domingo, 24 de abril de 2016

Álbum familiar

El pasado siempre es un buen negocio. Cuando nadie lo esperaba, 25 años después de su finalización, salió completa en dvd la famosa serie The wonder years (en Argentina se la conoció como Los años maravillosos y en algunos refritos hipnóticos y mutilados, simplemente como Kevin). Para darle manija a la difusión de este nuevo material, que entre los fanáticos será furor, se reunieron en un programa televisivo los actores Fred Savage, que interpretaba al personaje central, “Kevin Arnold”, Danica McKellar, que era “Winnie Cooper”, la eterna novia prometida,  y Josh Saviano, que como todos vimos no es Marilyn Manson, más bien tiene pinta de pediatra.
Todos adorábamos Los años maravillosos por alguna razón. Tal vez porque estaba buenísima. Para empezar, abría con la única canción de los Beatles que me gusta más hecha por otro, With a little help from my friends. Queremos a Ringo y el enganchando que mete con Sgt. Pepper nos encanta. Pero Joe Cocker no solo le pone unos huevos terribles, sino que canta además como un negro hijo de puta en esa versión -más propia de Zeppelin- que abría la serie, un maldito perro inglés. A mí en lo personal me gustaba la cosa retro, como a todos. Aún hoy me pasa. Cuando vimos la serie eran los noventa, que serían como los sesenta de ahora. Yo tenía la sensación de que todo tiempo pasado era mejor.  Pienso que los primeros en leer La Eneida de Virgilio, tuvieron una experiencia más sublime que la que yo tengo leyendo toda la basura que editan hoy, incluyendo las biografías. Cuando venían mis tíos de Buenos Aires o amigos de mi viejo, siempre hablaban de los sesenta. De cómo era ser adolescente en los sesenta. De cómo era ir a bailar o escuchar los discos de Club del Clan. De lo seguro que resultaba irse de mochilero. Los noventa, en cambio, estaban plagados de desenfado y pibes con arito que empezaban a fumar marihuana para divertirse. Los noventas eran una versión ácida y malhumorada de los sesenta. Lennon fue Cobain y Vietnam la Guerra del Golfo. Uno tenía la certeza de que el pasado era mejor. Los colores eran más brillantes. La tela de la ropa más gruesa. Las chicas más lindas, con más carne (una tetona de aquel entonces hoy pasa por gorda directamente). Los autos eran enormes, con motores V8. Los Beatles y los Stones tenían veintipico de años. Todavía se miraba la luna sin la huella de Neil Armstrong.  
Ambientada a finales de los sesenta y principios de los setenta, Los años maravillosos fue una serie costumbrista, con una buena dosis de edulcorante yanqui.  Todo asunto dramático derivaba en el lagrimón; si el padre (Jack) se enojaba, como frecuentemente lo hacía, era porque se escondía detrás de eso una enseñanza ética. En los golpes y la brutalidad del hermano mayor, Wayne, como también en su idiotez, se escondía una muestra verticalista de cariño varonil. En cualquier cuento de Lamborghini, Wayne sodomizaría a Kevin varias veces por capítulo. En Los años maravillosos no pasa de golpes, guerras de almohadas, robo de dinero o insultos varios.
Un personaje interesante, en el sentido en que Marge Simpson lo es, es Norma, la mamá. Detrás de su sumisión está la abnegación de la madre estoica. Sabemos, por ejemplo, que ella dejó la universidad y se mudó al otro lado del país siguiente a Jack. Siempre me pareció que el personaje de ella era el único  que, con una vueltita de rosca, parece salido de un cuento de Raymond Carver. Nada nos cuesta imaginar a esa rubia estadounidense tipo que vive en un suburbio, tomando vodka o vino a escondidas, fumando con nerviosismo por las mañanas.  Una mujer así seguramente sufriría ataques de pánico o acaso desarrollara una bipolaridad.
Pero, si bien era costumbrista, no era por eso obligadamente realista. Para mí presentaba un ideal colectivo para la clase media, que era la que más se veía representada. Los Arnold vivían en un suburbio prolijo de un pueblo estadounidense. Esas calles tranquilas, con algún auto sedan estacionado y chicos andando en bicicleta. Hileras de árboles, uno enfrente de cada casa con la cerca de madera blanca y el jardín verde hasta la entrada. Esa calle por la que se van hablando, al final de la película, Bruce Willis y el negro en El último boy scout. Los Simpson también viven en un lugar así, un lugar tan común y promedio que es más bien un “no lugar”.  En un cuento, Borges dice que todos los pueblos son iguales, hasta en eso de creerse distintos. Algo parecido ocurre al pensar en el impersonal Springfield, por ejemplo. 
Como casi todo lo televisivo estadounidense, había una bajada de línea moral. De la buena, de esa de la que hace de uno un buen hombre o mujer o niño. Un buen patriota. Nada se salía de cuadro. Hasta la hija mayor, que se había hecho hippie contra todo pronóstico en un hogar conservador, en el último capítulo reaparece embarazada. Su rebeldía es producto de la confusión de la juventud. Finalmente ella sigue el camino correcto. También Wayne, que después de la muerte del padre, Jack, sienta cabeza y se hace cargo de la fábrica de muebles. Es todo un símbolo que el final transcurra justamente un 4 de Julio, día de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Hay un desfile en la calle principal y todos agitan banderas. Una vez, una estudiante recontra de izquierda de la facultad me dijo que los yanquis te descontaban impuestos si en tu película ponías la bandera yanqui. La conversación se había dado creo que sobre eso, lo mucho que aparecen las barras y las banderas en productos de todo tipo, incluidos el cine y la televisión. Me sentí desilusionado de que la bandera apareciera en películas que me gustaban o de autores que respetaba, como por ejemplo en esa escena en la oficina de 2001, Odisea del espacio. La verdad es que hoy, si yo fuera director y en verdad me descontaran impuestos por mostrar la bandera en mi película, lo haría sin ningún tipo de miramiento. Entre pagar más o pagar menos, pagaría menos. Es precisamente con una banderita en la mano que Kevin y su padre Jack se reencuentran.

En un ensayo, Fabián Casas dice que la nostalgia es algo que nos salva del tiempo presente. Como otros antes que él, nota que el tiempo se detuvo y ya no hay innovaciones o que como sociedad o especie ya no podemos hacer nada nuevo. El final de la historia, como dijo un japonés. Por eso, según él, se produjeron los nueve shows seguidos en River de The Wall. Dice que Waters se convirtió en una banda tributo a sí mismo porque es mejor presentar una obra que ya tiene 30 años que algo nuevo. En todo caso, las pequeñas o grandes variaciones nos conforman, pero sólo cambiamos el tono, no el fondo. Si antes se criticaba al nazismo, ahora se critica a Nike. Se reúnen las viejas bandas, como Police, Zeppelin o Genesis. Si no se reúnen, porque están peleados o porque alguno murió, sacan material que durante años se llenó de polvo en alguna disquera por considerarse “inescuchable”. Si no queda nada nuevo, se vuelve sobre lo ya hecho. Se lo remasteriza, se lo presenta en un formato vistoso, se le agregan outakes o rehearsals. Se  vuelven a editar las viejas películas bajo la novedad de director’s cut, con escenas que en principio habían sido descartadas, ahora en dvd de alta definición cuya edición es una suerte de souvenir. Supe hace poco que Ridley Scott planea una segunda parte de Blade Runner. Salvo por El padrino, de Coppola, o en el caso del mismo Scott la secuela de Alien, o incluso Terminator de Cameron, cuya segunda película es genial, las segundas partes no son para nada buenas, porque son innecesarias. Ninguna más innecesaria que Blade Runner, película de culto si las hay dentro del género de la ciencia ficción.

La nostalgia tiene tan buena prensa porque no nos interesa el presente. nuestro desinterés del presente lo contamina todo. Todo lo tamiza. Por ejemplo la final del mundial de fútbol de Brasil: se vivió en un tiempo que no era en el que estaba ocurriendo. Muchos, durante ese domingo, trataron de recordar lo que habían hecho en las finales anteriores (si es que las vivieron), cómo se habían vivido los días y aún más las horas previas. Más aún pesó el futuro: ante la posibilidad de ganarle a la maquinaria alemana, muchos trataron de fijar en sus memorias cada detalle de ese domingo, multiplicando incluso ademanes y palabras innecesarias, como si supieran que estaban haciendo de algún modo historia. Es decir, en este último caso la nostalgia los ganaba por anticipado. Se  me ocurre que ahora, al ver la serie, ya no experimentaremos la nostalgia de los sesenta, como lo hicimos al verla por primera vez. Pienso que la nostalgia ahora será por los noventa, por aquellos que fuimos mientras daban la serie. La única manera de vivir el tiempo presente, se me ocurre, es cuando se corta la luz y uno no puede enchufar nada ni ver un viejo álbum de fotos. Si es que esto último sigue existiendo.