miércoles, 27 de mayo de 2015

Life

A mediados de los noventa, la revista Gente lanzó una serie de fascículos sobre la historia del rock. Eran unas revistitas con datos de bandas y algunas buenas notas. Cada uno traía de regalo un poster. Yo sólo compré el segundo, que traía un poster de Freddie Mercury. El lanzamiento, que nunca compré, había traído un poster de Mick Jagger. Era una foto tomada durante la gira por Estados Unidos, a principios de los ochenta. Son los Stones de los grandes estadios. Jagger vestido con calzas ajustadas y remeras de fútbol americano.     
En la segunda entrega –la del poster de Mercury- algunos créditos del rock nacional daban su opinión de lo que les había parecido la primera. En relación al poster, Juanse de los Ratones paranoicos dijo que le había parecido bárbaro que abrieran con una foto de Jagger. Y cito: “es el único que puede resumir estos cuarenta años de rock y seguir dando batalla”. (Por esos años los Stones giraban mundialmente con Voodoo Lounge). Si de resumir el rock se trata, pienso, lo acertado hubiera sido empezar con una foto de Keith Richards.

Hace unos meses un amigo me pasó Life, su autobiografía escrita con ayuda de un tal James Fox. En lo personal, creo que dentro del género biográfico, las autobiografías son las únicas que se presentan con brutal naturaleza, porque uno intuye que funcionan a partir de la autenticidad, aunque sólo nos muestren parcialidades de un personaje. Según Borges, la autobiografía de su venerado Kipling tenía mucho de esto último. Contar la historia de tu vida implica seleccionar de un depósito de recuerdos y, en ese proceso de selección, dejar cosas afuera. Coetzee –el matemático, no el escritor- nos diría que toda autobiografía es una transgresión a la verdad: omitir que uno torturaba moscas de niño es lo mismo que decir que lo hacía cuando en realidad no es cierto. Sin embargo, somos lectores de autobiografías porque es en los pequeños detalles, los que parecen innecesarios, donde armamos al personaje como un ser humano. En ese sentido, la de Keith Richards cumple, y cumple muy bien. Quien espere leer o descubrir que hay una vida fuera de los Stones, que se olvide de leerla. Desde los veinte años, Richards ha estado metido en ese reality show que es ser parte de la banda más institucional del rock and roll. Por momentos, la experiencia de vida ligada íntimamente a la dinámica de la banda, deja en segundo plano el glamur de las grandes giras y los shows de estadio. Según sus palabras, llegaron a ser una familia muy enferma que en los ratos libres hacían música. La experiencia con la droga atraviesa, sin sorpresas, todo el libro. Pero uno no espera la precisión con la que Richards habla. Probó de todo e hizo de todo. Y de nada parece arrepentido. De todo aprendió. Estuvo en prisión algún tiempo en los sesenta. Fue una redada en una casa donde estaban de ácido con Mick Jagger. Fue un quilombo. Según él, la policía lo tenía de punto. En la Londres de aquellos años su comportamiento estaba mal visto. Cuenta que, cansado de que lo arrestaran antes de meter la llave en la cerradura de su casa, se compró una pistola. Estaba tan pasado, que se le había ocurrido la idea de que podía usarla. Esa pistola, u otras, aparecen en los distintos capítulos del libro, que es como decir a lo largo de su vida. A comienzos de los ochenta, muy metido con la heroína, la cocaína y el alcohol, solo su hijo Brandon podía ir a despertarlo. Brandon era entonces un niño que no superaba los diez años, cuidando a su padre. Cuentan que costaba sacar a Keith de la cama, y que a veces estaba tan drogado que manoteaba la pistola que siempre tenía debajo de la almohada para sacar a la gente. Así ahuyentó a unas prostitutas que había llevado Ron Wood a la habitación de un hotel y que ya llevaban ahí tres días. Disparó dos veces al suelo y todos, incluido Ronnie, salieron como alma que lleva el diablo.
Tal vez el episodio más complicado haya sido el del aeropuerto de Canadá. Allí, las leyes contra el narcotráfico son muy rígidas y castigan los delitos con penas muy severas. Al parecer, los canadienses no se andan por las ramas. Una vez le hundieron a España varios barcos en zona ilegal de pesca, después de dos avisos que los ibéricos ignoraron. La cosa es que llega Richards con Anita Pallemberg, su primer gran amor. En el chequeo, apoyan una valija entre tantas, repleta de heroína, marihuana y pastillas. Antes de ir a juicio -tiempo después tuvo que volver para ser juzgado- Richards cuenta que se tomó un año se excesos, pensando que sería el último. Se barajaba la posibilidad de que le tocara perpetua.
El libro abre como una road movie. Van Ronnie Wood y él en un auto de alquiler al que le rellenaron los paneles de la puerta con droga. El baúl va lleno de whisky. Encima llevan coca y porros. Van por Estados Unidos. Mientras el resto de la banda viaja por avión o colectivo, con choferes, ellos alquilaron un auto y prefirieron ir haciendo la ruta del sudeste, lo que se conoce como el “cinturón bíblico”. Si una cuna del rock y del blues hay, esta región de pasado esclavista lo es. Pero también lo es –como es de esperar- de comunidades con fuerte arraigo en el cristianismo evangélico. La traza, los movimientos, el pelo, la manera de hablar, el whisky en la mano, el continuo cigarrillo en la boca escandalizaban los pueblitos a los que entraban a emborracharse y pasar a los baños a cada rato. Eventualmente, si la cocaína los dejaba, comían unos huevos revueltos con tocino y se tomaban encima un café. El crítico Nick Kent dijo del Keith Richards de esos años: «Era el gran lord Byron; era un demente, era un depravado y era peligroso conocerlo». La cosa es que en un pueblo los detienen y los meten adentro. El comisario se muestra inflexible. Dos estrellitas de rock británico no iban a poder con él. La gente se empezó a juntar afuera de la comisaría y pronto se supo en los medios. Finalmente, llegó un juez y los dejó ir a cambio de que se sacaran una foto con él, que salió en los diarios de toda Inglaterra. Es que según va contando, el piensa que siempre lo apoyó el pueblo, sin ser demagógico. Sólo por esto último uno no puede afirmar que Richards es peronista. Porque tiene todo para ser serlo. Y también ser de Boca. Medio gitano. Border. Aristotélico. Salvaje. Al revés que Jagger, que es radical, de River, medio judío, centrado, platónico, civilizado. Esa es la razón por la cual siempre tuvo alguna estrella de su lado para quedar libre y que, llegado un punto, se le perdonara todo: huevos y un dios aparte. O un pacto con el diablo. Por el asunto de Canadá, lo obligaron solamente a dar un recital gratuito. Richards cumplió.
Se jacta de haber probado la mejor cocaína, que venía pura en un frasco de vidrio, directo del laboratorio. Siempre tuvo muy buenos proveedores, o al menos durante los primeros años. Se queja ya de grande por no poder conseguir aquella calidad. Cuenta al mismo tiempo las curas para salir de la heroína, donde literalmente se cagaba encima y rompía el empapelado de las paredes con sus uñas llenas de mugre. Según él, la cura definitiva no hubiera sido posible sin su agente.
Para Richards, eso fue dejar la droga: no pincharse más con heroína. Nos enteramos que cuando cayó de una rama y se golpeó la cabeza, aún tomaba coca. El médico se lo preguntó después de operarlo. Le dijo que era momento de cortar. Keith tenía ya 63 años. En la parte que lo cuenta bromea diciendo que no se cansó de la cocaína, que la cocaína se cansó de él. Desde entonces, alcohol, cigarrillos y ansiolíticos recetados forman parte de su día. 


Si algo deja entrever respecto de los Stones, es su funcionamiento como banda. Por ejemplo cuando habla de cómo grabaron Exhile on main street, posiblemente el mejor disco de rock and roll que se haya hecho. Cansados de Inglaterra, donde debían afrontar un problema fiscal, se fueron a Francia. Escapaban también del fantasma de Brian Jones, que había muerto hacía poco. Richards alquiló una mansión cerca del mar donde armaron el estudio, en un sótano. Ventilator blues fue inspirado por la pesada atmósfera del lugar. Pasaron allí meses. La casa se transformó en algo tan abierto, que a menudo encontraban gente que no conocían. Cuando Richards habla de su crecimiento personal como guitarrista, uno ve que no se quedó quieto. Lejos de eso, supo siempre incorporar cosas. Ama la música negra y su máximo ídolo es Chuck Berry. Richards es una mejoría dentro de esa escuela de guitarristas. Si a Chuck Berry le ponemos algo de T-Bone Walker y algo de Hendrix, tenemos a Jimmy Page. Richards, en cambio, no quiso irse muy lejos. Tiene algo de negro en su alma. Blues, rock, reggae. Le gusta la melancolía y los sonidos cortantes. Hay cosas muy buenas de él, como Little t&A o Midnight rambler. Todos deberían escuchar Happy con un par de whiskys encima.
Una de las mejores partes del libro es cuando cuenta el descubrimiento de lo que para él era un nuevo tipo de afinación, el sol abierto. Esto le permitió acceder a una variedad de riffs y sonidos que de la manera tradicional estaba vedada. En su honestidad dice que con Mick Taylor la banda sonaba prolija y filosa. Pero vuelve una y otra vez a la hermandad musical que tiene con Ron Wood. Con Ronnie, Richards se siente seguro. Es además su gran amigo. El tipo con el que ha compartido el infierno tan temido. Su amistad con Jagger se esfumó a mediados de los setenta y jamás volvió. Son dos tipos que han pasado por todo. Se conocen de la escuela primaria. Desde adolescentes comenzaron a tocar. Vivieron juntos a los veinte años. Con la banda, se pasaron cincuenta años en el ruedo, siempre arriba. Pero ya no son amigos. Y es muy sincero cuando habla de Jagger y lo acusa de falso, de cagón, de especulador, de mentiroso. No le importa quedar mal. Decir, entre otras cosas, que si los Stones siguen juntos fue por él. Que Jagger siempre se puso a sí mismo por encima del resto. Al respecto cuenta dos anécdotas. Una trompada que Charlie Watts le mete a Jagger cuando este último se refirió a Charlie simplemente como el baterista que toca para mí en mi banda. No me imagino a Charlie Watts pegando, pero parece ser que los divismos del frontman ya lo tenían harto.   La otra anécdota dilucida una cuestión que he tenido desde que vi la película Let spend the night together, que registra el concierto en Arizona, ese donde Richards está borracho de whisky.  El primer tema es Under my thumb. Mientras suena, detrás del escenario se lee que el cartel del estadio anuncia a Mick Jagger y los Rolling Stones. Richards cuenta que fue el garca de Jagger quien lo había arreglado con los organizadores del show.  El había llevado por su parte a Bobby Keys, el legendario saxofonista al que habían conocido en Francia, mientras grababan Exhile. Por internas con Jagger, Bobby se quedó afuera algunos años. Sin decir nada, Richards lo trae y lo mantiene en secreto hasta el solo de Brown Sugar. No me imagino la cara de Jagger en medio de la canción. Pero bueno. Así estaban las cosas. Enemigos íntimos.
Para cuando sale en 1983 Undercover of the night –un disco en verdad mediocre- Jagger y Richards ya no eran más amigos. En el 85 vuelven con un disco malo titulado Dirty work. Llama la atención que el tema emblema del disco, el único que quedó en los oídos de la gente y en muchas recopilaciones posteriores, sea un cover. En efecto, Harlem Shuffle fue escrita y grabada originalmente en 1963 por un dúo llamado Bob & Earl. Por primera vez en años, no aparece la firma de los glimmer twins en una canción.

A partir de los noventa, los Stones se convirtieron en una empresa con mucho éxito. Los viejos rockeros supieron dejar diferencias de lado en pos del dinero. Acaso porque no sirven para otra cosa y todavía no eran lo suficientemente grandes para el retiro, decidieron seguir adelante con el reality show. Sus últimas décadas han estado signadas por su segundo amor, la modelo Patti Hansen, los hijos que tienen juntos y los nietos que le dio Brandon. Cuando no está de gira, vive retirado en un rancho de Connecticut donde lee, toca la guitarra española o cocina. Richards se da hasta el lujo de darnos su receta especial para un puré de papas acompañado por un sofrito de cebolla y salchichas, que en Argentina serían más bien chorizos. En esa tranquilidad, Richards ya no es peligroso. Es el viejo león, el jefe de la tribu. Como si no quisiera dejar ningún frente abierto, personajes como Dylan, Lennon, Clapton, McCartney, Marley, Chuck Berry o Bowie atraviesan el libro, dando cuenta de que Richards se acuerda de todo, sorprendentemente. Sin embargo, fuera de los Stones, son los personajes colaterales los que cuentan, como Jimmy Miller o Allan Parson. En fin. Lo que verdaderamente quise decir, es que Juanse es un careta. Para corroborarlo, alcanza con leer Life de Keith Richards.

domingo, 10 de mayo de 2015

El loco del pelo rojo


«Me llena de alegría recordar la mañana de 1974 en que un joven le hizo un regalo de una asombrosa e indeleble belleza a Nueva York.»
Paul Auster





Philippe Petit paseó por un alambre entre las Torres Gemelas de Nueva York, el 7 de agosto de 1974 durante unos cuarenta minutos -sin pedir permiso a las autoridades- secundado por dos amigos que hicieron de ayudantes y algunos cómplices.  Culminada la proeza, fue arrestado por la policía y esa misma noche lo nombraron ciudadano ilustre. Se considera el crimen artístico más grande del siglo XX. Yo me animo a decir que es el más grande de todos los tiempos. Yo había escuchado eso de los golpes artísticos en la carrera de letras. Recuerdo algunas pocas clases que me sirvieron y otras que agradezco. Puedo decir, por ejemplo, que mi curiosidad de lector no hubiera llegado nunca a leer realmente cosas como El cantar de los Nibelungos, La gesta de Beowulf o La canción de Rolando. Borges –a quien me gusta leer siempre- nombra estas obras varias veces a lo largo de sus ensayos. Hasta les dedica algunas páginas en Literaturas germánicas medievales, pero no le hago caso riguroso a todos los “links” de Borges. La facultad me obligó a leerlas, en forma de fotocopia. Recuerdo La canción… un larguísimo poema de paisajes y acciones rústicas. La cantidad de espadas, caballos y soldados, y de versos que describen hombres a caballo con espadas partiendo al medio –literalmente- a otros hombres a caballo, es abrumadora. Varias veces uno tiene la sensación de estar leyendo el mismo verso. Como cuando nos perdemos en un barrio cerrado y damos vueltas con el auto para cruzar varias veces un puente o notar un farol que se repite. Hay una entendible sensación de fatiga al leerla. Sobre el final, la apoteosis del héroe es acompañada por una tormenta. En el parcial domiciliario no dejé de notar un rasgo de cristianismo en la escena que me tacharon con rojo.
Otra cosa que me quedó dando vueltas en la cabeza es la llamada convención de la cuarta pared, que se usa en teatro para definir esa supuesta pared que da al público y que los actores juegan a ignorar, como si nadie los viera. Una vez fui a ver una obra teatral rara donde los actores hablaban con el público o entraban por cualquier parte. No había butacas y la obra transcurría en distintos ambientes de una casa enorme que tenía pisos de madera que rechinaba a medida que los asistentes caminábamos entre ambientes. Me dije que la convención de la cuarta pared allí no existía. O los escritores habían querido abolirla o la convención no los había previsto. No terminé de ver la obra. Terminamos con una turista suiza –que hablaba bastante bien el castellano- fumando un porro en un jardín lateral, donde recuerdo una pérgola. Me contó que trabajaba de policía.
Recuerdo también que una vez una profesora empezó a hablar de unos franceses que en el siglo XIX salían a la calle y cometían pequeñas contravenciones que hacían pasar por artísticas. En su momento me pareció genial. Por ejemplo, un grupo de artistas se proponía intervenir las calles de la ciudad cambiando los nombres y las direcciones de lugar. Salían de noche, se dividían algunos barrios, y se pasaban horas dando vuelta señales, intercambiando postes, disimulando números con pintura y tomando vino. En el siglo XX, un artista pinto el Sena de verde durante un día, tirando litros de colorante en el curso alto. Cosas así. Lo de las calles, hoy en día, lejos de parecerme genial me parece una idiotez. Alguien podría estar buscando un hospital de urgencia y terminar sin quererlo en la otra punta de la ciudad. La obra, en todo caso, no se explica a partir de unos trasnochados: como el mingitorio de Duchamp, donde el autor nos dice “esta es mi obra, ok, pero no la hice yo, la hizo la cultura y la industria y la hacen ustedes al utilizarla. Yo cambio las cosas de lugar nada más”. Warhol, si no me engaño, adhirió a esa escuela.



I-sat me ha deparado muy buenas películas y documentales durante las madrugadas de insomnio. Una de ellas es Man on wire, dirigida por James Marsh y ganadora del Oscar al mejor documental. En verdad está muy bien hecho. Tanto, que no sé si escribir sobre el documental o sobre el hombre. He sentido el impacto de la obra. No es la biografía de un hombre en un sentido estricto. Es más bien la biografía de un hecho en la vida de un hombre. Un hecho que lo transforma en un semidiós. Entonces para mí Petit y el documental son una misma cosa. Para ordenarme, y partiendo del documental, lo mejor –lo inevitable- será hablar de Petit, ese gigante de un metro sesenta de altura y cincuenta kilos. Ese loco de pelo rojo.

Todo comenzó una fría tarde de invierno en París, cuando Phillipe Petit – que tenía 17 años-  ojeó una revista en la sala de espera de un dentista. Allí se anunciaba la construcción en Nueva York del World Trade Center, cuyas torres gemelas serían las más altas jamás construidas. El propio Petit cuenta en el documental cómo fingió toser para poder arrancar la página y salir de allí a toda velocidad, sin ver al dentista.
Petit era un equilibrista autodidacta desde temprana edad. En el documental cuenta como ni sus padres ni sus profesores podían convencerlo en su niñez de que no se trepara a las cosas. Era más fuerte que él. Con el tiempo, específicamente, se convirtió en funambulista: aquel que hace acrobacias sobre una cuerda o alambre suspendido a cierta altura del suelo.  Su máxima pasión era ir y venir, a grandes alturas, por una cuerda tensada. Al ver el anuncio, supo que esas torres serían construidas para que él paseara entre ellas. Dios le estaba guiñando un ojo. El objeto de sus sueños, que aún no existía, era sin embargo tangible. A partir de allí, esa sería su obsesión.
Ya pensando en su proeza, imaginando la sensación incomparable de caminar a tanta altura –con 417 metros, eran la construcción más alta que el mundo conocería- reclutó a unos amigos para que le dieran una mano. Uno de ellos -amigo de la infancia que en documental es uno de los que cuenta la historia, ya canoso, decisivo en la ejecución del plan-, es Jean-Louis, quien junto a Jean-François fueron tan parte del golpe como lo fue Petit. Las imágenes de la construcción de las torres se entremezclan con imágenes de Petit joven, corriendo por una cuerda floja instalada en el fondo de un jardín, mientras sus amigos y su novia lo miran. El amor de la chica es inmenso y se somete a Petit: él la lleva sobre su espalda mientras camina por una cuerda a varios metros del suelo. Se ríen juntos, parecen niños que juegan y eso nos conmueve y nos perturba a la vez. No lo olvidemos: son chicos que han dejado apenas ayer de ser adolescentes.
Un día, a Petit se le ocurre calentar motores y camina por las alturas del puerto de Sídney. Terminaba ya la década. Nunca sabremos qué pensaba un francés como él de la llegada del hombre a la luna. Lo que sí nos cuenta en el documental, es que volviendo de Australia, leyó en un diario que el World Trade Center se inauguraría el 23 de diciembre de 1970. ¡Ya casi estaba terminado! Faltaban los últimos pisos. Petit no cabía dentro de sí.

Tratándose del reto más grande de su vida, puso manos a la obra con la mayor de las seriedades: decidió emprender una serie de viajes a los Estados Unidos para ver de cerca las torres. En el primero de ellos, cuenta que quedó verdaderamente entusiasmado. Sus amigos estaban completamente aterrorizados. En vano trataron de disuadirlo. Petit ya sentía que su corazón latía con la música de los felices. En otro de sus viajes, se hizo pasar por periodista de una reconocida publicación francesa de urbanismo, Metrópoli, con la excusa de entrevistar a los obreros. En otra, alquiló un helicóptero y tomo fotografías que más tarde, ya de vuelta en París, le permitieron armar una maqueta. En el segundo viaje, Petit cuenta que se pasó todos los días que estuvo en Nueva York, adentro de las torres o dando vueltas alrededor, haciendo anotaciones en libretas, cuadernos, tomando fotografías. Era un espía en el total sentido de la palabra.
En uno de esos viajes, el subdirector de investigación del departamento de seguros del estado de Nueva York, Barry Greenhouse, reconoce a Petit y se confiesa su admirador. Le cuenta que lo vio actuar en París, caminando sobre la catedral de Notre Dame. Barry Greenhouse pasará a ser esencial. Petit lo convence de ayudarlo, de ser parte del golpe. Greenhouse, de espíritu innovador, se deja llevar. Piensa que puede ser una gran publicidad para las torres.
El plan era subir todo el equipo hasta el piso ochenta y dos –la planta ocupada más alta de la segunda torre- y guardarlo ahí, con la complicidad de Barry. Desde ese piso lo subirían ellos mismos hasta el ciento cuatro. Petit recuerda que por error, el equipo fue subido inmediatamente al montacargas. Nadie se había fijado qué era. Antes de que se dieran cuenta, gritó ¡piso ciento cuatro! al operario de turno. Ese mismo día, sin esperarlo, el equipo había llegado a destino. Fue un verdadero golpe de suerte.
Petit sube con su amigo Jean-Louis y un cómplice australiano al piso ciento cuatro por escalera, para recoger el equipo y subir finalmente a la terraza. El australiano desertará a último momento y bajará los ciento cuatro pisos por escalera, feliz. Oyen a un guardia y se esconden largas horas bajo una lona. Están más cerca que nunca, pero la exigida quietud y el silencio son un suplicio no previsto. El corazón se les sale por la boca.
En la otra torre, Jean-Louis espera la señal. Ayudarán a tensar el cable por el que caminará Petit. Para lograrlo, idearon arrojar una flecha con hilo de pescar, atado a su vez a una cuerda de nylon, que luego iría enganchada, sí, al cable de acero.
Jean-Louis está preparado para disparar la flecha. Petit le hace la seña. Dispara y la flecha se pierde en la oscuridad. Petit se desnuda para ver si siente en su piel el hilo de pesca. Encuentra la flecha en un vértice de la torre, apenas agarrada. Tirando despacio al principio, con más fuerza después, comienza a subir el cable. Tarda media hora. El sol ha salido y Petit está exhausto. Entumecido por haber estado tanto tiempo debajo de la lona. Sus brazos agotados por el pesado e interminable cable de acero.
Cuando todo está listo, Petit se cambia. Se viste con unas mallas negras. Su semblante, ni bien empieza a caminar en el aire, es el de una máscara. Su concentración es extrema. Es un funambulista ahora, estudiando su cable. El más difícil, el más soñado, y acaso el peor puesto. De pronto, sonríe como un niño. Sabe todo lo que tiene que saber ya. Es un día nublado, hay apenas viento. Él es feliz. Y empieza a actuar. Simplemente hace lo suyo, con inusitada gracia. Jean-Louis llora al recordar la paz que sintió al ver que su amigo sonreía, porque le había agarrado encontrado la vuelta al cable. Durante cuarenta minutos, camina de un lado al otro. Se arrodilla, corre, salta, se sienta, se acuesta y toma un descanso. Un avión pasa muy cerca, una hermosa foto en blanco y negro lo registra. Dios, que desde el vamos estuvo de acuerdo con Petit, le manda una gaviota que lo sobrevuela apenas y con la que Petit hace que charla. Petit es libre allí. Camina por ese cable con la seriedad de un niño que juega. Sus amigos disfrutan con él. Jean-Louis ve hacia abajo la multitud que se ha agolpado, donde están su novia y Barry Greenhouse. Es bueno ver cómo Petit hace con las Torres magia, y las convierte de pronto en algo que es un juego, lejos del trabajo para el que fueron levantadas. Pero llegan el sargento de la policía portuaria Charles Danields y el agente Mayers. Danields lo llamará luego, ante las cámaras de televisión, bailarín. Eso no era sólo un equilibrista. Era alguien que bailaba. Al llegar, no saben qué hacer, cómo reaccionar frente a un tipo que camina por un cable de acero a más de 400 metros del suelo. Si lo tocan, lo mandan al muere y ellos van presos. Petit se les ríe en la cara. Le gritaban y él corría para el otro lado. Les sacaba la lengua o les ponía caras. Danields dice que sabía que estaba viendo algo que nadie más vería en otro lado del mundo. Sabía que era único. Así –como un jefe Gorgory de la gran manzana- lo deja hacer. Cuarenta y cinco minutos en los cuales recorrió ocho veces el cable, y que parecían no bastarle a Petit. Ya apretados por la policía, sus amigos le gritaron que ya estaba bien. Era mucho tiempo. Así que les hace caso y camina por última vez hacia la terraza, donde lo esposan por la espalda y lo bajan casi a patadas, entre un mar de gente.
Petit cuenta que le dolía que todos le preguntaran “¿por qué lo hizo?”, cuando en realidad no había un porqué, salvo el arte. Lo mandan a un manicomio para una pericia psiquiátrica.  La policía no se toma a broma la cosa. Petit es acusado de allanamiento y alteración del orden público. El fiscal del distrito le ofrece un trato: una actuación para niños a cambio de retirar los cargos. Petit acepta y esa misma noche –Dios la hizo completa- se coge una mina que se le había acercado para decirle que lo admiraba. Se vuelve, de allí en más, famoso, y en Nueva York una celebridad. El World Trade Center le extiende una entrada permanente a él y sus invitados. Pero el juez ordena su expulsión del país. Al volver a Francia, su fama es grande. Se separa de sus amigos y su novia. Cambia de rumbo, pues ha invertido seis años para planear algo que ya está hecho. ¿Y ahora qué?