sábado, 17 de diciembre de 2016

El infierno son los otros

“Cuanto más diferente es alguien de mí, más real me parece, porque menos depende de mi subjetividad”
Fernando Pessoa


En 1960 la compañía Eastman Kodak –que ya llevaba tres cuartos de siglo en el negocio de la fotografía- le encargó a un grupo de sociólogos, entre ellos el joven Pierre Bourdieu, realizar un estudio sobre los usos de la fotografía. Lo que había comenzado como una maravilla técnica del mundo moderno en el siglo XIX ya se había convertido en una práctica muy generalizada en la cultura francesa de los años sesenta, y Kodak quería saber de qué podía ir la cosa. De allí surgieron algunas preguntas, como quiénes fotografiaban y quiénes eran fotografiados. ¿Eran siempre hombres los que dominaban la cámara? ¿Quiénes eran sujetos de la mirada? ¿Había una relación de poder en el hecho de capturar la imagen del otro? Hoy podríamos preguntarnos por qué la gente le saca fotos con su celular a la hamburguesa que está por comer en una estación de servicio y la sube a redes sociales. 

Pienso en la primera y en la última escena de una película francesa que se llama El placard. Es el día en el que van a sacar la foto a los trabajadores de una empresa. Desde el vamos, mientras se forman para la foto, se hace evidente una jerarquización de los cuerpos según cargos y relevancia, además de sexo y contextura física. También se presenta, sin rodeos, uno de los argumentos de la película: justo queda fuera de cuadro un empleado al que van a despedir muy pronto. No aparece en la foto porque es como si ya no estuviera. Al rato, en un baño, escuchará la noticia sin ser notado y su mundo se derrumbará íntegramente. 

Así comienza la historia de François Pignon, quien esa misma noche conoce a un nuevo vecino con el que urde un plan para no perder el empleo: hacerse pasar por gay. Salir del placar, evitando así que la empresa (una fábrica condones) se vea envuelta en un escándalo, acusada de discriminación. Nuevamente será una foto –trucada, enviada por correo anónimamente por el vecino de Pignon- el eje de la trama. ¿Es posible construir un relato sobre el pasado con fotografías?

Es central en el film el tema de la otredad. Es decir, se vuelve crucial la forma de entender que en la vida cotidiana –allí, en esa empresa de condones- existe otro que no soy yo. Ese otro que no-es-yo, funciona de manera intrapersonal entre todos los personajes de la película. Hay una escena que me parece muy buena, porque pivotea sobre la semántica del film. Françoise, sobrepasado, le dice a su vecino que no podrá interpretar a un gay, no podrá fingirlo porque hasta ese día se comportó de una determinada manera y ahora, de buenas a primeras, no puede entrar moviéndose o hablando diferente. Entonces el vecino, que no deja de acariciar un gatito gris, le dice una frase total: vos no tenés que hacer nada, lo que tiene que cambiar es la mirada de los demás. Así, Françoise pasará a sufrir una metamorfosis que opera en realidad en los otros. Notamos un cambio generado en la organización a partir de la llegada del nuevo Pignon que va a desestructurar las relaciones antes existentes, convirtiéndose él en una fuerza modificadora de la fuerza instituyente. Como heterosexual, era percibido como un hombrecito gris, tímido, aburrido y sin audacia. Como homosexual, se lo ve arriesgado, con carácter, alegre. Cabe preguntarse también si no hay allí una estereotipación del homosexual a partir de la mirada de un-otro pseudo progre. Hasta su hijo decide ir a visitarlo –después de verlo en la tele en un desfile por el orgullo gay- y fumar marihuana. Lo ascienden de puesto, deja ir por  fin a su ex esposa –por quien siempre sintió nostalgia- y seduce a su ex jefa de sección, quien es la que descubre el montaje de Pignon para no ser despedido.

Capítulo aparte merece Félix, interpretado por Gerard Depardieu, un macho alfa jugador de rugby y maltratador de su esposa Agnes que, ante la noticia de la homosexualidad oculta de Pignon, comienza a fingir empatía con él. Una mala broma durante una reunión de directorio, donde se había mostrado la fotografía y dado marcha atrás con el despido, le hizo pensar a Félix que cualquiera podía ser echado y que mostrar homofobia podía ser un motivo. Al igual que esos policías estadounidenses negros que cuando arrestan a un “hermano” de color lo muelen a palos el doble, como una muestra de que la supremacía blanca los ha aceptado al darles un arma y una chapa, Félix se pasa para la otra vereda con la extremada fe de los conversos. Comienza por invitarlo a comer al restaurante más costoso de la ciudad. Después, le compra chocolates. Más tarde, un pulóver rosado en una tienda cara. Agnes, su esposa maltratada, lo deja. No deja de sorprender que el motivo sea la presunta homosexualidad de Félix y no su machismo. Destrozado, durante un almuerzo en la compañía, Félix se quiebra ante Pignon y le dice que Agnes lo ha por fin dejado y le pregunta entonces si no quisiera vivir con él. Ante un no como respuesta, Félix se le tira encima y lo agarra del cuello. Lo sacan entre cinco y termina en una casa de retiro. Saldrá al final, para regresar a la empresa y recuperar su puesto.

La última escena transcurre exactamente un año después que la primera. Una vez más van a tomar la fotografía de la empresa. Ya conocemos a los personajes, ya vimos cómo son y también qué ha cambiado en ellos. Sabemos también cómo ven el mundo ahora. La fotografía, que aparenta ser igual a la primera, es sin embargo asimétrica. Nuevas relaciones y jerarquías se tejen entre nosotros todo el tiempo, y con aquello que miramos.



domingo, 24 de abril de 2016

Álbum familiar

El pasado siempre es un buen negocio. Cuando nadie lo esperaba, 25 años después de su finalización, salió completa en dvd la famosa serie The wonder years (en Argentina se la conoció como Los años maravillosos y en algunos refritos hipnóticos y mutilados, simplemente como Kevin). Para darle manija a la difusión de este nuevo material, que entre los fanáticos será furor, se reunieron en un programa televisivo los actores Fred Savage, que interpretaba al personaje central, “Kevin Arnold”, Danica McKellar, que era “Winnie Cooper”, la eterna novia prometida,  y Josh Saviano, que como todos vimos no es Marilyn Manson, más bien tiene pinta de pediatra.
Todos adorábamos Los años maravillosos por alguna razón. Tal vez porque estaba buenísima. Para empezar, abría con la única canción de los Beatles que me gusta más hecha por otro, With a little help from my friends. Queremos a Ringo y el enganchando que mete con Sgt. Pepper nos encanta. Pero Joe Cocker no solo le pone unos huevos terribles, sino que canta además como un negro hijo de puta en esa versión -más propia de Zeppelin- que abría la serie, un maldito perro inglés. A mí en lo personal me gustaba la cosa retro, como a todos. Aún hoy me pasa. Cuando vimos la serie eran los noventa, que serían como los sesenta de ahora. Yo tenía la sensación de que todo tiempo pasado era mejor.  Pienso que los primeros en leer La Eneida de Virgilio, tuvieron una experiencia más sublime que la que yo tengo leyendo toda la basura que editan hoy, incluyendo las biografías. Cuando venían mis tíos de Buenos Aires o amigos de mi viejo, siempre hablaban de los sesenta. De cómo era ser adolescente en los sesenta. De cómo era ir a bailar o escuchar los discos de Club del Clan. De lo seguro que resultaba irse de mochilero. Los noventa, en cambio, estaban plagados de desenfado y pibes con arito que empezaban a fumar marihuana para divertirse. Los noventas eran una versión ácida y malhumorada de los sesenta. Lennon fue Cobain y Vietnam la Guerra del Golfo. Uno tenía la certeza de que el pasado era mejor. Los colores eran más brillantes. La tela de la ropa más gruesa. Las chicas más lindas, con más carne (una tetona de aquel entonces hoy pasa por gorda directamente). Los autos eran enormes, con motores V8. Los Beatles y los Stones tenían veintipico de años. Todavía se miraba la luna sin la huella de Neil Armstrong.  
Ambientada a finales de los sesenta y principios de los setenta, Los años maravillosos fue una serie costumbrista, con una buena dosis de edulcorante yanqui.  Todo asunto dramático derivaba en el lagrimón; si el padre (Jack) se enojaba, como frecuentemente lo hacía, era porque se escondía detrás de eso una enseñanza ética. En los golpes y la brutalidad del hermano mayor, Wayne, como también en su idiotez, se escondía una muestra verticalista de cariño varonil. En cualquier cuento de Lamborghini, Wayne sodomizaría a Kevin varias veces por capítulo. En Los años maravillosos no pasa de golpes, guerras de almohadas, robo de dinero o insultos varios.
Un personaje interesante, en el sentido en que Marge Simpson lo es, es Norma, la mamá. Detrás de su sumisión está la abnegación de la madre estoica. Sabemos, por ejemplo, que ella dejó la universidad y se mudó al otro lado del país siguiente a Jack. Siempre me pareció que el personaje de ella era el único  que, con una vueltita de rosca, parece salido de un cuento de Raymond Carver. Nada nos cuesta imaginar a esa rubia estadounidense tipo que vive en un suburbio, tomando vodka o vino a escondidas, fumando con nerviosismo por las mañanas.  Una mujer así seguramente sufriría ataques de pánico o acaso desarrollara una bipolaridad.
Pero, si bien era costumbrista, no era por eso obligadamente realista. Para mí presentaba un ideal colectivo para la clase media, que era la que más se veía representada. Los Arnold vivían en un suburbio prolijo de un pueblo estadounidense. Esas calles tranquilas, con algún auto sedan estacionado y chicos andando en bicicleta. Hileras de árboles, uno enfrente de cada casa con la cerca de madera blanca y el jardín verde hasta la entrada. Esa calle por la que se van hablando, al final de la película, Bruce Willis y el negro en El último boy scout. Los Simpson también viven en un lugar así, un lugar tan común y promedio que es más bien un “no lugar”.  En un cuento, Borges dice que todos los pueblos son iguales, hasta en eso de creerse distintos. Algo parecido ocurre al pensar en el impersonal Springfield, por ejemplo. 
Como casi todo lo televisivo estadounidense, había una bajada de línea moral. De la buena, de esa de la que hace de uno un buen hombre o mujer o niño. Un buen patriota. Nada se salía de cuadro. Hasta la hija mayor, que se había hecho hippie contra todo pronóstico en un hogar conservador, en el último capítulo reaparece embarazada. Su rebeldía es producto de la confusión de la juventud. Finalmente ella sigue el camino correcto. También Wayne, que después de la muerte del padre, Jack, sienta cabeza y se hace cargo de la fábrica de muebles. Es todo un símbolo que el final transcurra justamente un 4 de Julio, día de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Hay un desfile en la calle principal y todos agitan banderas. Una vez, una estudiante recontra de izquierda de la facultad me dijo que los yanquis te descontaban impuestos si en tu película ponías la bandera yanqui. La conversación se había dado creo que sobre eso, lo mucho que aparecen las barras y las banderas en productos de todo tipo, incluidos el cine y la televisión. Me sentí desilusionado de que la bandera apareciera en películas que me gustaban o de autores que respetaba, como por ejemplo en esa escena en la oficina de 2001, Odisea del espacio. La verdad es que hoy, si yo fuera director y en verdad me descontaran impuestos por mostrar la bandera en mi película, lo haría sin ningún tipo de miramiento. Entre pagar más o pagar menos, pagaría menos. Es precisamente con una banderita en la mano que Kevin y su padre Jack se reencuentran.

En un ensayo, Fabián Casas dice que la nostalgia es algo que nos salva del tiempo presente. Como otros antes que él, nota que el tiempo se detuvo y ya no hay innovaciones o que como sociedad o especie ya no podemos hacer nada nuevo. El final de la historia, como dijo un japonés. Por eso, según él, se produjeron los nueve shows seguidos en River de The Wall. Dice que Waters se convirtió en una banda tributo a sí mismo porque es mejor presentar una obra que ya tiene 30 años que algo nuevo. En todo caso, las pequeñas o grandes variaciones nos conforman, pero sólo cambiamos el tono, no el fondo. Si antes se criticaba al nazismo, ahora se critica a Nike. Se reúnen las viejas bandas, como Police, Zeppelin o Genesis. Si no se reúnen, porque están peleados o porque alguno murió, sacan material que durante años se llenó de polvo en alguna disquera por considerarse “inescuchable”. Si no queda nada nuevo, se vuelve sobre lo ya hecho. Se lo remasteriza, se lo presenta en un formato vistoso, se le agregan outakes o rehearsals. Se  vuelven a editar las viejas películas bajo la novedad de director’s cut, con escenas que en principio habían sido descartadas, ahora en dvd de alta definición cuya edición es una suerte de souvenir. Supe hace poco que Ridley Scott planea una segunda parte de Blade Runner. Salvo por El padrino, de Coppola, o en el caso del mismo Scott la secuela de Alien, o incluso Terminator de Cameron, cuya segunda película es genial, las segundas partes no son para nada buenas, porque son innecesarias. Ninguna más innecesaria que Blade Runner, película de culto si las hay dentro del género de la ciencia ficción.

La nostalgia tiene tan buena prensa porque no nos interesa el presente. nuestro desinterés del presente lo contamina todo. Todo lo tamiza. Por ejemplo la final del mundial de fútbol de Brasil: se vivió en un tiempo que no era en el que estaba ocurriendo. Muchos, durante ese domingo, trataron de recordar lo que habían hecho en las finales anteriores (si es que las vivieron), cómo se habían vivido los días y aún más las horas previas. Más aún pesó el futuro: ante la posibilidad de ganarle a la maquinaria alemana, muchos trataron de fijar en sus memorias cada detalle de ese domingo, multiplicando incluso ademanes y palabras innecesarias, como si supieran que estaban haciendo de algún modo historia. Es decir, en este último caso la nostalgia los ganaba por anticipado. Se  me ocurre que ahora, al ver la serie, ya no experimentaremos la nostalgia de los sesenta, como lo hicimos al verla por primera vez. Pienso que la nostalgia ahora será por los noventa, por aquellos que fuimos mientras daban la serie. La única manera de vivir el tiempo presente, se me ocurre, es cuando se corta la luz y uno no puede enchufar nada ni ver un viejo álbum de fotos. Si es que esto último sigue existiendo. 

viernes, 15 de enero de 2016

Lágrimas en la lluvia

Si analizamos la televisión por cable, vemos que el control remoto representa uno de sus fundamentos. La experiencia de cambiar canales, de fragmentar no sólo las imágenes y el sonido y los contenidos (podemos pasar de un informe sobre drogas a un partido del Real Madrid) sino de fragmentar también el mapa del conocimiento que nos vamos armando, no sería posible sin el control remoto. La idea del rating y la medición de audiencia, sin la posibilidad frenética del cambio de canal, tendrían otro ritmo. Habría menos programas y durarían más tiempo y resurgirían los formatos ómnibus. Debo pues, a un control remoto y a esa práctica quirúrgica del zapping el haber dado una noche, desde mi cama, con una película que recién empezaba. Los títulos anunciaban de entrada a Harrison Ford, que ha sido Han Solo y ha sido Indiana Jones. Otros actores de Hollywood comparten ese poder, esa posibilidad tan particular de la otredad. Uno imagina a Ian McKellen llegando a un coctel y presentándose:
-Hola, qué tal, mi nombre es Ian McKellen pero también soy Gandalf y Magneto.
Me quedé a ver quién sería esta vez Harrison Ford. La respuesta me acompaña hasta hoy: el detective Rick Deckard.

La película –un clásico de culto de la ciencia ficción- era Blade Runner, que me deparó varias felicidades que comenzaron esa misma noche. Su director era Riddley Scott. Dos película suyas, dispares, ya me gustaban sin saber que eran de él: Alien y 1492: La conquista del paraíso, con la actuación en ambas de Sigourneay Weaber. En la primera, como parte de la tripulación de la nave espacial Nostromo, un carguero que llega a una colonia en otro planeta donde ocurren cosas extrañas. En otra, encarnando a la reina Isabel la católica. En Blade Runner, Scott vuelve sobre el mismo tópico de “mundo nuevo” y “orden alterado” donde por momentos el cazador es la presa. En Alien porque la criatura considerada un animal salvaje demuestra ser una máquina de matar. En 1492 porque los españoles, violentos con los nativos, son sin embargo acosados por el medio ambiente y por sus propias intrigas. En Blade Runner el escenario vuelve a ser futurista pero no está tan rigurosamente diseñado. No hay paisajes bucólicos ni criaturas de pesadilla. Hay más bien un futuro que no llega a ser del todo distópico, donde asistimos a una geografía urbana de Los Ángeles que tiene mucho de Tokio o de Beijing. Los asiáticos dominan ese futuro, como en La rosa roja de Nissan de John Holloway. Hay una sociedad global de consumo que se anuncia todo el tiempo en pantallas gigantes y en edificios “inteligentes”. No es el futurismo marciano berreta de Total Recall, película de pobre y elemental argumento. La ciudad que piensa Scott –Los Ángeles 2019- es verosímil. Su arquitectura triunfa sobre la realidad, porque se parece a Nueva York o Tokio, ciudades “globales”. Algunas cosas -como una publicidad de Coca Cola- colaboran para que aceptemos ese futuro. Nada nos cuesta imaginar su continuidad. Pienso que aceptamos ese futuro porque está construido con los familiares elementos del presente. Cabe preguntarse: ¿no habremos construido igual nuestro pasado?
Blade Runner presenta entonces un escenario bien hecho, que aceptamos, pero no se demora en ello. El juego estético es necesario para el argumento y es también el que permitían las condiciones  materiales de 1982. Lo que vale en la película, basada en el libro ¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas? de Phillip Dick, es la condición existencial de los personajes, la forma en la que encajan en el mundo, la manera en la que se valoran entre sí y sobre todo la idea que cada uno tiende de sí mismo y de la vida. Ya en la primera escena somos interpelados, cuando asumimos como propio el interrogatorio al que someten a un recluso llamado León. La prueba, que se llama test de Voight-Kampff, la lleva a cabo un inspector que fuma y toma café. Consiste en una serie de preguntas para determinar si el paciente es o no humano. Hay una mesa, una máquina que mide las funciones vitales al responder analizando el iris, un ventilador de techo. El test arranca así: usted camina por el desierto y encuentra una tortuga dada vuelta, calcinándose al sol. Sin embargo, no la ayuda. ¿Por qué? ¿Por qué, León? León se altera, no sabe qué decir. El inspector le pide que se relaje, es sólo un test. Le pregunta entonces por su madre. León lo asesina.

León es un replicante. Modelo Nexus-6. Es decir, alguien que replica pero no es –a diferencia del actual concepto de clon- un hombre. Es sintético, pues no tiene tras de sí todo el desarrollo y los conflictos humanos. No tiende a la filosofía, más bien a la reacción. El razonamiento es mecánico pero lúcido: ejecutan tareas calificadas en guerras y en colonias del espacio exterior. No poseen recuerdos. Tienen mejoras: son más fuertes que un ser humano promedio y sanan más rápido. Casi no sienten dolor. Su vida útil no supera cuando mucho los cuatro años. La obsolescencia programada también es típica de la industria asiática. Continuamente son reemplazados por la Tyrell Corporation. Su diseñador es un perfecto ñoño llamado J. F. Sebastian que vive en un edificio en ruinas, rodeado de muñecos vivos que él mismo diseñó para que le hagan compañía.

Después de matar al inspector durante la prueba Voight-Kampff, León se escapa junto a otros tres replicantes Nexus-6. Roy Batty, un comando, Zhora, que es una trabajadora sexual entrenada como asesina y Pris, una especie de juguete sexual.  Esta fuga no es producto del oportunismo. Este grupo de prófugos es liderado por el más inteligente y lúcido, Roy Batty. Este replicante es un soldado excepcional, lo que diríamos “un fuera de serie”. Un producto que se salió de la cinta de montaje y se “individuó”. Es interesante leer al personaje de Batty en paralelo a la alegoría de la caverna de Platón -que a su vez poder cruzar con el centralismo de Neo de Matrix- y ver a ese individuo de la especie que hace, en relación al grupo, un salto cualitativo. En este caso, ese salto está dado por la fuerza del despertar simbólico; el descubrimiento de la vida más allá de la vida o la caída del mundo fenoménico que percibimos a través de los sentidos: la realidad no es el mundo de las formas tal y como lo solemos advertir. Inesperada, indeseablemente, estas preguntas empiezan a surgir en la cabeza de Batty y los otros. Así que se escapan y viajan en secreto a la Tierra. Su plan –íntima misión prefigurada por el líder- es dar con su creador y averiguar cuánto tiempo más de vida les queda. A contramano de todos los replicantes, Batty se ha dado cuenta de que morirá. Su personaje exije, para ser verosímil, ese miedo tan humano. Batty ha dejado de ser una cosa en el instante mismo que descubre que ocupa un tiempo histórico, signado por dos fechas: la del nacimiento y la de la muerte.

Alarmados por la fuga –y porque desconocen las intenciones legítimas de la misma- las autoridades llaman al último de los Blade Runner, el detective retirado Deckard. Más tarde, cuando Deckard esté en la jefatura de policía, quedará claro que Blade Runner hace alusión a un pesquisa, un cazador. Lo vemos comer en un puesto callejero chino. Lo aborda Gaff, un policía que se la pasa haciendo pequeñas figuras de papel, esas que los orientales llaman origami. Lo interpreta Edward James Olmos, que se hizo famoso haciendo al teniente Castillo en División Miami. Gaff le informa que su antiguo jefe –llamado Bryant- lo quiere ver porque hay un “trabajo”. Bryant, más tarde, lo pone al tanto de la fuga y del trabajo que debe hacer. Es curiosa la palabra que usa para referirse a los replicantes: “portapieles”. Cosifica lo que en origen ya es una cosa. La otredad es abordada en la película de un modo serio pero a la vez sutil. Es un policial disfrazado de ciencia ficción que nos engaña: nos pone del lado de lo que creemos bueno porque es lo aceptado, y nos hace odiar lo que “tenemos” que odiar. La condición de replicantes pasa a segundo plano para nosotros. Haberse fugado los convierte en enemigos de la sociedad y la policía debe atraparlos como sea. Natural, instintivamente, apoyamos a Deckard. Jugamos, también, a ser nosotros el detective que porta placa, arma y está mal afeitado. Por todo eso, no podemos ver que nos cazamos a nosotros mismos.

Deckard  se dirige junto a Gaff a la Compañía Tyrell. Lleva un maletín de donde saca una máquina idéntica a la que vemos al comienzo de la película y le hace a Rachel –secretaria de Tyrell- el test Voight-Kampff. Para la mayoría de los replicantes, unas pocas preguntas bastan. Rachel agota el test. Recién en la última, que incluye una comida con perro hervido, Deckard la descubre. Tyrell pide a Rachel que se retire. Sabe que Deckard lo ha descubierto, pero también sabe que está asombrado. Jamás ha visto un replicante como Rachel. Ella es única, le dice. Un experimento, un replicante cuya esperanza de vida superará con gran amplitud los cuatro años promedio de todo replicante ordinario. Un replicante con recuerdos implantados, que le permiten mantener un equilibrio emocional.

Hay una escena de gran crueldad en la película. Es cuando Deckard persigue a la replicante  prostituta, Zhora, y la mata. Zhora había conseguido trabajo en un cabaret. Hasta allí llega Deckard, guiado por una escama artificial de serpiente encontrada en el departamento de León. Cuando Dekard llega, Zhora se encuentra justo haciendo su show, bailando con una serpiente enroscada en su cuerpo lleno de purpurina. Al llegar a la Tierra, ella había elegido abrirse. Quería –como tantos- disfrutar lo que le quedaba de “vida” sin hacerse preguntas. Las preguntas las traía Deckard. Y también un arma. En un momento del interrogatorio, Zhora se siente acorralada y sale corriendo. Deckard la persigue y le dispara por la espalda, ya en la calle. En primera instancia, sentado con un tarro de pochoclo en el cine,  cualquier yanqui medio habrá aplaudido en su momento la caída del primero de “los malos”. Pero, ¿valía matar a alguien cuya muerte no tardaría mucho en llegar? ¿Alguien que sólo buscaba llegar a ese final sin molestar a nadie? ¿Matar a alguien solamente por intentar enfrentar sus miedos? Deckard mata porque le mandan matar, además. Su obediencia debida lo vuelve más intolerable aún. Después del tiroteo, a Deckard le informan que también hay que retirar a Rachel, la secretaria de Tyrell.

Deckard comienza a seguir a Rachel, desde lejos. De pronto, León –que ha presenciado la muerte de Zhora- lo sorprende y lo ataca. Deckard lleva las de perder pero es Rachel quien –sabiéndose observada- regresa sobre sus pasos y mata a León con un arma que lleva consigo. Más tarde, ella irá hasta el departamento de Deckard –donde hay un piano- a buscar respuestas y a demostrarle que es humana. Deckard, que ha tenido acceso al expediente de fabricación de Rachel y por ende a las memorias que le implantaron, se empecina en hacerla sufrir. Le dice que aquel recuerdo de la araña en su ventana, cuando niña, es falso. Que nadie sabía de aquel miedo. Él lo supo leyendo su expediente. Una escena pasa desapercibida, porque la asociamos a un momento romántico que tiene lugar al piano –puesto allí sólo para justificar el eje central de la película- pero que hacia el final te rompe la cabeza, partiendo en mil pedazos el espejo donde reflejamos  nuestro propio concepto de los demás. Se trata de un unicornio blanco que atraviesa un bosque, imaginado por Deckard. La imagen nos sugiere –nos hace saber- que se ha enamorado de Rachel y por ello entrado en un conflicto.


Mientras tanto, Batty no se ha quedado quieto. En una visita a un asiático fabricante de ojos –a quien apura- obtiene el nombre de J. F. Sebastian, un diseñador genetista que sabe cómo llegar hasta Tyrell. Antes de matar al asiático, le dice “no sabes las cosas que he visto con tus ojos”. Pris se hará pasar por una chica de la calle para acceder a su departamento y dejar luego entrar a Batty. Sebastian es un ñoño que vive rodeado de muñecos que hablan y caminan, en un inmenso edificio en ruinas. Cuando Batty conoce a Tyrell –nuestro equivalente a Dios- descubre a un ser inferior y lo mata junto con Sebastian. Ni bien es puesto al tanto de estos homicidios, Deckard va hasta el departamento de Sebastian. Pris, que se esconde a plena vista, disimulada entre tantos otros muñecos como si ella también lo fuera, lo sorprende. Él le dispara y la mata. Se recupera y comienza entonces a buscar a Batty por todo el edificio, sosteniendo una lucha que llegará hasta la terraza e, incluso, a otro edificio. Sobre el final, vemos cómo Batty le salva la vida a Deckard –sí, al que asesinó a los suyos- cuando este resbala al saltar y queda colgando de una viga. Comprende que nada logrará matándolo, entiende lo absurdo de la venganza. Los cuatro años de Batty están llegando a su fin. La lucha lo ha deteriorado.  Él, un comando creado para la guerra, morirá habiendo ascendido como ser: le ha perdonado la vida a su cazador, como Jesús le pidió a Dios que perdonara a los romanos por no saber lo que hacían. Batty ha aceptado su destino. “¿Es toda una experiencia vivir con miedo, verdad?” –le dice a Deckard antes de salvarlo-. “Eso es lo que significa ser esclavo.”  Sentado bajo la lluvia, frente a Deckard, rememora su vida. En sus palabras hay ahora paz y entendimiento. En su mano –señal del espíritu santo- tiene una paloma blanca. “Yo he visto cosas que los humanos no creerían. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.” Batty muere y suelta la paloma. Gaff llega poco después, y marchándose, le grita a Deckard: “Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?”. Cuando llega a su departamento, Deckard nota que la puerta está abierta. En su cama yace Rachel. Deckard cree, como nosotros, que está muerta. Pero sólo duerme. Mientras se están yendo –ambos escaparán hacia un futuro incierto- Deckard descubre en el suelo del pasillo, frente a su puerta, una pequeña figura de papel plateado. Al levantarla, ve que se trata de un unicornio. Lo que primero sentimos, es que Gaff  les ha permitido escapar, perdonando así a la replicante. Pero, ¿recuerdan la imagen del unicornio que surcó fugazmente los pensamientos de Deckard mientras tocaba el piano? ¿Quién tuvo acceso a los recuerdos implantados de quién, ahora? ¿Quién es ahora un maldito portapieles?