En 1961, una
empresa constructora de Fairbanks (una pequeña ciudad de Alaska) obtuvo un
contrato para construir una carretera en medio de un bosque. Esta empresa
compró tres colectivos viejos,
destinados a desguace, que habían pertenecido al servicio de transporte público
de la ciudad. Esos típicos colectivos estadounidenses, como el que
maneja el personaje de Robert de Niro en Una
luz en el infierno. La idea era que en ellos se alojaran los peones que
construirían la carretera. Se refaccionaron con una estufa cilíndrica a leña y
un catre. En 1963 la empresa retiró dos de los colectivos. Dejaron uno solo como
favor para los cazadores de osos. Esos maricas que cazan osos, como el cantante
de Metallica.
En ese colectivo
que aún quedaba, en 1992 fue encontrado el cuerpo de Christopher McCandless,
después de haber estado solo durante cuatro meses, en medio de la tundra de Alaska,
con escasa comida y equipo. Fue el final de un viaje que había durado casi dos años.
Un libro
recoge su hazaña y pormenoriza su vida. Into the wild, de Jon Krakauer, publicado en
1996. Curiosamente, debemos a
este experto en alpinismo la única investigación sobre la vida de McCandless.
La historia
que nos cuenta Krakauer es romántica y lleva la impronta de la epopeya.
Convierte el tour de force de
McCandless en un culto, y al mismo McCandless en un símbolo. Su libro es una
biografía pero también –como los libros que leía McCandless cuando emprendió su
travesía- es una iniciación. Por fuera de los testimonios de sus padres, el
mito “supertramp” está edificado sobre Into
the wild, que en español se ha traducido como Hacia rutas salvajes. La traducción, creo, no fue gratis y se quedó
con parte de la fuerza que en inglés tiene la palabra into.
Cristopher
McCandless había nacido en Virginia en 1969. Cuando murió en ese colectivo era
un joven de veinticuatro años con todo por delante. Pero al parecer, todo lo que tenía
por delante lo asustaba desde su adolescencia. Empezó por sentir que no quería
vivir la misma vida que sus padres. Graduado en la universidad con excelentes
notas en historia y antropología, pateó el tablero y se fue de su casa.
Haciendo dedo, con una mochila donde llevaba lo necesario y que se fue vaciando
a medida que el viaje se convirtió en una suerte de peregrinación, llegó a Alaska. Conservó solamente un rifle y una cámara fotográfica. En el
camino, trabajó por aquí y por allá. Conoció gente que brindó después algún
testimonio. A medida que McCandless se
adentraba en la naturaleza, su piel y sus cosas se iban desprendiendo de él.
También los kilos y la salud, aunque esto no lo tenía previsto. Su modo de
encarar la naturaleza fue por momentos –igual que el libro de Krakauer-
romántico. Se cambió el nombre y se puso un seudónimo –Alexander Supertramp-
con el que fue dejando, por los lugares donde pasaba, distintas notas y
mensajes. Su última nota –donde nos deja entrever que ya le estaba viendo la
cara a la muerte- lleva su nombre verdadero.
Cansado de su
tradicional familia, de las imposiciones sociales, de las normas y las
instituciones de la cultura, soñó con volver a esa extraña forma de paraíso que
es el primitivismo. Una película de 2007, dirigida por Sean Penn y también
llamada como el libro, exagera la relación difícil de Cristopher con sus
padres, lo que ayuda a establecer un poco el mito y de paso definir al héroe.
Al comienzo de
la película, los padres de Cristopher lo esperan en un restaurante para
celebrar su graduación. Para demostrarnos que se trata de un chico rebelde,
Penn comete el infantilismo de hacerlo saltar al escenario cuando sube a
recibir el diploma, en claro contraste con los otros, que habían subido
caminando despacio.
-Me asustaste
saltando de esa forma sobre el escenario –le dice la madre cuando se levanta a
recibirlo. Es una mezcla de boluda alegre con pobre mujer sometida por el
marido que vive de las apariencias y trata de contemporizar la mala relación
entre padre e hijo.
El padre es un
tipo al que le tiraríamos la sopa caliente encima fingiendo un descuido. Es intolerante, machista, xenófobo, homofóbico, patriarcal, déspota. Ya vemos
en la mesa que su hijo lo desilusiona. Ni bien se sienta lo reprende por un
hecho en el que no hemos reparado, porque no somos como él. Cristopher tiene un
viejo Datsun amarillo. Cuando llegan al restaurante con su hermana, es ella la
que maneja. Entonces el viejo le dice que no debería dejar que una mujer
conduzca. Esa observación –una buena para Penn- alcanza para pintarlo de cuerpo
entero. Para peor, quieren regalarle a Cristopher un auto nuevo y éste se
enoja, culpando a sus padres de ser materialistas y preocuparse todo el tiempo
por cosas y más cosas.
Algunos
detalles circunstanciales son inevitables –sino la historia caería en el
abstracto- pero Penn tiene la costumbre de contarlos a la manera de un
estereotipo. En la línea del chico rebelde que salta al escenario en vez de
caminar cuando recibe su diploma, vemos que Cristopher rompe todas sus tarjetas
y documentación; más tarde, lo vemos prender fuego a unos pocos dólares en
lugar de regalarlos. Cualquier alma sensible –y McCandless la tenía- sabe que
tirar pan o quemar dinero son impiedades. Salvando estas cuestiones –que
tampoco incomodan demasiado- la fotografía y los escenarios son muy buenos.
Capítulo aparte –ensayo que de seguro jamás escribiré- merecen las hermosas
canciones que compuso Eddie Vedder para la película, como por ejemplo Society o Big hard sun. Finalmente, tanto el libro como la película basada en
el libro Into the wild hacen pensar
en el verdadero muchacho que, disconforme con todo –disconformidad general cuya
síntesis eran sus padres-, decidió salir a buscar algo, acaso entrevisto, tal
vez imaginado. La experiencia McCandless ha tenido muchos detractores.
Afortunadamente, esas abyecciones no recaen en su protagonista. Critican lo que
él hizo para que no lo hagan otros –los imitadores son
inevitables- pero son benevolentes con él. Tal vez porque vemos que tuvo el
coraje de hacer lo que nosotros no. Como dice la canción de MGMT, it's
overwhelming, but what else can we do. Get jobs in offices, and wake up for the
morning commute?
Miles de veces
en toda mi vida me he preguntado para qué estamos todos aquí. ¿Para pasar la
mayor parte de los años que viviremos yendo a trabajar para ganar una suma de
dinero de la cual, una parte, será gastada en nafta o colectivos o trenes para
ir cada mañana a ese mismo trabajo? Creo
que esa sensación nos hermana a todos con McCandless. Decir que es un boludo
que se buscó la muerte es perfectamente asimilable también a un tipo que
abandonó el colegio o se casó con cualquier mujer sin pensarlo. ¿Cuántas formas
de buscarnos la muerte hay en las que no necesariamente hay que ir a Alaska?
Ese colectivo abandonado en la tundra, ¿no es acaso también un monoambiente en
el centro cuya única ventana da al pulmón interno? Acaso nos confunde una
cuestión de tiempos. O simples velocidades. Lo rápido que murió McCandless nos
hace pensar que nuestra dilatada sequía espiritual es una forma de eternidad.
McCandless hizo lo que Kurt Cobain escribiría en la última línea de su carta
suicida un par de años más tarde: mejor arder de golpe que consumirse
lentamente.
Sé que no
tenía ganas de morir. Que cuando se fue de su casa, con una mochila, sin mapas,
y con las lecturas de Jack London en la cabeza, quería vivir. Vivir plenamente,
sacarse el hastío. No se conformó como la mayoría. Salió a buscarse. A ver cuál era su lugar en
el mundo. Encontró la muerte por inanición, por descuidado, por desconocer la
geografía a la que había llegado, ok. Pero quería vivir. Así lo expresan sus
últimas palabras escritas. Sabemos por ellas, sin embargo, que murió feliz. Nos
dejó su bendición. Su alma no estará en un lugar peor que la de un banquero.