, como si nunca se hubieran separado. Pero no puede ser, porque su esposa lleva muerta mucho tiempo. Decide deshacerse de este clon y lo arroja al espacio. A la noche siguiente Hari vuelve. No recuerda nada de lo ocurrido la víspera. Se torna débil, aunque posesiva y demandante. No quiere que Kelvin se aleje de ella ni un instante.
Kelvin eliminará sucesivamente a las Hari que Solaris le envía cada noche, hasta cansarse. Se pregunta ya a esas alturas no qué es Solaris, sino cómo es posible la existencia de algo así. Descarta la posibilidad de un planeta autista cuando Sartorius le confirma que las apariciones comenzaron luego de bombardear el océano con radiación intensa. Solaris está vivo. Respondió. Descarta al mismo tiempo la idea de contacto, ya que no puede existir nada parecido entre dos formas de vida tan diferentes. Solaris, sabe, los lee como un libro abierto y del subconsciente de cada uno crea a “los visitantes”. Por etapas, pasará del pánico inicial al estupor y de este a la resignación. La falsa Hari se torna cada vez más humana. Kelvin, que la rechazaba por ser una copia, comienza a aceptarla. Entiende que no son meras marionetas, sino creaciones involuntarias del planeta que han sido paridas sin pedirlo. El prolijo examen de cada una de las copias de Hari que se presentan en su habitación lo comprueba. Hay una similitud aquí con los replicantes de Blade runner. Después de todo, ¿el ser humano es solo la suma de su pasado? ¿Y si la vida hubiera comenzado para cada uno de nosotros hace apenas un instante? ¿No puede ser esto también una segunda oportunidad? Sin dificultad, Kelvin se enamora de esta otra Hari de carne y hueso y que tanto se parece a la que fue su esposa real. Porque después de todo, quién puede decirle que aquella y esta no son la misma. Pensemos en el ruiseñor de Keats. Sabe también que las creaciones de Solaris ganarán por insistencia. El planeta no lo dejará irse. De algún modo sabe que Hari sigue en su mente y la sacará de allí una y otra vez. Al revés de la otra, esta Hari no morirá nunca. Como cualquiera de nosotros lo haría, Kelvin decide entonces quedarse en la estación espacial para entregarse al influjo irracional de Solaris y vivir en el eterno amor de los brazos de su esposa, lejos de la muerte.

En ambas historias, una inteligencia superior a la nuestra penetra en nuestro subconsciente y saca de allí elementos de nuestra intimidad, que vuelven bajo la forma de un familiar muerto. Pese a lo irregular que se presenta la realidad para estos personajes, el sentimiento de haber recuperado lo que estaba irrevocablemente desaparecido es más fuerte que la realidad misma. En la de Bradbury –se me ocurre pensar- la eliminación del recién llegado es una solución final más esperada y también más habitual de un tipo nacido en Estados Unidos. Los marcianos engañan para matar. Lo bueno de este cuento es que no ganan los bárbaros. En cambio, lo de Solaris es a simple vista irracional. El planeta, al sentirse atacado, le regala a los hombres una última visión del paraíso. Tal vez, una inmejorable arquitectura para la muerte. Sobre el final, Solaris es razón pura.
Sabemos que al destino le agradan las repeticiones. Podríamos decir que también al arte y que su universo no es otra cosa que un copioso sistema de citas. Acaso no debiera sorprendernos que a un escritor estadounidense y a uno soviético se les haya ocurrido el mismo argumento. Postulado un plazo infinito, la eternidad da para todo.




lunes, 17 de agosto de 2015

Vietnam

Caía la tarde y yo estaba en una terraza charlando con un desconocido, trago en mano, sobre guerras. Empezamos con antiguas guerras de persas y espartanos, romanos y cartagineses, esas que uno conoce de un modo más que nada literario o pictórico. El cine dorado de Hollywood ayudó también, en la era de la reproducción mecánica del arte, a fijar en las masas ciertas ideas sobre el mundo antiguo. En mi caso, también las enciclopedias: esa cultura para la gente sin cultura. Discutimos si la conquista de Tenochtitlán en la que Cortés  derrota para siempre al imperio azteca contaba como guerra. Alguien me dijo una vez que durante un sitio que duró setenta y cinco días, miles y miles de mexicas pelearon contra trescientos españoles hambrientos. Según esa persona, Cortés era un genio militar, como Alejandro Magno, San Martín o Patton. Le dije que algunos siglos no pasan en vano y que la literatura cambia las cosas. Miles de indios exterminados y una ciudad tomada por un grupo de españoles convienen a los libros, pero más que nada a la grandeza de un supuesto espíritu español. Agranda la hazaña e intimida a los futuros conquistados. También, nos da argumentos para novelas o películas. De la Segunda Guerra Mundial pudimos desarrollar algunos pormenores, por los muchos documentales, los libros y porque nuestros bisabuelos inmigrantes habían tenido algún papel en ella cuando eran muy jóvenes. Nos dijimos que sobre esta guerra era sobre la que más se había escrito. Dato incomprobable a esa hora, en esa terraza. Pero ambos teníamos esa sensación de convencimiento. De la Primera Guerra pudimos reconstruir apenas alguna anécdota o comentario dudoso. Hablamos de Malvinas, claro, que no fue otra cosa que hablar de la idea del nacionalismo, la patria y la república. ¿Cómo sería –si nos las devuelven- la integración cultural y económica de los kelpers?

Inesperadamente, nos demoramos hablando de Vietnam. Después de un rato largo, nos preguntamos qué nos había hecho hablar tanto sobre la guerra de Vietnam. No sabíamos si nuestros datos eran verídicos. Pero eran profusos, como los que puede aportar un experto. Títulos, anécdotas, fechas, geografías, políticas económicas, tipos de armas y helicópteros, formas de combate, códigos, estrategias fallidas, metáforas. ¿De dónde habíamos sacado toda esa información?
-Hablamos mucho de ella porque es una guerra famosa –dijo el otro. Creo que era ingeniero. Ambos estábamos aburridos de la reunión y habíamos subido a fumar.
-Es cierto –le dije-. Una guerra es ante todo una miseria. Es trascedente, se  me ocurre, por la huella que deja. También puede ser célebre, si su principio es la leal defensa de un territorio.
-Y Vietnam lo fue. El pueblo vietnamita, en su mayoría campesinos, resistieron diez años los embates de Estados Unidos. Más tarde, la operación Ho Chi Min expulsó para siempre al imperialismo americano. Se trata de una gesta heroica.
Era ya evidente que mi interlocutor sentía amor por la idea de las batallas y las guerras. Ahora que lo pienso, es muy posible que él haya sacado el tema. Por lo demás, era muy amable y educado al hablar. De esos que entienden perfectamente que una discusión sirve para entretenernos, para decorar el aire.
-La clave me parece a mí que está en la palabra “fama” –dije-. ¿Qué es lo que vuelve a una guerra famosa?
-El relato –dijo.
-Así es, el relato.
Hablamos también de que el relato es la forma en que la guerra llega a la gente que no la vivió. La experiencia de la guerra –definimos- no es el relato de la guerra. Una guerra es entonces famosa cuando el relato que la cuenta llega a más gente que aquella que la padeció. Eso le pasó a un campesino llamado Eróstrato en la antigua Grecia, que para ser famoso prendió fuego una de las siete maravillas del mundo. El relato de lo que hizo lo eternizó, pese al castigo que los jueces impusieron: la prohibición de que se lo nombrara. El cine –en el caso de Vietnam el norteamericano- consiguió que la épica de la batalla y el sentido de la aventura -que hicieron de La Eneida de Virgilio una obra eterna- se siguiera resolviendo en el vuelo rasante de un helicóptero sobre una aldea arrocera de Vietnam; el brillo de las espadas, el viejo lenguaje del metal, es suplantado en la pantalla por el agente naranja y explosiones que despedazan plantas, tigres y personas. El relato épico por excelencia ha sido siempre la batalla. El cine moderno ha utilizado la guerra como argumento incontables veces. Recuerdo que en un breve paso por la carrera de letras en la facultad de humanidades, leí durante el primer cuatrimestre un largo poema llamado La canción de Rolando. Recuerdo los caballos, la descripción de yelmos, las insaciables espadas que pueblan el poema. Recuerdo una tormenta final, paralela a la muerte del héroe, que me hizo pensar en una exaltación cristiana.  En nuestra épica moderna el cine ha reemplazado a los recitadores de poesía así como los guionistas de series han reemplazado a los novelistas. En las películas cuyo tema es una posible invasión extraterrestre, no son pocas las veces donde la historia se cuenta como una épica. Un relato, donde al revés de Vietnam, sí ganan los yanquis una y otra vez. O gana el sentido humano de la vida y la belleza, encarnado en alguien yanqui. Como ocurre en El día que la tierra se detuvo. Sea bélico, histórico o de ciencia ficción, en ese cine todo se resuelve a través de la buena y vieja guerra, con los Rolling Stones o los Doors de fondo.  Esa guerra que exaltaban los futuristas italianos en pos de la máquina como único dios:

[L]a guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los alto al fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas

Hoy, dentro del relato histórico, la guerra real perdió fuerza como parte de la épica. Hay algunas muy buenas, como la del desarmador de bombas, The Hurt Locker, que dirigió la ex esposa de Cameron, Kathryn Bigelow. Son películas que ya toman como escenario la guerra por el petróleo –en este caso Bagdad- y ya no los viejos ecos del enfrentamiento con la Unión Soviética. Pero actualmente, en general, se prefiere filmar películas de romanos o elfos o astronautas, pero sin el brillo de esas grandes producciones al estilo Cleopatra. Los estadounidenses han sido pioneros y maestros en filmar su historia y en ocasiones la de los demás y venderla vía Hollywood al resto del mundo. Se trata, creo yo, de un mandato cultural. Una inmensa aula donde aprender el american way of life. ¿Cómo explicar el espagueti western? Todavía en mi niñez se jugaba con revólver de sebitas a los cowboys o vaqueros. No jugábamos a ser Güemes jugándose el pellejo en Salta. El cine yanqui nos hizo preferir  los terrenos baldíos de pastos largos porque se parecían a la selva de Vietnam. Hablábamos a los gritos, nos tirábamos con piedras y con tierra y a veces hasta con palos. Decíamos “Charly” como decían en las películas para referirse a los vietnamitas. Supongo que los hombres grandes del barrio debían pensar que éramos unos idiotas, y con razón.
Películas sobre la guerra de Vietnam se extendieron hasta entrada la década de los noventa. Libros de papel ilustración donde podemos ver fotografía de madres flacas llevando en brazos a niños desnudos muertos, también. Se trata de una guerra que pareciera ser de todos, como la torre Eiffel o las pirámides. Nos parecen tan familiares, que nadie podría decir que no las conoce. Salvo por el hecho de que toda guerra es nuestra, porque la guerra es humana, Vietnam ha sido desde hace cuarenta años un ícono: su paisaje de palmeras, sus planicies inundadas con campesinos que cosechan arroz, las embarcaciones militares patrullando ríos verdes. Y el cine representa, como diría Walter Benjamin, un bisturí para el ojo. Sin embargo, ninguna película, por mejor que sea, es un buen homenaje para una guerra. Como los álbumes de fotografías, que alguna parejita sacará cada tanto de un anaquel para hojear mientras toman un café una tarde de lluvia, son un hecho estético y no la guerra en sí. Como el relato.
Para finalizar, y pensando en esa manía norteamericana del for export, pienso en cómo sería si el norte fuera el sur, como dijo un poeta, y el gaucho hubiera cobrado la anchura mitológica del cowboy, ese otro hombre atravesado de llanura. ¿La familia Ingalls serían un tipo que toma mate, se pone violento los sábados por culpa del alcohol y vive junto a una hembra morena, taciturna y reservada? Un tipo elemental, hijo más bien del negro, el criollo y el indio, ajeno a ideas raras como las de patria o política. Una diferencia hay en aquella épica conquista del oeste norteamericano y esta mitología sudamericana: el cowboy no puso su vida obligado en las guerras de la independencia. Los gauchos murieron por algo que desconocían. Eso vuelve su destino romántico.

PD:                      Gracias, en verdad.  Brindo con una Coca helada
por prolongar en nuestros monoambientes del centro
en sábados de trasnoche o domingos por la tarde
el desvelo de Virgilio y de Homero; la fiebre
engalanada de Lawrence de Arabia,
la ausencia vespertina de la droga en la cara de Oliver Stone.



Novela negra

Una suerte de revival ha hecho ponerse de moda, otra vez, a la novela negra. Hay un enaltecimiento repentino del género. Surgió hace unos años y a lo mejor, mientras escribo esto, ya esté desapareciendo o mutando hacia otra cosa. Pero escribir policiales, en el último tiempo, se ha convertido en algo serio. Los escritores de novela policial, sea clásica o negra, venden muy bien, participan en festivales especializados del género y son jurados en concursos nacionales e internacionales. Antes, los escritores profesionales del género policial eran algo así como periodistas aburridos frente a una Remington. Uno hasta puede ver la cortina medio baja, un ventilador, el cenicero repleto, el tipo con la camisa sucia, abierta dos botones.

La nueva novela negra vende cientos de miles de ejemplares; autores y fanáticos coinciden en la fascinación que provoca el suspenso. Es porque el suspenso sugiere un orden, un universo cuya arquitectura es asequible al hombre. El suspenso es entretenido mientras dura en las novelas policiales, porque sabemos que todo el embrollo que leemos está construido para un final. Los laberintos están pensados para generar confusión, pero también están construidos para que uno encuentre la salida en algún momento. Sugiere el caos, pero es una construcción humana racional y por ende no postula el caos sino un orden. No lo notamos la mayoría de las veces porque nos entregamos al suspenso y a la excitación. El lector de novela negra hace eso. Se me ocurre que son lectores que buscan una buena historia ante todo, antes que una buena novela o un buen libro. Buscan historias que podrían ver en la televisión o el cine, pero las quieren leer. Películas adaptadas de novelas, como El secreto de sus ojos o La viuda de los jueves, difundieron el género para la gente que no lee. Como los libros de los que viene, es un tipo de cine prolijito, de manual. Quién sabe si habrán estimulado a alguien a leer ese tipo de novelas después. Leer, por ejemplo, A sangre fría de Capote. Pero sin duda, el que compra libros policiales quiere tener una filiación con el libro en la mano, con el papel. Son lectores, a su manera, románticos. ¿O no buscan acaso seguir con una tradición?

El género policial ha sido considerado por muchos como algo menor, un producto clase B. Siempre hablando de bajos fondos, de gente arruinada por la vida. Los personajes fuman y el mecanismo narrativo es siempre el mismo: el investigador está solo en su oficina. Llega una rubia a contratarlo. Hay una tensión sexual que debe ser postergada. En la primera investigación que hace, el tipo se encuentra un muerto en un baño, etc. Los lectores del género deben buscar eso, supongo. Como los que compran los discos nuevos de AC DC o los Rolling Stones. Tener más de cinco o seis libros de Agatha Christie o todas las novelas de Chandler, me parece un disparate. Es como ir a la casa de alguien y que sus únicos quince discos sean de blues. Porque eso tampoco habla de una especialización. Pero es un género pensado también por muchos escritores para hacerse cargo de un tipo de problemática social, de relaciones de poder y vinculación entre delito y política. Y debemos recordar que muchas veces, los géneros clase B, al no estar dentro del canon, al no ser observado, trabajan con total libertad. Ahí podemos encontrar muchas veces lo interesante.

A mí, el género me llegó por televisión. A fines de los 80’s daban una serie estadounidense llamada Historia del crimen una vez a la semana, por la noche. Siempre la mirábamos. Ver series en el living, un día determinado, era algo que hacíamos cuando éramos chicos.
No importa cómo se hilvane una historia policíal, todas serán más o menos parecidas. Todas son, de algún modo, un cuento de Edgar Allan Poe llamado Los crímenes de la rue Morgue. Otro cuento de Poe, La carta robada, inaugura otro modo del relato policial: aquel donde un asesino o un tesoro que desapareció, ha estado desde el momento a la vista de todos. El impacto de estas historias es muy esperado. Seguimos queriendo que nos digan que el asesino era el mayor domo.

A lo que voy –sin juicios de valor- es que el género es fácil cuando se aprenden las claves. Con una buena mano y algo de inventiva para los rasgos circunstanciales, y acertada disposición para corregir y quitar cosas, cualquier escritor puede escribir una novela policial. El policial –sobre todo el norteamericano, que parece estar escrito siempre por periodistas- es una especie de crónica. Uno la va siguiendo sin problemas. No hace falta ser un lector entrenado que se leyó Los Sorias o 2666 (no las leí, pero me refiero a su extensión; de momento siguen siendo para mí un kilo de papel y de tinta). Una de detectives se puede leer en la playa. Son mejores que las novelas de  Bonelli y no presentan dificultad en su lectura. Es escritura pop. Hay algo que no deja de ser serial en ella, y pareciera que la identidad del escritor es con la máquina en la que escribe y no consigo mismo o con la experiencia del mundo. Eso sí: los personajes son vívidos. No están vacíos. No son zombies. Se debe, creo, a otro de los pilares de la novela negra: trabajar con estereotipos. El detective de Poe, Dauphin, sentó un estereotipo de detective que luego terminó de definir –y eternizar- Sherlock Holmes. La crisis del 30 aportó una geografía urbana decadente y una moral corrupta.
La novela negra aporta un poco de orden y lineamientos conocidos frente a tanto escritor que no sólo escribe sino que también es filósofo-sociólogo-fotógrafo-cineasta-estilista, esos que surgieron –en buena hora en su momento- como contracultura del menemismo y que escriben muy bien escribiendo mal, como dijo en una entrevista Fogwill. Pasa que a todos en algún momento se nos va la mano.
Hay gente que quiere leer cosas que entienda. Un género cercano al thriller y escrito de una manera en la cual pareciera que el escritor no está presente, sino que la historia se cuenta a sí misma, parece ser una combinación ideal para muchos lectores. En el policial, el lector sabe hacia dónde se dirige. El crimen va a resolverse. El orden va a restaurarse. Esa tranquilidad le permite al lector entregarse a la evasión, al mero goce estético de la historia. La novela negra restituye la noción de trama. Se trata casi siempre de una novela sociológica que se presenta en un tiempo de crisis. La corrupción social y urbana de Estados Unidos en los años treinta, por ejemplo, uno las puede ver muy bien expuestas en las novelas de Raymond Chandler. El escenario siempre es una ciudad –El nombre de la Rosa no- donde reina la marginalidad y la violencia. A muchos les gusta proyectar su violencia con películas, libros o juegos de rol o en el sexo. Otros las reprimen haciendo ejercicio.
El crimen existe desde que existe el hombre. Relatos de crímenes impregnan los mitos, como el de Edipo o Abel y Caín o Bruto y César. Están en la Biblia, incluso. Es decir que más que un género, es un argumento de la existencia humana. Por eso funciona.

Algo muy bueno que tiene el género policial –como todo género marginado, subalterno- es que puede tomar cosas prestadas de todos los demás géneros e incluso aparecer disimulado en géneros que en apariencia no son policiales. Otras veces, el policial está tan bien escrito que no lo vemos como un policial clásico. Es el caso de El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges o El nombre de la rosa de Humberto Eco. Eco le roba cuanto puede a la novela histórica y al arte provinciano para construir una trama y un relato monumentales. Ricardo Piglia arranca por hechos históricos y se sirve de la filosofía para escribir Respiración artificial. Faulkner, escribe un policial que no lo parece en su novela Santuario.
En cuentos como La casa en la arena de Juan Carlos Onetti o Emma Zunz de Borges, el policial –la posibilidad entrevista del policial- aparece al final. Pienso también en el policial al servicio de la ciencia ficción, como en el caso de la novela de Philip Dick llamada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en la que se basó Ridley Scott para filmar Blade Runner, un clásico de culto.
¿Cuántas veces hemos visto a los agentes Mulder y Scully del FBI llegar hasta un pueblo para investigar algún extraño suceso? Si pensamos que el policial juega con la corrupción, el poder y la política, ¿no sería Viaje a las estrellas un ejemplo más del género?

En lo personal, durante los últimos dos años he consumido mucho el canal ID, que todo el día se la pasa mostrando casos reales y ficcionados sobre el tema. Sigo a la espera de un caso lo suficientemente bueno como para ponerme a escribir una novela. Me gustaría poder escribir una novela buena y entretenida, es decir vendible. Y que pueda ganar un concurso que me de algún dinero para comprar un lote en un barrio alejado, que tenga un arroyo. Pasa que todos los casos se parecen tanto, que tengo miedo de caer en el simplismo. También ellos construyen un relato para la muerte.

El tigre de William Blake

Antes de empezar, les paso entera una traducción que realizó Soledad Capurro sobre el poema “El tigre”, del escritor inglés William Blake:

¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?

¿En qué lejanos abismos o cielos
Ardió el fuego de tus ojos?
¿Sobre qué alas se atreve a elevarse?
¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo torcer el vigor de tu corazón?
Y cuando tu corazón empezó a latir,
¿Qué espantosa mano? ¿Y qué espantosos pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno estaba tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño
Osa abrazar su mortales terrores?

Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?

¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?

Les paso ahora el original:

TIGER, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?

In what distant deeps or skies
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand dare seize the fire?

And what shoulder and what art
Could twist the sinews of thy heart?
And when thy heart began to beat,
What dread hand and what dread feet?

What the hammer? what the chain?
In what furnace was thy brain?
What the anvil? What dread grasp
Dare its deadly terrors clasp?

When the stars threw down their spears,
And water'd heaven with their tears,
Did He smile His work to see?
Did He who made the lamb make thee?

Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Dare frame thy fearful symmetry?

Hay otras variantes, donde además de traducir también se mete mano en la forma de versificar:

Tigre, tigre, que te enciendes en luz
 por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes, en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse? ¿Qué mano osó tomar ese fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque? ¿Qué tremendas garras osaron sus mortales terrores dominar?

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?

Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?

Otras “licencias” admiten por “Tyger!, Tyger! burning bright”: “¡Tigre! ¡Tigre! que te enciendes en tu luz” o también “¡Tigre! ¡Tigre! ardiendo brillante”. Estas diferencias me fueron dadas después de haberme encontrado a través de los años con distintas traducciones. Nadie, que yo sepa, intentó darle a “burning bright” el valor que en castellano tendría por “brillo ardiente”, que es como yo lo traduciría, entendiendo que vale como traspaso literal y también como metáfora.

El lenguaje críptico -y místico- de Blake debe ser un verdadero reto para los traductores de su poesía, pero no menos que su vida: fue profeta, pintor, poeta y grabador, dueño de una imaginación visionaria unida a un cristianismo místico que –según Cernuda- dieron un orden nuevo, iniciando experiencias que alguna generación futura puediera estimar dignas de continuación. Esa generación fue la de la segunda mitad del siglo XX: Aldous Huxley y sus Puertas de la percepción, Carlos Castaneda y su Don Juan. Blake fue al mismo tiempo un enemigo de las ciencias físicas y la filosofía natural, de allí que su tono siempre sea afiebrado. 
Hay quienes ven en la monja medieval Hildegard una precursora de Blake, así como Borges vio en Zenón a un precursor de Kafka. En 2012, el neurólogo británico Oliver Sacks publicó un libro llamado Alucinaciones en el que explora las posibles causas de por qué la gente común puede experimentar a veces alucinaciones y elimina el estigma detrás de la palabra. Explica: "Las alucinaciones no pertenecen en su totalidad a la locura. Mucho más comúnmente, están vinculados con la privación sensorial, la intoxicación, la enfermedad o el prejuicio." Acaso la teoría de Sacks pueda servir para explicar el trabajo alucinatorio de Blake.

El tigre es uno de esos viejos poemas –uno de los pocos poemas de esa época- a los que he vuelto una y otra vez. Lo he leído miles de veces, como también Oda a un ruiseñor de Keats. Ambos manejan un mismo argumento: la eternidad y los arquetipos. Es conocida la forma en la que Keats creó su más famoso poema. Enfermo, a los veintitrés años, en un patio, oyó –o creyó oír- el canto de un ruiseñor, ese pájaro que es más un símbolo literario que un ave real. Se preguntó entonces si ese mismo ruiseñor no sería aquel que también escucharon miles de años antes otras personas, en otros lugares: “La voz que oigo esta noche fugaz, fue oída en antiguos días por el emperador y el rústico: quizá el mismo canto que se abrió camino hasta el triste corazón de Ruth cuando añorando su patria, detúvose llorando en el trigal ajeno...”. El contraste entre la eternidad de la belleza y la fugacidad de la vida humana se convierte en el tema central del poema. El pájaro individual de esa noche, en ese jardín, no importa en tanto individuo de la especie, sino como arquetipo de una idea, de un canto, de una música, de algo que estuvo y seguirá estando aún cuando Keats, enfermo de tisis, haya muerto.
El tigre de Blake juega en el mismo campo. Si leemos el poema pensando en un tigre de verdad, nos parece harto común. Pero si entendemos ya desde el primer verso que ese tigre que se equipara a un brillo esplendoroso y también a un fuego o a un incendio, sabemos que el poeta nos habla de otro tigre, un tigre platónico que figura como el sello de dios, como una forma universal cuya esencia sería algo así como la “tigridad”, es decir, la posibilidad de que existan animales llamados tigres, que nazcan una y otra vez, pero que siempre sean la sombra, la proyección de aquel otro tigre, el único, el de fuego o de luz. Siempre pensé que la alusión a un bosque oscuro en el segundo verso tenía una doble función: la oscuridad funciona como contraste de ese fuego, realzando al tigre, pero también es símbolo de nuestra tiniebla mental, nuestra profusa manera de no comprender las formas de dios; en este caso, esa maravillosa forma que no entendemos pero que nombramos con el sonido “tigre”. De entrada, Blake interroga al tigre, pero es a Dios a quién está cuestionando:

¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?
     
¿En qué lejanos abismos o cielos
Ardió el fuego de tus ojos?

O también, más adelante:

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno estaba tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño
Osa abrazar su mortales terrores?

Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?


Hace años que los tigres pululan en ficciones, en ilustraciones, en enciclopedias y diccionarios, y más frecuentemente en documentales como los que presentaba Lorne Greene en Mundo salvaje. Los tigres, desde hace siglo y medio, han caminado sobre tablones y tras barrotes de acero, bostezando enflaquecidos, o saltando aros de fuego para el deleite de familias que salen a pasear en días domingo. Adornan, caricaturescamente, cajas de cereal o carteles de estaciones de servicio. Cuán lejos ha quedado esa bestia maravillosa de Blake, generosa de vigor y de misterio.


¿Quién cura al Eternauta?



La única película que vi de Lucrecia Martel fue “La mujer sin cabeza”. La fui a ver al cine, me pareció bien filmada y dos o tres escenas me dejaron una fotografía bien buscada, un buen ojo y elementos bien equilibrados. Pero no diría que me conmovió. Mucho menos, que me voló la cabeza. Tuve esa sensación que a veces se tiene al meterse en la obra de alguien después de un largo e intenso prólogo: me gustaba más cuando me hablaban de ella. La gente que me hablaba de Martel era, en su mayoría, ese tipo de argentino "progre" que piensa que el peronismo es la raíz de todos los males de la Argentina y se siente superior moralmente a los "negros". El cine de Martel es un cine correcto, apto para la industria norteamericana como no lo sería Adrián Caetano, por decir un nombre. Me recomendaron otras películas. “La ciénaga”, “La niña santa”. No las vi. Supe más tarde que Martel iba a filmar una versión de El Eternauta y me pareció inusual. Ya de por sí, nadie lo había intentado en serio. Y era bueno ante todo que fuera una directora de este estilo y no la productora de Suar. No se trataba de hacer “La Guerra de las Galaxias” con nieve de espuma. Pero de repente, me parecía, una directora de ese “grupo de cineastas progres y cool” elegía un personaje fuerte en la cultura gráfica argentina. Decidía meterse con un personaje del pasado y reinterpretarlo, justo además cuando La Cámpora estaba haciendo lo mismo desde las banderas y el relato.  

Martel se puso en contacto con Elsa, la viuda de Oesterheld. Se informó debidamente de que toda versión cinematográfica de la historieta que se llevara a cabo, debía cumplir con una serie de pautas inamovibles. Por ejemplo, la película no puede realizarse en inglés ni fuera del país, sino en Buenos Aires, en castellano y con una decena de núcleos dramáticos que deben mantenerse firmes en relación con el planteo original. Imagino que la cancha de River es uno de ellos. Contra esto, supongo que Martel ideó una adaptación que sobrevolara, lo mejor posible, el problema del presupuesto. Filmarla afuera hubiera permitido tener un presupuesto acorde a efectos magníficos. Un Eternauta caminando por una autopista de autos colapsados, en medio de la nevada. Uno de ellos tiene las luces encendidas. En un zoom out, vemos la ciudad desierta, al mejor estilo Contagio. Estoy seguro de que Martel entendió lo fundamental de esta cláusula como límite y se dispuso a ir más allá para cumplirla. Es decir, puso manos a la obra y comenzó modificaciones para que la película estuviera, además de pautada, bien hecha. Para poder conseguir el dinero se propuso adaptar la historieta a un guión cinematográfico secuencialmente fiel, pero con pequeñas licencias que no hacían al fondo de la historia (que no es el héroe colectivo, sino la derrota; acaso Oesterheld nos esté mostrando el peor de los finales posible –no un happy end hollywoodense– para zamarrearnos y decirnos “guarda”). Martel pensó en una adaptación que implicara plantear también una actualización ya que, como dice la cineasta en una entrevista para el sitio Esto no es una revista, la transformación del mundo entre los años ’50 y ahora es enorme: “Ya es muy difícil crear la idea del enemigo. Creo que el último gran intento fue Irak y los yanquis no lograron transformar al Islam en el enemigo universal. En los ’50 lo habían logrado con los alemanes. Algo de eso está muy presente en El Eternauta; en la invasión extraterrestre hay un enemigo al que combatir y una sociedad muy homogénea socialmente que tiene que resistir a eso. Y eso que es muy encantador como metáfora, metonimias y reflexiones de la época, hoy eso ya funciona menos”. El punto se opone a la lectura que hace La Cámpora de la historieta –y más particularmente del Eternauta como símbolo aglutinador, masivo y popular. Para ellos, el personaje es una herramienta.

La lectura que hace Martel es profunda, de todos modos. Nada nos cuesta pensar que además evalúa los costos y el presupuesto que demandaría una película de época. Un pasaje de la entrevista nos da una idea: “Me parecía que la adaptación implicaba pensar en esa actualización. Lo que hice, entonces, fue pensar un mundo en el cual el enemigo éramos nosotros mismos. Pensar la invasión desde esa perspectiva. La historieta tiene algo maravilloso, indudable, para el cine que es la nieve mortífera que, como arma, es más sofisticada que los gurbos y los cascarudos. Curiosamente, en la historieta, te plantean los enfrentamientos con estos últimos como lo más difícil. Pero lo más difícil es la nieve. A los cascarudos los matan como perros, a los gurbos con más trabajo, pero con unos cuantos tiros se mueren. Entonces, lo que intenté, fue transformar la tecnología respetando lo orgánico, pero que de la nieve a los otros enemigos, el crecimiento era dramático, de terror. Una cosa muy moderna que tenía la historieta era el hombre-robot. Yo me fui más para el lado de los zombies; a los cascarudos los achiqué y eran unos bichos que infectaban a los muertos y se volvían zombies. Pero con la nieve como un paso importante en la transformación de los muertos en zombies. Le agregaba un carácter orgánico; entre la nieve, los cascarudos, los gurbos y los muertos que volvían a la vida había una continuidad.” Me parecen puntos que están buenos.
Hay épocas que no son propicias para el arte de autor. Por eso, el Eternauta de Martel es la película que no fue. Me es inevitable pensar en Borges y aquello que dice en el prólogo de El jardín de los senderos que se bifurcan: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios”. Creo que Macedonio Fernández ya había inaugurado esa costumbre.
Escribo, lo sé, sobre una película que no se hizo. Planteo lecturas e hipótesis sobre un proceso posible y sobre las ideas que planteaba Martel, rastreando intenciones, referencias, etc., lo que no es fácil. Martel siente pasión por el proyecto, termino concluyendo. No busca explotarlo, trabajarlo como símbolo, ponerle los ojos de Kirchner detrás de la escafandra. Quiere filmar. Y allí está su error. Es un personaje de peso, porque funciona como símbolo cultural Está perdiendo un momento histórico como lo es reinventar al Eternauta, ser curadora de Oesterheld. Siente genuina felicidad ante la lectura de la obra; tanta, que se la apropia. Se le ocurre que Oesterheld es distraído y que se lo puede volver más verosímil: si la historia transcurriera en verano, habría muchas más ventanas abiertas y gente en la calle paseando. La nevada repentina, en pleno verano, dejaría un tendal. Yo pienso que en verano, en capital, no queda nadie. Pero en ese cambio que imagina Martel vemos que la obra ha funcionado porque permite otras lecturas. Es una obra en movimiento, no una pieza de museo. Una obra de calidad es aquella que permite más de un pensamiento. El boceto de Martel era una película de autor sobre El Eternauta, no una transposición ni una metáfora. Era una reinterpretación, como la remake que hicieron a finales de los sesenta Oesterheld y Breccia, para revista Gente. Allí, es el mismo autor el que da una vuelta de tuerca y pone el ojo en el imperialismo estadounidense y en los cómplices y siervos de turno. El Eternauta es aquí el símbolo de una lucha colectiva que busca una unidad nacional, tal como hoy lo reinterpreta La Cámpora.  Es un Eternauta con una escafandra distinta. Tomaron al personaje de Oesterheld y lo mutaron, poniéndole a Kirchner adentro. Hasta se lo nombra como el Nestornauta, a la cabeza de los pobres, de los piqueteros, de los oprimidos, de los nadies, de los apatriados, de los indocumentados, de los descamisados de ahora, de los nuevos militantes del peronismo joven. Y está bien. Su curación de la obra de Oesterheld incluyó en el personaje algo que Martel no pudo proponer: ideología popular. Es como si la reinterpretación del héroe hubiera estado al alcance de dos voluntades, de dos campos intelectuales. La Cámpora se impuso y el héroe colectivo es resultado de una relectura que encaja perfecto en un discurso y en un relato. Siempre he creído que los años ’70 cambiaron la interpretación general que hacemos del Eternauta, y que está muy emparentada con la versión que financió Vigil y que dibujó Breccia. Nos preparó para saber que el enemigo invisible viene muchas veces con un enemigo real, concreto. Nos preparó para la globalización y el imperialismo de la producción multinacional. O ahora hay un determinado tipo de lector que el Eternauta no tenía y ahora sí tiene, pero que al leerlo resignifica inevitablemente la obra. No sé, todo es posible. Tampoco digo que me desagrade o me provoque censurarlo. Fue La Cámpora y no Martel quien terminó reinterpretando al personaje. A mí no me parece un mal homenaje para Oesterheld después de todo, que fue secuestrado y asesinado por la Dictadura. Su personaje –y lo que representa en el proceso, no hacia el final– va al frente de personas que él también defendía. Por eso luchaba.


Desde que se barajó el nombre de Martel hasta que ésta se desvinculó del proyecto, pasó un año y medio. No era acaso el momento. ¿Pero por qué el kirchnerismo no filmó su propia película de El Eternauta? Entre los puntos que deben respetarse, hay uno que se vuelve determinante para la interpretación de la obra toda y de la idea del héroe colectivo: el pueblo pierde. Como destino romántico, es inigualable. Como símbolo, es diferente a la lectura de las banderas y los grafitis con aerosol: el kirchnerismo, con el pueblo detrás, nunca pierde. Por eso no se puede filmar al Eternauta sin modificarlo. También en la historieta, el final abre la posibilidad de la derrota. Y el líder colectivo, Juan Salvo, queda perdido en un eterno retorno de múltiples dimensiones. 

domingo, 16 de agosto de 2015

Mi único héroe en este lío

José de San Martín es lo más cercano a un Alejandro Magno o a un Ulises que nuestra pobre mitología de arrabal sudamericano pudo parir.   Lo que menos debería importarnos es que murió un 17 de Agosto de 1850 en un pequeño pueblo de Francia llamado Boulogne-sur-Mer. Más valioso es tenerlo en cuenta como alguien había podido ver, como muy pocos, su destino. Había nacido, setenta y dos años antes, en la Reducción de Yapeyú, un pequeño pueblo a orillas del río Uruguay fundado por jesuitas que catequizaban al indio, que entonces pertenecía a la extensión territorial denominada Virreinato del Río de la Plata y que años más tarde formaría parte de dos generalizaciones, Corrientes y Argentina, gracias a la obra libertadora del mismo San Martín. Su estirpe, que nuestra mitología actual nombra “genética”, era española. El suelo en el que se nace determina algunos aspectos del hombre. Otros, se heredan. En una tierra que tenía mucho de recién inaugurada, rodeados de la elemental extensión donde pulula el nativo, San Martín nace como una proyección de una larga serie de individuos iniciada en otro lado, tal vez incluso más lejos que Europa, tal vez Asia.
Como todos los hombres inmortales, fue un hombre de su época.  En 1784, a la edad de cinco años, viajó con su familia  a España, donde recibió su primera educación en el Seminario de Nobles de Madrid; su formación continuó en Málaga. Ingresó al ejército español en Murcia, con el que combatió a los moros en el norte de África primero, y también en España contra la dominación napoleónica. Sabemos que estuvo a las órdenes de aquel general Beresford, que había querido invadir, y había fracasado, Buenos Aires y Montevideo. Vivió en Londres, de donde es fama que formó parte de una logia que algunos relacionan con la masonería. Con treinta y cuatro años, en 1812, habiendo alcanzado el grado de Teniente Coronel, regreso al Río de la Plata, donde ya se gestaba el proceso de independencia en el cual su accionar sería decisivo. Se le encargó la formación del Ejército de Granaderos a Caballo, que logró el triunfo en el combate de San Lorenzo contra las tropas realistas, en la actual provincia de Santa Fe. Comandó el Ejército del Norte, reemplazando en esa jefatura a Manuel Belgrano.  Fue gobernador de la Intendencia de Cuyo. Desde allí, su presión política fue decisiva para que los diputados cuyanos favorecieran la declaración de la independencia el 9 de Julio de 1816. En Mendoza, donde nacería su única hija y que lo acompañaría en el exilio final, vislumbró la liberación de Chile y para eso se dedicó a formar un ejército. Preparó hombres, engordó mulas y caballos, fabricó herrajes y armas, con la inestimable ayuda e inventiva del jefe de su taller, el fray Luis Beltrán. En ese campamento, San Martín sintió acaso el llamado de un destino que para él no se encontraba en las disputas que alimentaban unitarios y federales. Se negó a combatir contra estos últimos, como lo hubiera querido Pueyrredón. Los unitarios, entre ellos Rivadavia, lo llamaron traidor. No el tiempo, sino la precisa historia, lo redimió. Su campaña militar, que no solo liberó a Chile sino que prosiguió en Perú, tuvo la dimensión heroica que solo admite la épica, y la lucidez estratégica de un genio militar. En Perú, fue nombrado protector. Fundó el primer gobierno libre, y también la primera biblioteca, a la que donó todos sus libros.
Todo relato necesita de una mitología, pero ni las innumerables acuarelas que nos traen el histórico cruce de los andes, en elegantes y descansados caballos, ni la aduladora biografía de Mitre, equiparan al hombre verdadero, al hombre esencial e imprescindible que fue San Martín.
El 10 de febrero de 1824 partió hacia Europa. Tenía 45 años y era generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Luego de un breve período en Escocia, se instalaron en Bruselas y poco después en París. Su única obsesión era la educación de su hija Mercedes.
Nadie es la patria, dice un poema de Borges. Pero San Martín está asociado, para nosotros, a ese inequívoco símbolo de pertenencia, a esa imposible geografía. Digno de los laureles más altos, hoy somos, de alguna manera, el futuro por el cual se consagró.




domingo, 5 de julio de 2015

Taller literario

Buscando videos en youtube encontré un programa llamado “Taller literario” en el que se invita a diferentes escritores para que hablen de los diez libros que componen su canon personal, digamos su mapa de lectores.  Lo bueno del programa es que te hacía pensar en tu propio mapa de libros, más que curiosear las lecturas de escritores que también lees. Te obliga a armar una lista rápida y arbitraria de lecturas que te marcaron donde se incluyen –con una mano en el corazón a modo de honestidad- cosas que ya no lees hace mucho. La mía estaría formada –por orden de aparición- así:

1)      Historietas de editorial Perfil y Columbia como El toni, D’Artagnan, Intervalo, publicaciones de ciencia popular como Conocer y saber o Muy interesante y las Selecciones del Reader Digest. Esas fueron mis primeras lecturas. Como mi abuelo era taxista –taxi que conducía a veces mi papá cuando las cosas no iban bien- compraba estas lecturas para matar el tiempo en las paradas. Yo tenía unos ocho años y pasaba tardes enteras leyendo una y otra vez las revistas. Leí también Patoruzú, Isidoro, Hijitus, Afanancio. Esto despertó dos vectores en mi vida: las lecturas de ficción y las lecturas de tono más enciclopedista, esa cultura al alcance de todos los que no tienen cultura.
2)      Las novelas de Julio Verne, que son los libros con los cuales enganché definitivamente la onda de leer ficción y disfrutar de historias. Tendría unos once años. Recuerdo que leí la colección Robin Hood, la de tapas amarillas. En mi casa estaba La cabaña del tío Tom y la leí también. A Verne me lo “presentó” una maestra de quinto grado, la señorita Edith. Una semana antes de las vacaciones de invierno, trajo de su casa toda esa colección de libros amarillos en un bolso. Los dejó sobre su escritorio y nos pidió que pasáramos de a uno y tomáramos el que más nos llamara la atención. Teníamos que leerlo en vacaciones y escribir una redacción hablando de qué nos había parecido. Yo me llevé Veinte mil leguas de viaje submarino. Durante las dos semanas de vacaciones, metido en la lectura –iba a poner sumergido- casi no hablé con mi familia.
3)      Los cuentos y novelas de Cortázar. Particularmente sus cuentos, entre los diecisiete y los veinte años, me parecían magistrales. Para un cumpleaños me dieron plata porque necesitaba una campera. Tomé un colectivo al centro y volví con los dos tomos de sus cuentos completos que publicó Alfaguara. Roberto Arlt me gustaba mucho también, por salvaje y enroscado. Sobre todo sus novelas El juguete Rabioso y Los siete locos. Adoré a Silvio Astier, personaje central de la primera. El gran antihéroe de las letras argentinas. Arlt escribe como si no le importara, aunque en sus Aguafuertes descubrí que es más bien todo lo contrario.
4)      Juan Carlos Onetti. Sus cuentos y novelas, hasta el día de hoy, son de los que más admiro y envidio. Nadie describe una atmósfera ni un carácter, en el Río de la Plata, como Onetti. Es posiblemente el mejor novelista y por suerte, siempre fue demasiado denso y amargado para esa boludez del boom.
5)      Kafka.
6)      Bomarzo de Mujica Láinez fue algo que amé y admiré a medida que lo fui leyendo. Es mi novela preferida. Tengo una historia linda con ese libro: pasé por una casa de usados y lo vi. Nunca lo había sentido nombrar, pero el título me encantó. Me gustan mucho los títulos de una sola palabra. Lo compré y lo comencé tiempo después. No pude parar. Me gustaba tanto, que demoré su lectura. Lo estaba devorando y, para no terminar ese placer, me dije que tenía que dosificarlo. Cuando llegué al final, lloré. Nunca me pasó con otra obra, salvo el David de Miguel Ángel que, cuando lo vi, me conmovió. Bomarzo era una ópera descomunal, una historia increíble y con una arquitectura ardua. Como diría Pessoa, lamento haberlo leído, porque ya no puedo volver a leerlo por primera vez. Un grande entre los grandes, con este novelón, Mujica Láinez.
7)      Otro libro importante, no como libro en sí sino como sistema literario, fue El libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Podría decir que con este libro –con los aforismos y la poesía de Pessoa- aprendí a leer ensayo. Tuve que dejar de leerlo porque el pathos de Pessoa como escritor, especialmente en este libro, es vampírico. El libro del desasosiego es una biblia negra de la melancolía. Vuelvo a él, ahora, muy de vez en vez.
8)      Antonio Di Benedetto. Todos sus cuentos y las tres novelas. Tiene uno de los mejores cuentos que leí: El juicio de Dios. Nada que ver con Mujica Láinez. Ni en temas ni en formas de escribir.
9)      Todos los libros de Fabián Casas, que forman una sola gran pequeña obra en construcción con la que no siempre estoy de acuerdo. Discutir con esos pequeños libros es lo más interesante. Me gusta mucho su poesía.
10)   Raymond Carver. Es uno de los mejores cuentistas del siglo XX. Sin embargo, fue su poesía bipolar la que me voló la cabeza y me ayudó a leer a otros poetas como Larkin o Brodsky. También, a escribir mi propia poesía como si fuera algo más cercano a una prosa fragmentada y no las boludeces de Neruda o Benedetti.  
11)   John Cheever. Casi todos sus cuentos, que son geniales. Pero sus Diarios, publicados después de su muerte, son la gran novela que los norteamericanos jamás encontraron.
12)   Desde el punto 4 en adelante, siempre Borges. Creciendo, mutando, pero siempre ahí. Sobre todo el Borges más lateral, el de los pequeños ensayos y artículos o notas que escribía para ganarse un sueldo. Borges va más allá de los volúmenes que escribió. No hizo sólo libros. Creó un sistema de literatura, como también Kafka creó uno. Borges es una máquina increíble donde caben todo tipo de ficciones y que resiste los embates de Viñas o Pauls. Me encantaría ser progre y cool y decir que Borges no me importa, pero la verdad es que no me da la cara.

Son doce, no diez. Me pasé por dos, ¿y? Es también una lista asimétrica. A lo largo de la vida son cientos los libros que nos marcan. Es muy probable que si yo hiciera esa lista en otro momento, los nombres y títulos cambien. Dentro de una semana, acaso pueda decir que yo no tengo nada que ver con esos autores y libros que mencioné. ¿Por qué? Me gusta más leer que escribir. ¿Y por qué escribo? Creo que escribo por reflejo, como quienes admiran la música y un día quieren formar una banda para tocar en bares o los que van a jugar una o dos veces por semana al fútbol con amigos, porque hubieran querido ser futbolistas. Soy un agradecido lector, además. Me encontré a lo largo de mi vida –comencé de chico a leer historietas y las Selecciones del Reader Digest- con muchos libros y textos que me sirvieron para vivir en sociedad, para aceptarme a mí mismo y a los demás. Leo, ante todo, por un inexplicable placer. Pero las lecturas –las buenas y las malas- inevitablemente dejan algo que después, tarde o temprano, aparece en nuestras vidas de un modo tangencial.
Cuando sos chico todavía, pero la lectura se instaló ya como un hábito, buscás escritores que reafirmen de algún modo tu forma de ser. Cuando tenía veinte años y sentía el peso del mundo como algo irreparable, me gustaba leer a Onetti. Él veía y sentía el mundo al igual que yo. Él veía a las personas como yo las veía en ese entonces: como un asco. Con el tiempo –y también porque las necesidades cambian- uno lee otras cosas, a veces en la vereda opuesta de nuestro pensamiento o alejados de nuestro gusto. A veces, dentro del canon que nos hemos formado sin darnos cuenta, aparece un escritor que deberíamos aplaudir de pie –porque nos gusta lo raro- y sin embargo nos hace ruido. Ese autor al que todos leen y sobre el que todos discuten ya medio borrachos en una mesa y que a vos no logra gustarte, como los primeros discos de Pink Floyd. Me pasa con Osvaldo Lamborghini, por ejemplo.
.
Las lecturas de Julio Verne –sobre todo Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino- y la primera versión de King Kong en blanco y negro, que canal 8 de Mar del Plata pasó una noche, me indujeron a querer escribir un relato de aventuras. Compré un cuaderno rayado y un lápiz en el kiosco de la escuela. Nunca lo terminé. Recuerdo que mi técnica o estilo era demorarme en la descripción de una isla, de los hombres y mujeres del barco que naufraga, de los nativos y de los monstruos dinosáuricos que poblaban el lugar. Se lo mostré a una maestra. Me dijo dos cosas: que tenía horrores de ortografía y que leyera a Emilio Salgari. Fue la primera vez que escuché El corsario negro o Los tigres de la Malasia. Años más tarde intenté escribir un cuento. Fue una especie de remake o robo de un cuento de Edgar Allan Poe llamado El corazón delator, el que me había impresionado. Recuerdo una parte cuando el sirviente abre la puerta de la habitación donde duerme su amo, y con una luz de vela ilumina el ojo de vidrio abierto del viejo. Los mejores escritores son los que hoy me generan incomodidad o incertidumbre. Esos sobre los cuales Fogwill dijo que impresionaba lo bien que escribían “escribiendo mal”.