martes, 31 de marzo de 2015

La inmortalidad y la literatura





“Toda celebridad vive, en verdad, en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. El hombre de acción no vive más allá de su acción; es el historiador quien lo hace vivir. Toda celebridad es en verdad literaria, porque la literatura es la verdadera memoria de la humanidad”[1] 

Fernando Pessoa


Hace un tiempo compré en un remate del centro un paquete de libros variados. La mayoría eran biografías publicadas por la editorial Vergara. Entre otras cosas, los títulos me depararon Jung: el Cristo ario. Pero también se encontraba un libro llamado Las Cruzadas, peregrinaje armado y guerra santa escrito por el profesor Geoffrey Hindley. La solapa dice que estudió en Oxford, lo cual es una forma muy abreviada de informarnos que no estudió en ninguna otra universidad.  Cito de Las Cruzadas

“Alejo recelaba de Bohemundo, y la hija del emperador, Ana Comnema lo veía con una animosidad rayana en el odio, a pesar de que sin duda se sintió fascinada por su pelo rubio y sus ojos azules”

Si nos dijeran que ese párrafo está sacado de una novela erótica de esas que se vendían en Barcelona a comienzos de los ochenta –y que Lamborghini adoraba leer y plagiar- no habría por qué dudar. Sabemos en primer lugar que se trata de un libro de Historia o al menos de tema histórico. Pero hay partes que parecen noveladas -el párrafo citado es una prueba- y además del drama humano que se describe, donde entrevemos el triángulo amoroso, sentimos también el peso de la historia. Pero aún así no deja de haber cierta animosidad de literatura en la mano de Hindley. Para empezar, parte de una suposición sentimental que encarniza con la palabra “fascinada” al referirse a Ana. Es literario que este rasgo enteramente circunstancial no haga al hecho histórico. Ya antes nos dice que ella odia a Bohemundo, para establecer allí un conflicto en su alma. La utilización de la expresión “sin duda” al explicitar cómo se  sintió frente a los ojos azules y el pelo rubio de él, también es literaria.
Hay en casi todo el libro una persistencia en la descripción de rasgos circunstanciales. Parece por momentos novelado, en la capitulación y el tono general. Las partes donde se relaciona una visión política de la cruzada con la geografía donde se desarrolló, son las mejores. En el párrafo que cité, creo que se dejó llevar por un hado de novelista de amor frustrado.
Pero este pobre señor, que nada tiene que ver con lo que quiero decir, es apenas un ejemplo sencillo. No es con él con quien quiero meterme. Y a decir verdad, no me quiero meter con nadie. Solo preguntarme si no existirá apenas una diferencia de grado entre este buen hombre de Oxford, Geoffrey Hindley, que luce con una simpática gorrita de abuelo en la solapa del libro, y otros popes de la historiografía que desde los cánones establecidos nos contaron cómo fue el pasado. El libro de Hindley informa, pero lo hace de un modo tal que muchas cosas se pasan por alto. No llega a ser un material de consulta serio. Cada capítulo es un compendio de muchas lecturas y citas previas. El apéndice dedicado sobre el final del libro a la bibliografía consultada es extenso. Hay seriedad en su trabajo. También la necesidad comercial de hacer un libro que pueda leer cualquiera. Incluido un negro de clase media producto del largo peronismo de todos estos años, como yo. Pero a lo que quiero ir es a que ejemplos como este de Hindley abundan en la larga literatura que compone la Historia. Y no solo la escrita sino también la literatura oral que compone esa Historia, como los mitos  y las leyendas.
El preciso encuentro entre Cristóbal Colón y los nativos del nuevo mundo. El encuentro entre San Martín y Bolívar. La crucifixión de Cristo entre ladrones. ¿Qué imágenes verdaderas habrán estado detrás de las palabras con las que contamos los hechos? Pienso por ejemplo en la muerte de Julio César.  Mejor dicho, en cómo nos ha llegado esa muerte.
En la Curia del Teatro de Pompeyo, donde se reunía el Senado de Roma, el 15 de marzo del año 44 a.C.  fue asesinado Cayo Julio César, dictador de Roma y pontífice máximo. Entre los conspiradores, para que el drama fuera implacable, se encontraba su hijastro Bruto.
Mientras César se encaminaba al teatro de Pompeyo, sabemos que recibió señales. Su esposa Calpurnia había soñado con malos presagios y le pidió por la mañana que no fuera al Senado. Al llegar a la plaza, un adivinó le salió al paso y le dijo que se cuidara de marzo. Para no ser interpelado después, el destino agrega una chance: un hombre se le acercó con un pergamino enrollado donde figuraba el nombre de los conjurados. César no lo leyó, porque el destino también es fatal.  Nada nos cuesta imaginar a un hombre dominado por el pánico en el momento del desenlace. A él, dictador y pontífice máximo, lo sometían sus pares. Adivinamos el forcejeo, los golpes, a César orinándose de miedo. La historia nos dice que después del primer puñal, César tuvo tiempo de clavar su pluma en el brazo del traidor. Todos los conjurados, incluido Bruto, caen sobre él con puñales. César los empuja. La saña de los carniceros aumenta. Cubierto de heridas, Cayo Julio César se pone por última vez de pie, se arregla la túnica para que al caer cubra sus piernas y exclama con una voz quebrada y final:
-¡Tu también, Bruto, hijo mío!
Hay un arrebato literario que es notable en la forma de construir el relato histórico de la muerte de César. Alguien me dijo una vez que en la cordillera se usan mulas y burros porque van con paso más seguro. Que los caballos no son confiables por su costumbre de saltar obstáculos y hasta desbocarse. Pero los oleos que representan el mítico cruce de los Andes necesitó que se viera a San Martín sobre un caballo blanco, seguido de una ordenada hueste.
Fernando Pessoa, el pensador portugués, escribió que toda celebridad vive, en verdad, sólo en la medida en que puede ser leída o en que se lee acerca de ella. Toda celebridad es en verdad literaria dice en uno de los varios fragmentos reunidos bajo el título común de Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad. Estos textos, muchos de ellos aforismos, indagan sobre la necesidad y el deseo de permanecer en la memoria de los demás, dejar una marca indeleble en la historia. Para ello toma disparador el caso de un campesino llamado Eróstrato, nacido en la ciudad de Éfeso, actual Turquía. Siendo un perfecto don nadie, como muchos otros, no se conformó y buscó para su nombre la inmortalidad. Para ello prendió fuego el Templo de Diana, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Cuando lo detuvieron, nos dicen que el rey persa Artajerjes ordenó para él graves suplicios para arrancarle el motivo de su acto. Como mucha gente de hoy, según registra la historia, su único fin era lograr fama a cualquier precio. Los gobernantes de la ciudad prohibieron, bajo pena de muerte, nombrarlo. Querían borrar de la historia el nombre y la acción. Esa sola prohibición bastó para que se cumpliera el deseo de Eróstrato: la gente no dejó de nombrarlo en secreto. Su historia se contó de boca en boca. Aparece, bajo la visión de cada autor, reconstruido a lo largo del tiempo. Valerio Máximo escribe: «Se descubrió que un hombre había planeado incendiar el templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la destrucción del más bello de los edificios su nombre sería conocido en el mundo entero». Un historiador griego de nombre Teopompo también habla de él. El emblemático Quijote de Miguel de Cervantes, en el capítulo VIII de la Segunda parte, dice:  «También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato».
Baltasar Gracián, Víctor Hugo, Julio Verne y hasta Chejov lo citan. Este último, en un diálogo entre dos personajes: «¿Te acuerdas de cómo te hacían rabiar llamándote Eróstrato por haber quemado un libro oficial con un cigarrillo?...». Un cuento de Sartre lleva su nombre. 
Eróstrato se hizo famoso sin que sepamos quién es. Pero no importa, porque Pessoa nos dice que él supo que su nombre ya había quedado en la historia y pudo entonces gozarlo. Lo disfrutó por anticipado porque por eso lo hacía. Su empresa incendiaria quedó en la memoria de los hombres. Pobló cuentos y anécdotas. Fue recordada y escrita por plumas famosas en muchos países del mundo. Cada uno lo mantuvo vivo a su modo. La psicología moderna aporta un grano de arena a su triste mitología: se denomina complejo de Eróstrato al trastorno según el cual el individuo busca sobresalir, distinguirse, ser el centro de atención. Y hasta el Diccionario de la lengua española define al "erostratismo" como la manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre. Mark Chapman es un Eróstrato de nuestra era.
Frente a todo eso, ¿quién puede negar que existió un pastor llamado Eróstrato que no quería morir y que tal vez incendió un día el templo de Diana para volverse inmortal? La Historia es una forma de literatura con mucho  de stablishment.  ¿O acaso la Geografía ha dado a un Félix Luna?




[1] Creo que, salvo por los torturadores y violadores –que siguen viviendo en la víctima- Pessoa tiene razón.