En un cuento de Borges, titulado El encuentro, hay lo que para mí es una
de las oraciones mejor logradas y más intensas de la literatura argentina, la
cual es una manera acotada de postular la literatura del mundo. Esa oración es
funcionalmente perfecta dentro de la trayectoria del cuento. Tanto, que la
trama no podría llegar a su clímax sin esas diez palabras:
“Alguien, dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban”
V.S. Naipaul –el escritor del que todos prefieren
estar lejos- supo por influjo de su padre que la eficacia de una oración radica
en su economía: “evita escribir frases largas; una frase no debería tener más
de diez o doce palabras”. No creo que Borges haya leído a Naipaul, pero ha
practicado aquella premisa. El encuentro,
como muchos de sus cuentos, juega con la idea de que al destino le agradan
las repeticiones. El destino, para Borges, es anular, estoico, circular, pero
también es como el río de Heráclito, que va hacia adelante y que nunca es el
mimo río. Parece no importarle tanto la sustancia del tiempo como su concepto,
acaso porque entrevió que dedicarse a lo primero es fatigar lo absurdo. Lo
segundo, la manera de percibirlo, es materia de filosofía y, acaso, el
principal problema de la metafísica. Según Borges, muchas veces el destino es,
de alguna manera, platónico, pues importa un orden y la figuración de
arquetipos. Si no me equivoco, en ideas como la de que el ruiseñor de Keats es
el mismo pájaro cantado por Homero, o dicho de otro modo no es esencialmente
distinto, está también el influjo de Schopenhauer.
Para Borges, siempre, el destino tiene la condición
de la fatalidad. Algo así como la prepotencia de la consumación. Tarde o
temprano, lo que ocurre precisamente lo hace porque tenía que ocurrir.
Postulado un plazo eterno, todas las cosas van a pasar. Pensado de esa manera,
que la eternidad amase cada tanto un Cervantes, no debiera asombrarnos. En
otros cuentos –se me ocurre El jardín de
los senderos que se bifurcan- el destino es un plan, una larga y difundida
escena donde seríamos parte de una serie de actores. El famoso poema que le
dedica al ajedrez, donde en realidad se está preguntando quién está detrás de
nuestra existencia. A veces la fatalidad ocurre solo porque tenía que ocurrir.
También Borges tomaba la fatalidad como si no tuviera un fin último dado, y tampoco
consultaba la posibilidad de un dios como artífice o autor de la larga escena
de la creación: es improbable que todo aquello que ocurra tenga un propósito,
pero de todas maneras ocurre. La precisa y esquemática dialéctica de Hegel nos
enseña que nada tiene fin, sino que actúa como parte de un comienzo.
El encuentro tiene
un argumento basado precisamente en la fatalidad, la reiteración, el destino y,
finalmente, el tiempo. Este es uno de esos cuentos con la idea de un destino
que se cumple inevitablemente. La trama parece
dejarnos la sensación de que lo que no ocurre en un momento ocurrirá en otro,
en un tiempo posterior, y que tal vez haya ocurrido también antes, bajo otras
formas y con otros nombres. No estoy cometiendo la torpeza de querer destacar
algo notorio; más bien estoy tratando de conciliar dos pensamientos que
difieren y que Borges sintetiza, acaso porque ambos le agradan: el del tiempo que
va para adelante, como una flecha, y el del eterno retorno. Con esa misma idea
juega el cuento La otra muerte y, si
no me engaño, también El milagro secreto,
aunque de un modo más indirecto y eficaz. En ellos, el tiempo no es lineal.
En El
encuentro, un hecho que debió ser y no fue, por un sinfín de motivos
imprevistos, queda pendiente en el tiempo hasta que por fuerzas inexplicables
–que se nombran con la palabra dios o destino y que se sienten con la desazón
de la fatalidad- ocurre finalmente. Si algo no ocurre en un momento dado pero
ocurre después, automáticamente asociamos a ello la idea de un tiempo lineal,
secuencial, donde las cosas pasan de “una a la vez”. Discutimos menos con esas
nociones, porque la idea de un tiempo compuesto de momentos secuenciados nos
parece habitual a nuestra razón. Ahora, si nos dijeran que un hecho que se
posterga para cumplirse, se repite y se posterga y se cumple infinitamente, nos
parece que dios es irracional o que no existe o –lo peor de todo- que existe y que
es raro.
En el cuento, dos cuchilleros, Almanza y Almada,
que podemos ubicar hacia finales del siglo XIX, se odian porque la gente
confunde sus nombres. Se buscan para batirse a duelo por toda la provincia. La geografía
de Borges es imprecisa, como la del Corto Maltes, y por eso más eficaz. Para
él, la pampa es más grande que el mundo; es la esfera de Pascal, cuya
circunferencia está en todos lados y su centro en ninguna. Hay otro cuento –Utopía de un hombre que está cansado-
donde Borges trae a la memoria unos versos de un tal Uribe que grafican esos
límites presuntos: “en medio de la pánica llanura y muy cerca del Brasil”.
Almanza iba siempre armado con un cuchillo que en
la hoja tenía el dibujo de un arbolito. Almada, llevaba uno con un gavilán en
forma de U. Diversos asuntos demoran y finalmente impiden el duelo. Uno muere
asesinado y el otro de viejo, en un hospital de pueblo. Ambos cuchillos –cuando
sus dueños ya son polvo- los adquiere un chacarero que también es
coleccionista. Hasta la quinta de este, llamada “Los laureles”, va una noche
Borges con diez años y su primo Lafinur. Aquí la geografía es aún más
imprecisa. Borges recuerda que el asado al que fueron “convidados” se hizo en
esa quinta, en algún lugar del norte. No puede ajustarse a una topografía, pero
nos sugiere pensar en “uno de esos pueblos del norte, sombreados y apacibles,
que van declinando hacia el río y que nada tienen que ver con la ciudad y su
llanura”. Es decir, nos saca de la pampa. Para dar la idea de una distancia,
dice que viajaron en tren; su memoria de niño nos dice que el viaje fue largo
pero también que los niños perciben el tiempo de otra manera. El nombre
“Pergamino” aparece dos o tres veces, pero entiendo que es allí donde ejercía
una guapeza electoral uno de los cuchilleros o donde también tenía el dueño de
“Los laureles” unos campos.
Después del asado, dos hombres que se conocían,
borrachos, discuten. Uno, de nombre Uriarte, pendenciero y maleducado, acusa a
otro, llamado Duncan, sereno y juicioso, de haber hecho trampa mientras jugaban
al truco. El desaforado alcohol precipita las cosas. Los insultos ceden a los
golpes. Uriarte, el iniciador del conflicto, reta a duelo a Duncan, que se
niega. Está a punto de cumplirse o impedirse un duelo. Entonces: “alguien, dios
lo perdone, hizo notar que armas no faltaban”. Borges, con apenas unas
palabras, nos describe de cuerpo entero a ese miserable, que actúa metiendo la
cola como lo haría el diablo en lugar de que la vida continúe. Esa voz es la
misma que levantó el teléfono para decirle a los nazis que, en una casa de
Ámsterdam, se escondía una familia judía de apellido Frank. No es casual, creo,
que no se nombre a quien habla. Borges le da una voz para decir lo peor. Al
usar una categoría tan impersonal como “alguien”, nos previene también que se
trata de un innombrable o de que “alguien” puede ser cualquiera en cualquier
tiempo y lugar, incluso nosotros. El diablo habla por muchas bocas. La alusión
a que dios –no los hombres- lo perdone por haber sido el que conduce al duelo
en vez de disuadirlo, magnifica el canallesco error de ese “alguien”. También
nos hace creer en que no todo está en los planes de dios y que el duelo no
tenía que hacerse y que dios deberá perdonar a ese alguien que abrió la boca en
vez de llamarse a silencio. Más vale pensar en ese alguien como el mal
necesario para la consumación del destino sin sentido. Un Judas, digamos, a
quien dios deberá perdonar porque sin él, no hay destino ni redención para los
hombres.
Como se ve, lo que importaba en cada pequeña cosa
de esa noche, la carne asada, el cielo estrellado, el alcohol, los naipes, la
vitrina donde el dueño lucía los cuchillos con el gavilán y el arbolito, eran
el duelo pendiente entre dos muertos. Los cuchillos –no Duncan ni Uriarte-
pelearon. Borges dice: “en su hierro dormía y acechaba un rencor humano”.
El destino se cumple como si los hombres no
importaran. Acaso Dios ha perdonado al que habló, porque era tan solo una pieza
en la larga e inevitable trama. Como anécdota de una patria que se muere y otra
que se vislumbra, tal vez de un modo romántico, Borges escribe que en el duelo
muere el educado, Duncan. Uriarte gana porque ganan los bárbaros. Uriarte
matando a Duncan es Almada matando a Almaraz, pero también es Caín matando a
Abel, Bruto a César o, con una mitología más pobre, Ramón Valdés Cora disparando
sobre Lisandro de la Torre en el Senado de la Nación.