Buscando videos en youtube encontré un programa llamado
“Taller literario” en el que se invita a diferentes escritores para que hablen
de los diez libros que componen su canon personal, digamos su mapa de
lectores. Lo bueno del programa es que
te hacía pensar en tu propio mapa de libros, más que curiosear las lecturas de
escritores que también lees. Te obliga a armar una lista rápida y arbitraria de
lecturas que te marcaron donde se incluyen –con una mano en el corazón a modo
de honestidad- cosas que ya no lees hace mucho. La mía estaría formada –por
orden de aparición- así:
1)
Historietas de editorial Perfil y Columbia como El toni, D’Artagnan, Intervalo,
publicaciones de ciencia popular como Conocer
y saber o Muy interesante y las Selecciones del Reader Digest. Esas
fueron mis primeras lecturas. Como mi abuelo era taxista –taxi que conducía a
veces mi papá cuando las cosas no iban bien- compraba estas lecturas para matar
el tiempo en las paradas. Yo tenía unos ocho años y pasaba tardes enteras
leyendo una y otra vez las revistas. Leí también Patoruzú, Isidoro, Hijitus, Afanancio. Esto despertó dos vectores
en mi vida: las lecturas de ficción y las lecturas de tono más enciclopedista,
esa cultura al alcance de todos los que no tienen cultura.
2)
Las novelas de Julio Verne, que son los libros
con los cuales enganché definitivamente la onda de leer ficción y disfrutar de
historias. Tendría unos once años. Recuerdo que leí la colección Robin Hood, la
de tapas amarillas. En mi casa estaba La
cabaña del tío Tom y la leí también. A Verne me lo “presentó” una maestra
de quinto grado, la señorita Edith. Una semana antes de las vacaciones de
invierno, trajo de su casa toda esa colección de libros amarillos en un bolso.
Los dejó sobre su escritorio y nos pidió que pasáramos de a uno y tomáramos el
que más nos llamara la atención. Teníamos que leerlo en vacaciones y escribir
una redacción hablando de qué nos había parecido. Yo me llevé Veinte mil leguas de viaje submarino. Durante
las dos semanas de vacaciones, metido en la lectura –iba a poner sumergido-
casi no hablé con mi familia.
3)
Los cuentos y novelas de Cortázar.
Particularmente sus cuentos, entre los diecisiete y los veinte años, me parecían
magistrales. Para un cumpleaños me dieron plata porque necesitaba una campera.
Tomé un colectivo al centro y volví con los dos tomos de sus cuentos completos
que publicó Alfaguara. Roberto Arlt me gustaba mucho también, por salvaje y
enroscado. Sobre todo sus novelas El
juguete Rabioso y Los siete locos.
Adoré a Silvio Astier, personaje central de la primera. El gran antihéroe de
las letras argentinas. Arlt escribe como si no le importara, aunque en sus
Aguafuertes descubrí que es más bien todo lo contrario.
4)
Juan Carlos Onetti. Sus cuentos y novelas, hasta
el día de hoy, son de los que más admiro y envidio. Nadie describe una
atmósfera ni un carácter, en el Río de la Plata, como Onetti. Es posiblemente
el mejor novelista y por suerte, siempre fue demasiado denso y amargado para
esa boludez del boom.
5)
Kafka.
6)
Bomarzo de
Mujica Láinez fue algo que amé y admiré a medida que lo fui leyendo. Es mi
novela preferida. Tengo una historia linda con ese libro: pasé por una casa de
usados y lo vi. Nunca lo había sentido nombrar, pero el título me encantó. Me
gustan mucho los títulos de una sola palabra. Lo compré y lo comencé tiempo
después. No pude parar. Me gustaba tanto, que demoré su lectura. Lo estaba
devorando y, para no terminar ese placer, me dije que tenía que dosificarlo.
Cuando llegué al final, lloré. Nunca me pasó con otra obra, salvo el David de
Miguel Ángel que, cuando lo vi, me conmovió. Bomarzo era una ópera descomunal, una historia increíble y con una
arquitectura ardua. Como diría Pessoa, lamento haberlo leído, porque ya no
puedo volver a leerlo por primera vez. Un grande entre los grandes, con este
novelón, Mujica Láinez.
7)
Otro libro importante, no como libro en sí sino
como sistema literario, fue El libro del
desasosiego de Fernando Pessoa. Podría decir que con este libro –con los
aforismos y la poesía de Pessoa- aprendí a leer ensayo. Tuve que dejar de
leerlo porque el pathos de Pessoa como escritor, especialmente en este libro,
es vampírico. El libro del desasosiego es
una biblia negra de la melancolía. Vuelvo a él, ahora, muy de vez en vez.
8)
Antonio Di Benedetto. Todos sus cuentos y las
tres novelas. Tiene uno de los mejores cuentos que leí: El juicio de Dios. Nada que ver con Mujica Láinez. Ni en temas ni
en formas de escribir.
9)
Todos los libros de Fabián Casas, que forman una
sola gran pequeña obra en construcción con la que no siempre estoy de acuerdo.
Discutir con esos pequeños libros es lo más interesante. Me gusta mucho su
poesía.
10)
Raymond Carver. Es uno de los mejores cuentistas
del siglo XX. Sin embargo, fue su poesía bipolar la que me voló la cabeza y me
ayudó a leer a otros poetas como Larkin o Brodsky. También, a escribir mi
propia poesía como si fuera algo más cercano a una prosa fragmentada y no las
boludeces de Neruda o Benedetti.
11)
John Cheever. Casi todos sus cuentos, que son
geniales. Pero sus Diarios,
publicados después de su muerte, son la gran novela que los norteamericanos
jamás encontraron.
12)
Desde el punto 4 en adelante, siempre Borges.
Creciendo, mutando, pero siempre ahí. Sobre todo el Borges más lateral, el de
los pequeños ensayos y artículos o notas que escribía para ganarse un sueldo.
Borges va más allá de los volúmenes que escribió. No hizo sólo libros. Creó un
sistema de literatura, como también Kafka creó uno. Borges es una máquina
increíble donde caben todo tipo de ficciones y que resiste los embates de Viñas
o Pauls. Me encantaría ser progre y cool y decir que Borges no me importa, pero
la verdad es que no me da la cara.
Son doce, no diez. Me pasé por dos, ¿y? Es también una
lista asimétrica. A lo largo de la vida son cientos los libros que nos marcan.
Es muy probable que si yo hiciera esa lista en otro momento, los nombres y títulos
cambien. Dentro de una semana, acaso pueda decir que yo no tengo nada que ver
con esos autores y libros que mencioné. ¿Por qué? Me gusta más leer que
escribir. ¿Y por qué escribo? Creo que escribo por reflejo, como quienes
admiran la música y un día quieren formar una banda para tocar en bares o los
que van a jugar una o dos veces por semana al fútbol con amigos, porque
hubieran querido ser futbolistas. Soy un agradecido lector, además. Me encontré
a lo largo de mi vida –comencé de chico a leer historietas y las Selecciones del Reader Digest- con
muchos libros y textos que me sirvieron para vivir en sociedad, para aceptarme
a mí mismo y a los demás. Leo, ante todo, por un inexplicable placer. Pero las
lecturas –las buenas y las malas- inevitablemente dejan algo que después, tarde
o temprano, aparece en nuestras vidas de un modo tangencial.
Cuando sos chico todavía, pero la lectura se
instaló ya como un hábito, buscás escritores que reafirmen de algún modo tu
forma de ser. Cuando tenía veinte años y sentía el peso del mundo como algo
irreparable, me gustaba leer a Onetti. Él veía y sentía el mundo al igual que
yo. Él veía a las personas como yo las veía en ese entonces: como un asco. Con
el tiempo –y también porque las necesidades cambian- uno lee otras cosas, a
veces en la vereda opuesta de nuestro pensamiento o alejados de nuestro gusto.
A veces, dentro del canon que nos hemos formado sin
darnos cuenta, aparece un escritor que deberíamos aplaudir de pie –porque nos gusta
lo raro- y sin embargo nos hace ruido. Ese autor al que todos leen y sobre el
que todos discuten ya medio borrachos en una mesa y que a vos no logra gustarte,
como los primeros discos de Pink Floyd. Me pasa con Osvaldo Lamborghini, por
ejemplo.
.
Las lecturas de Julio Verne –sobre todo Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino- y
la primera versión de King Kong en
blanco y negro, que canal 8 de Mar del Plata pasó una noche, me indujeron a
querer escribir un relato de aventuras. Compré un cuaderno rayado y un lápiz en
el kiosco de la escuela. Nunca lo terminé. Recuerdo que mi técnica o estilo era
demorarme en la descripción de una isla, de los hombres y mujeres del barco que
naufraga, de los nativos y de los monstruos dinosáuricos que poblaban el lugar.
Se lo mostré a una maestra. Me dijo dos cosas: que tenía horrores de ortografía y que leyera a Emilio Salgari. Fue la
primera vez que escuché El corsario negro
o Los tigres de la Malasia. Años más
tarde intenté escribir un cuento. Fue una especie de remake o robo de un cuento de Edgar Allan Poe llamado El corazón delator, el que me había
impresionado. Recuerdo una parte cuando el sirviente abre la puerta de la
habitación donde duerme su amo, y con una luz de vela ilumina el ojo de vidrio
abierto del viejo. Los mejores escritores
son los que hoy me generan incomodidad o incertidumbre. Esos
sobre los cuales Fogwill dijo que impresionaba lo bien que escribían
“escribiendo mal”.