viernes, 15 de enero de 2016

Lágrimas en la lluvia

Si analizamos la televisión por cable, vemos que el control remoto representa uno de sus fundamentos. La experiencia de cambiar canales, de fragmentar no sólo las imágenes y el sonido y los contenidos (podemos pasar de un informe sobre drogas a un partido del Real Madrid) sino de fragmentar también el mapa del conocimiento que nos vamos armando, no sería posible sin el control remoto. La idea del rating y la medición de audiencia, sin la posibilidad frenética del cambio de canal, tendrían otro ritmo. Habría menos programas y durarían más tiempo y resurgirían los formatos ómnibus. Debo pues, a un control remoto y a esa práctica quirúrgica del zapping el haber dado una noche, desde mi cama, con una película que recién empezaba. Los títulos anunciaban de entrada a Harrison Ford, que ha sido Han Solo y ha sido Indiana Jones. Otros actores de Hollywood comparten ese poder, esa posibilidad tan particular de la otredad. Uno imagina a Ian McKellen llegando a un coctel y presentándose:
-Hola, qué tal, mi nombre es Ian McKellen pero también soy Gandalf y Magneto.
Me quedé a ver quién sería esta vez Harrison Ford. La respuesta me acompaña hasta hoy: el detective Rick Deckard.

La película –un clásico de culto de la ciencia ficción- era Blade Runner, que me deparó varias felicidades que comenzaron esa misma noche. Su director era Riddley Scott. Dos película suyas, dispares, ya me gustaban sin saber que eran de él: Alien y 1492: La conquista del paraíso, con la actuación en ambas de Sigourneay Weaber. En la primera, como parte de la tripulación de la nave espacial Nostromo, un carguero que llega a una colonia en otro planeta donde ocurren cosas extrañas. En otra, encarnando a la reina Isabel la católica. En Blade Runner, Scott vuelve sobre el mismo tópico de “mundo nuevo” y “orden alterado” donde por momentos el cazador es la presa. En Alien porque la criatura considerada un animal salvaje demuestra ser una máquina de matar. En 1492 porque los españoles, violentos con los nativos, son sin embargo acosados por el medio ambiente y por sus propias intrigas. En Blade Runner el escenario vuelve a ser futurista pero no está tan rigurosamente diseñado. No hay paisajes bucólicos ni criaturas de pesadilla. Hay más bien un futuro que no llega a ser del todo distópico, donde asistimos a una geografía urbana de Los Ángeles que tiene mucho de Tokio o de Beijing. Los asiáticos dominan ese futuro, como en La rosa roja de Nissan de John Holloway. Hay una sociedad global de consumo que se anuncia todo el tiempo en pantallas gigantes y en edificios “inteligentes”. No es el futurismo marciano berreta de Total Recall, película de pobre y elemental argumento. La ciudad que piensa Scott –Los Ángeles 2019- es verosímil. Su arquitectura triunfa sobre la realidad, porque se parece a Nueva York o Tokio, ciudades “globales”. Algunas cosas -como una publicidad de Coca Cola- colaboran para que aceptemos ese futuro. Nada nos cuesta imaginar su continuidad. Pienso que aceptamos ese futuro porque está construido con los familiares elementos del presente. Cabe preguntarse: ¿no habremos construido igual nuestro pasado?
Blade Runner presenta entonces un escenario bien hecho, que aceptamos, pero no se demora en ello. El juego estético es necesario para el argumento y es también el que permitían las condiciones  materiales de 1982. Lo que vale en la película, basada en el libro ¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas? de Phillip Dick, es la condición existencial de los personajes, la forma en la que encajan en el mundo, la manera en la que se valoran entre sí y sobre todo la idea que cada uno tiende de sí mismo y de la vida. Ya en la primera escena somos interpelados, cuando asumimos como propio el interrogatorio al que someten a un recluso llamado León. La prueba, que se llama test de Voight-Kampff, la lleva a cabo un inspector que fuma y toma café. Consiste en una serie de preguntas para determinar si el paciente es o no humano. Hay una mesa, una máquina que mide las funciones vitales al responder analizando el iris, un ventilador de techo. El test arranca así: usted camina por el desierto y encuentra una tortuga dada vuelta, calcinándose al sol. Sin embargo, no la ayuda. ¿Por qué? ¿Por qué, León? León se altera, no sabe qué decir. El inspector le pide que se relaje, es sólo un test. Le pregunta entonces por su madre. León lo asesina.

León es un replicante. Modelo Nexus-6. Es decir, alguien que replica pero no es –a diferencia del actual concepto de clon- un hombre. Es sintético, pues no tiene tras de sí todo el desarrollo y los conflictos humanos. No tiende a la filosofía, más bien a la reacción. El razonamiento es mecánico pero lúcido: ejecutan tareas calificadas en guerras y en colonias del espacio exterior. No poseen recuerdos. Tienen mejoras: son más fuertes que un ser humano promedio y sanan más rápido. Casi no sienten dolor. Su vida útil no supera cuando mucho los cuatro años. La obsolescencia programada también es típica de la industria asiática. Continuamente son reemplazados por la Tyrell Corporation. Su diseñador es un perfecto ñoño llamado J. F. Sebastian que vive en un edificio en ruinas, rodeado de muñecos vivos que él mismo diseñó para que le hagan compañía.

Después de matar al inspector durante la prueba Voight-Kampff, León se escapa junto a otros tres replicantes Nexus-6. Roy Batty, un comando, Zhora, que es una trabajadora sexual entrenada como asesina y Pris, una especie de juguete sexual.  Esta fuga no es producto del oportunismo. Este grupo de prófugos es liderado por el más inteligente y lúcido, Roy Batty. Este replicante es un soldado excepcional, lo que diríamos “un fuera de serie”. Un producto que se salió de la cinta de montaje y se “individuó”. Es interesante leer al personaje de Batty en paralelo a la alegoría de la caverna de Platón -que a su vez poder cruzar con el centralismo de Neo de Matrix- y ver a ese individuo de la especie que hace, en relación al grupo, un salto cualitativo. En este caso, ese salto está dado por la fuerza del despertar simbólico; el descubrimiento de la vida más allá de la vida o la caída del mundo fenoménico que percibimos a través de los sentidos: la realidad no es el mundo de las formas tal y como lo solemos advertir. Inesperada, indeseablemente, estas preguntas empiezan a surgir en la cabeza de Batty y los otros. Así que se escapan y viajan en secreto a la Tierra. Su plan –íntima misión prefigurada por el líder- es dar con su creador y averiguar cuánto tiempo más de vida les queda. A contramano de todos los replicantes, Batty se ha dado cuenta de que morirá. Su personaje exije, para ser verosímil, ese miedo tan humano. Batty ha dejado de ser una cosa en el instante mismo que descubre que ocupa un tiempo histórico, signado por dos fechas: la del nacimiento y la de la muerte.

Alarmados por la fuga –y porque desconocen las intenciones legítimas de la misma- las autoridades llaman al último de los Blade Runner, el detective retirado Deckard. Más tarde, cuando Deckard esté en la jefatura de policía, quedará claro que Blade Runner hace alusión a un pesquisa, un cazador. Lo vemos comer en un puesto callejero chino. Lo aborda Gaff, un policía que se la pasa haciendo pequeñas figuras de papel, esas que los orientales llaman origami. Lo interpreta Edward James Olmos, que se hizo famoso haciendo al teniente Castillo en División Miami. Gaff le informa que su antiguo jefe –llamado Bryant- lo quiere ver porque hay un “trabajo”. Bryant, más tarde, lo pone al tanto de la fuga y del trabajo que debe hacer. Es curiosa la palabra que usa para referirse a los replicantes: “portapieles”. Cosifica lo que en origen ya es una cosa. La otredad es abordada en la película de un modo serio pero a la vez sutil. Es un policial disfrazado de ciencia ficción que nos engaña: nos pone del lado de lo que creemos bueno porque es lo aceptado, y nos hace odiar lo que “tenemos” que odiar. La condición de replicantes pasa a segundo plano para nosotros. Haberse fugado los convierte en enemigos de la sociedad y la policía debe atraparlos como sea. Natural, instintivamente, apoyamos a Deckard. Jugamos, también, a ser nosotros el detective que porta placa, arma y está mal afeitado. Por todo eso, no podemos ver que nos cazamos a nosotros mismos.

Deckard  se dirige junto a Gaff a la Compañía Tyrell. Lleva un maletín de donde saca una máquina idéntica a la que vemos al comienzo de la película y le hace a Rachel –secretaria de Tyrell- el test Voight-Kampff. Para la mayoría de los replicantes, unas pocas preguntas bastan. Rachel agota el test. Recién en la última, que incluye una comida con perro hervido, Deckard la descubre. Tyrell pide a Rachel que se retire. Sabe que Deckard lo ha descubierto, pero también sabe que está asombrado. Jamás ha visto un replicante como Rachel. Ella es única, le dice. Un experimento, un replicante cuya esperanza de vida superará con gran amplitud los cuatro años promedio de todo replicante ordinario. Un replicante con recuerdos implantados, que le permiten mantener un equilibrio emocional.

Hay una escena de gran crueldad en la película. Es cuando Deckard persigue a la replicante  prostituta, Zhora, y la mata. Zhora había conseguido trabajo en un cabaret. Hasta allí llega Deckard, guiado por una escama artificial de serpiente encontrada en el departamento de León. Cuando Dekard llega, Zhora se encuentra justo haciendo su show, bailando con una serpiente enroscada en su cuerpo lleno de purpurina. Al llegar a la Tierra, ella había elegido abrirse. Quería –como tantos- disfrutar lo que le quedaba de “vida” sin hacerse preguntas. Las preguntas las traía Deckard. Y también un arma. En un momento del interrogatorio, Zhora se siente acorralada y sale corriendo. Deckard la persigue y le dispara por la espalda, ya en la calle. En primera instancia, sentado con un tarro de pochoclo en el cine,  cualquier yanqui medio habrá aplaudido en su momento la caída del primero de “los malos”. Pero, ¿valía matar a alguien cuya muerte no tardaría mucho en llegar? ¿Alguien que sólo buscaba llegar a ese final sin molestar a nadie? ¿Matar a alguien solamente por intentar enfrentar sus miedos? Deckard mata porque le mandan matar, además. Su obediencia debida lo vuelve más intolerable aún. Después del tiroteo, a Deckard le informan que también hay que retirar a Rachel, la secretaria de Tyrell.

Deckard comienza a seguir a Rachel, desde lejos. De pronto, León –que ha presenciado la muerte de Zhora- lo sorprende y lo ataca. Deckard lleva las de perder pero es Rachel quien –sabiéndose observada- regresa sobre sus pasos y mata a León con un arma que lleva consigo. Más tarde, ella irá hasta el departamento de Deckard –donde hay un piano- a buscar respuestas y a demostrarle que es humana. Deckard, que ha tenido acceso al expediente de fabricación de Rachel y por ende a las memorias que le implantaron, se empecina en hacerla sufrir. Le dice que aquel recuerdo de la araña en su ventana, cuando niña, es falso. Que nadie sabía de aquel miedo. Él lo supo leyendo su expediente. Una escena pasa desapercibida, porque la asociamos a un momento romántico que tiene lugar al piano –puesto allí sólo para justificar el eje central de la película- pero que hacia el final te rompe la cabeza, partiendo en mil pedazos el espejo donde reflejamos  nuestro propio concepto de los demás. Se trata de un unicornio blanco que atraviesa un bosque, imaginado por Deckard. La imagen nos sugiere –nos hace saber- que se ha enamorado de Rachel y por ello entrado en un conflicto.


Mientras tanto, Batty no se ha quedado quieto. En una visita a un asiático fabricante de ojos –a quien apura- obtiene el nombre de J. F. Sebastian, un diseñador genetista que sabe cómo llegar hasta Tyrell. Antes de matar al asiático, le dice “no sabes las cosas que he visto con tus ojos”. Pris se hará pasar por una chica de la calle para acceder a su departamento y dejar luego entrar a Batty. Sebastian es un ñoño que vive rodeado de muñecos que hablan y caminan, en un inmenso edificio en ruinas. Cuando Batty conoce a Tyrell –nuestro equivalente a Dios- descubre a un ser inferior y lo mata junto con Sebastian. Ni bien es puesto al tanto de estos homicidios, Deckard va hasta el departamento de Sebastian. Pris, que se esconde a plena vista, disimulada entre tantos otros muñecos como si ella también lo fuera, lo sorprende. Él le dispara y la mata. Se recupera y comienza entonces a buscar a Batty por todo el edificio, sosteniendo una lucha que llegará hasta la terraza e, incluso, a otro edificio. Sobre el final, vemos cómo Batty le salva la vida a Deckard –sí, al que asesinó a los suyos- cuando este resbala al saltar y queda colgando de una viga. Comprende que nada logrará matándolo, entiende lo absurdo de la venganza. Los cuatro años de Batty están llegando a su fin. La lucha lo ha deteriorado.  Él, un comando creado para la guerra, morirá habiendo ascendido como ser: le ha perdonado la vida a su cazador, como Jesús le pidió a Dios que perdonara a los romanos por no saber lo que hacían. Batty ha aceptado su destino. “¿Es toda una experiencia vivir con miedo, verdad?” –le dice a Deckard antes de salvarlo-. “Eso es lo que significa ser esclavo.”  Sentado bajo la lluvia, frente a Deckard, rememora su vida. En sus palabras hay ahora paz y entendimiento. En su mano –señal del espíritu santo- tiene una paloma blanca. “Yo he visto cosas que los humanos no creerían. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.” Batty muere y suelta la paloma. Gaff llega poco después, y marchándose, le grita a Deckard: “Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?”. Cuando llega a su departamento, Deckard nota que la puerta está abierta. En su cama yace Rachel. Deckard cree, como nosotros, que está muerta. Pero sólo duerme. Mientras se están yendo –ambos escaparán hacia un futuro incierto- Deckard descubre en el suelo del pasillo, frente a su puerta, una pequeña figura de papel plateado. Al levantarla, ve que se trata de un unicornio. Lo que primero sentimos, es que Gaff  les ha permitido escapar, perdonando así a la replicante. Pero, ¿recuerdan la imagen del unicornio que surcó fugazmente los pensamientos de Deckard mientras tocaba el piano? ¿Quién tuvo acceso a los recuerdos implantados de quién, ahora? ¿Quién es ahora un maldito portapieles?