domingo, 5 de julio de 2015

Taller literario

Buscando videos en youtube encontré un programa llamado “Taller literario” en el que se invita a diferentes escritores para que hablen de los diez libros que componen su canon personal, digamos su mapa de lectores.  Lo bueno del programa es que te hacía pensar en tu propio mapa de libros, más que curiosear las lecturas de escritores que también lees. Te obliga a armar una lista rápida y arbitraria de lecturas que te marcaron donde se incluyen –con una mano en el corazón a modo de honestidad- cosas que ya no lees hace mucho. La mía estaría formada –por orden de aparición- así:

1)      Historietas de editorial Perfil y Columbia como El toni, D’Artagnan, Intervalo, publicaciones de ciencia popular como Conocer y saber o Muy interesante y las Selecciones del Reader Digest. Esas fueron mis primeras lecturas. Como mi abuelo era taxista –taxi que conducía a veces mi papá cuando las cosas no iban bien- compraba estas lecturas para matar el tiempo en las paradas. Yo tenía unos ocho años y pasaba tardes enteras leyendo una y otra vez las revistas. Leí también Patoruzú, Isidoro, Hijitus, Afanancio. Esto despertó dos vectores en mi vida: las lecturas de ficción y las lecturas de tono más enciclopedista, esa cultura al alcance de todos los que no tienen cultura.
2)      Las novelas de Julio Verne, que son los libros con los cuales enganché definitivamente la onda de leer ficción y disfrutar de historias. Tendría unos once años. Recuerdo que leí la colección Robin Hood, la de tapas amarillas. En mi casa estaba La cabaña del tío Tom y la leí también. A Verne me lo “presentó” una maestra de quinto grado, la señorita Edith. Una semana antes de las vacaciones de invierno, trajo de su casa toda esa colección de libros amarillos en un bolso. Los dejó sobre su escritorio y nos pidió que pasáramos de a uno y tomáramos el que más nos llamara la atención. Teníamos que leerlo en vacaciones y escribir una redacción hablando de qué nos había parecido. Yo me llevé Veinte mil leguas de viaje submarino. Durante las dos semanas de vacaciones, metido en la lectura –iba a poner sumergido- casi no hablé con mi familia.
3)      Los cuentos y novelas de Cortázar. Particularmente sus cuentos, entre los diecisiete y los veinte años, me parecían magistrales. Para un cumpleaños me dieron plata porque necesitaba una campera. Tomé un colectivo al centro y volví con los dos tomos de sus cuentos completos que publicó Alfaguara. Roberto Arlt me gustaba mucho también, por salvaje y enroscado. Sobre todo sus novelas El juguete Rabioso y Los siete locos. Adoré a Silvio Astier, personaje central de la primera. El gran antihéroe de las letras argentinas. Arlt escribe como si no le importara, aunque en sus Aguafuertes descubrí que es más bien todo lo contrario.
4)      Juan Carlos Onetti. Sus cuentos y novelas, hasta el día de hoy, son de los que más admiro y envidio. Nadie describe una atmósfera ni un carácter, en el Río de la Plata, como Onetti. Es posiblemente el mejor novelista y por suerte, siempre fue demasiado denso y amargado para esa boludez del boom.
5)      Kafka.
6)      Bomarzo de Mujica Láinez fue algo que amé y admiré a medida que lo fui leyendo. Es mi novela preferida. Tengo una historia linda con ese libro: pasé por una casa de usados y lo vi. Nunca lo había sentido nombrar, pero el título me encantó. Me gustan mucho los títulos de una sola palabra. Lo compré y lo comencé tiempo después. No pude parar. Me gustaba tanto, que demoré su lectura. Lo estaba devorando y, para no terminar ese placer, me dije que tenía que dosificarlo. Cuando llegué al final, lloré. Nunca me pasó con otra obra, salvo el David de Miguel Ángel que, cuando lo vi, me conmovió. Bomarzo era una ópera descomunal, una historia increíble y con una arquitectura ardua. Como diría Pessoa, lamento haberlo leído, porque ya no puedo volver a leerlo por primera vez. Un grande entre los grandes, con este novelón, Mujica Láinez.
7)      Otro libro importante, no como libro en sí sino como sistema literario, fue El libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Podría decir que con este libro –con los aforismos y la poesía de Pessoa- aprendí a leer ensayo. Tuve que dejar de leerlo porque el pathos de Pessoa como escritor, especialmente en este libro, es vampírico. El libro del desasosiego es una biblia negra de la melancolía. Vuelvo a él, ahora, muy de vez en vez.
8)      Antonio Di Benedetto. Todos sus cuentos y las tres novelas. Tiene uno de los mejores cuentos que leí: El juicio de Dios. Nada que ver con Mujica Láinez. Ni en temas ni en formas de escribir.
9)      Todos los libros de Fabián Casas, que forman una sola gran pequeña obra en construcción con la que no siempre estoy de acuerdo. Discutir con esos pequeños libros es lo más interesante. Me gusta mucho su poesía.
10)   Raymond Carver. Es uno de los mejores cuentistas del siglo XX. Sin embargo, fue su poesía bipolar la que me voló la cabeza y me ayudó a leer a otros poetas como Larkin o Brodsky. También, a escribir mi propia poesía como si fuera algo más cercano a una prosa fragmentada y no las boludeces de Neruda o Benedetti.  
11)   John Cheever. Casi todos sus cuentos, que son geniales. Pero sus Diarios, publicados después de su muerte, son la gran novela que los norteamericanos jamás encontraron.
12)   Desde el punto 4 en adelante, siempre Borges. Creciendo, mutando, pero siempre ahí. Sobre todo el Borges más lateral, el de los pequeños ensayos y artículos o notas que escribía para ganarse un sueldo. Borges va más allá de los volúmenes que escribió. No hizo sólo libros. Creó un sistema de literatura, como también Kafka creó uno. Borges es una máquina increíble donde caben todo tipo de ficciones y que resiste los embates de Viñas o Pauls. Me encantaría ser progre y cool y decir que Borges no me importa, pero la verdad es que no me da la cara.

Son doce, no diez. Me pasé por dos, ¿y? Es también una lista asimétrica. A lo largo de la vida son cientos los libros que nos marcan. Es muy probable que si yo hiciera esa lista en otro momento, los nombres y títulos cambien. Dentro de una semana, acaso pueda decir que yo no tengo nada que ver con esos autores y libros que mencioné. ¿Por qué? Me gusta más leer que escribir. ¿Y por qué escribo? Creo que escribo por reflejo, como quienes admiran la música y un día quieren formar una banda para tocar en bares o los que van a jugar una o dos veces por semana al fútbol con amigos, porque hubieran querido ser futbolistas. Soy un agradecido lector, además. Me encontré a lo largo de mi vida –comencé de chico a leer historietas y las Selecciones del Reader Digest- con muchos libros y textos que me sirvieron para vivir en sociedad, para aceptarme a mí mismo y a los demás. Leo, ante todo, por un inexplicable placer. Pero las lecturas –las buenas y las malas- inevitablemente dejan algo que después, tarde o temprano, aparece en nuestras vidas de un modo tangencial.
Cuando sos chico todavía, pero la lectura se instaló ya como un hábito, buscás escritores que reafirmen de algún modo tu forma de ser. Cuando tenía veinte años y sentía el peso del mundo como algo irreparable, me gustaba leer a Onetti. Él veía y sentía el mundo al igual que yo. Él veía a las personas como yo las veía en ese entonces: como un asco. Con el tiempo –y también porque las necesidades cambian- uno lee otras cosas, a veces en la vereda opuesta de nuestro pensamiento o alejados de nuestro gusto. A veces, dentro del canon que nos hemos formado sin darnos cuenta, aparece un escritor que deberíamos aplaudir de pie –porque nos gusta lo raro- y sin embargo nos hace ruido. Ese autor al que todos leen y sobre el que todos discuten ya medio borrachos en una mesa y que a vos no logra gustarte, como los primeros discos de Pink Floyd. Me pasa con Osvaldo Lamborghini, por ejemplo.
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Las lecturas de Julio Verne –sobre todo Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino- y la primera versión de King Kong en blanco y negro, que canal 8 de Mar del Plata pasó una noche, me indujeron a querer escribir un relato de aventuras. Compré un cuaderno rayado y un lápiz en el kiosco de la escuela. Nunca lo terminé. Recuerdo que mi técnica o estilo era demorarme en la descripción de una isla, de los hombres y mujeres del barco que naufraga, de los nativos y de los monstruos dinosáuricos que poblaban el lugar. Se lo mostré a una maestra. Me dijo dos cosas: que tenía horrores de ortografía y que leyera a Emilio Salgari. Fue la primera vez que escuché El corsario negro o Los tigres de la Malasia. Años más tarde intenté escribir un cuento. Fue una especie de remake o robo de un cuento de Edgar Allan Poe llamado El corazón delator, el que me había impresionado. Recuerdo una parte cuando el sirviente abre la puerta de la habitación donde duerme su amo, y con una luz de vela ilumina el ojo de vidrio abierto del viejo. Los mejores escritores son los que hoy me generan incomodidad o incertidumbre. Esos sobre los cuales Fogwill dijo que impresionaba lo bien que escribían “escribiendo mal”.