sábado, 17 de diciembre de 2016

El infierno son los otros

“Cuanto más diferente es alguien de mí, más real me parece, porque menos depende de mi subjetividad”
Fernando Pessoa


En 1960 la compañía Eastman Kodak –que ya llevaba tres cuartos de siglo en el negocio de la fotografía- le encargó a un grupo de sociólogos, entre ellos el joven Pierre Bourdieu, realizar un estudio sobre los usos de la fotografía. Lo que había comenzado como una maravilla técnica del mundo moderno en el siglo XIX ya se había convertido en una práctica muy generalizada en la cultura francesa de los años sesenta, y Kodak quería saber de qué podía ir la cosa. De allí surgieron algunas preguntas, como quiénes fotografiaban y quiénes eran fotografiados. ¿Eran siempre hombres los que dominaban la cámara? ¿Quiénes eran sujetos de la mirada? ¿Había una relación de poder en el hecho de capturar la imagen del otro? Hoy podríamos preguntarnos por qué la gente le saca fotos con su celular a la hamburguesa que está por comer en una estación de servicio y la sube a redes sociales. 

Pienso en la primera y en la última escena de una película francesa que se llama El placard. Es el día en el que van a sacar la foto a los trabajadores de una empresa. Desde el vamos, mientras se forman para la foto, se hace evidente una jerarquización de los cuerpos según cargos y relevancia, además de sexo y contextura física. También se presenta, sin rodeos, uno de los argumentos de la película: justo queda fuera de cuadro un empleado al que van a despedir muy pronto. No aparece en la foto porque es como si ya no estuviera. Al rato, en un baño, escuchará la noticia sin ser notado y su mundo se derrumbará íntegramente. 

Así comienza la historia de François Pignon, quien esa misma noche conoce a un nuevo vecino con el que urde un plan para no perder el empleo: hacerse pasar por gay. Salir del placar, evitando así que la empresa (una fábrica condones) se vea envuelta en un escándalo, acusada de discriminación. Nuevamente será una foto –trucada, enviada por correo anónimamente por el vecino de Pignon- el eje de la trama. ¿Es posible construir un relato sobre el pasado con fotografías?

Es central en el film el tema de la otredad. Es decir, se vuelve crucial la forma de entender que en la vida cotidiana –allí, en esa empresa de condones- existe otro que no soy yo. Ese otro que no-es-yo, funciona de manera intrapersonal entre todos los personajes de la película. Hay una escena que me parece muy buena, porque pivotea sobre la semántica del film. Françoise, sobrepasado, le dice a su vecino que no podrá interpretar a un gay, no podrá fingirlo porque hasta ese día se comportó de una determinada manera y ahora, de buenas a primeras, no puede entrar moviéndose o hablando diferente. Entonces el vecino, que no deja de acariciar un gatito gris, le dice una frase total: vos no tenés que hacer nada, lo que tiene que cambiar es la mirada de los demás. Así, Françoise pasará a sufrir una metamorfosis que opera en realidad en los otros. Notamos un cambio generado en la organización a partir de la llegada del nuevo Pignon que va a desestructurar las relaciones antes existentes, convirtiéndose él en una fuerza modificadora de la fuerza instituyente. Como heterosexual, era percibido como un hombrecito gris, tímido, aburrido y sin audacia. Como homosexual, se lo ve arriesgado, con carácter, alegre. Cabe preguntarse también si no hay allí una estereotipación del homosexual a partir de la mirada de un-otro pseudo progre. Hasta su hijo decide ir a visitarlo –después de verlo en la tele en un desfile por el orgullo gay- y fumar marihuana. Lo ascienden de puesto, deja ir por  fin a su ex esposa –por quien siempre sintió nostalgia- y seduce a su ex jefa de sección, quien es la que descubre el montaje de Pignon para no ser despedido.

Capítulo aparte merece Félix, interpretado por Gerard Depardieu, un macho alfa jugador de rugby y maltratador de su esposa Agnes que, ante la noticia de la homosexualidad oculta de Pignon, comienza a fingir empatía con él. Una mala broma durante una reunión de directorio, donde se había mostrado la fotografía y dado marcha atrás con el despido, le hizo pensar a Félix que cualquiera podía ser echado y que mostrar homofobia podía ser un motivo. Al igual que esos policías estadounidenses negros que cuando arrestan a un “hermano” de color lo muelen a palos el doble, como una muestra de que la supremacía blanca los ha aceptado al darles un arma y una chapa, Félix se pasa para la otra vereda con la extremada fe de los conversos. Comienza por invitarlo a comer al restaurante más costoso de la ciudad. Después, le compra chocolates. Más tarde, un pulóver rosado en una tienda cara. Agnes, su esposa maltratada, lo deja. No deja de sorprender que el motivo sea la presunta homosexualidad de Félix y no su machismo. Destrozado, durante un almuerzo en la compañía, Félix se quiebra ante Pignon y le dice que Agnes lo ha por fin dejado y le pregunta entonces si no quisiera vivir con él. Ante un no como respuesta, Félix se le tira encima y lo agarra del cuello. Lo sacan entre cinco y termina en una casa de retiro. Saldrá al final, para regresar a la empresa y recuperar su puesto.

La última escena transcurre exactamente un año después que la primera. Una vez más van a tomar la fotografía de la empresa. Ya conocemos a los personajes, ya vimos cómo son y también qué ha cambiado en ellos. Sabemos también cómo ven el mundo ahora. La fotografía, que aparenta ser igual a la primera, es sin embargo asimétrica. Nuevas relaciones y jerarquías se tejen entre nosotros todo el tiempo, y con aquello que miramos.



domingo, 24 de abril de 2016

Álbum familiar

El pasado siempre es un buen negocio. Cuando nadie lo esperaba, 25 años después de su finalización, salió completa en dvd la famosa serie The wonder years (en Argentina se la conoció como Los años maravillosos y en algunos refritos hipnóticos y mutilados, simplemente como Kevin). Para darle manija a la difusión de este nuevo material, que entre los fanáticos será furor, se reunieron en un programa televisivo los actores Fred Savage, que interpretaba al personaje central, “Kevin Arnold”, Danica McKellar, que era “Winnie Cooper”, la eterna novia prometida,  y Josh Saviano, que como todos vimos no es Marilyn Manson, más bien tiene pinta de pediatra.
Todos adorábamos Los años maravillosos por alguna razón. Tal vez porque estaba buenísima. Para empezar, abría con la única canción de los Beatles que me gusta más hecha por otro, With a little help from my friends. Queremos a Ringo y el enganchando que mete con Sgt. Pepper nos encanta. Pero Joe Cocker no solo le pone unos huevos terribles, sino que canta además como un negro hijo de puta en esa versión -más propia de Zeppelin- que abría la serie, un maldito perro inglés. A mí en lo personal me gustaba la cosa retro, como a todos. Aún hoy me pasa. Cuando vimos la serie eran los noventa, que serían como los sesenta de ahora. Yo tenía la sensación de que todo tiempo pasado era mejor.  Pienso que los primeros en leer La Eneida de Virgilio, tuvieron una experiencia más sublime que la que yo tengo leyendo toda la basura que editan hoy, incluyendo las biografías. Cuando venían mis tíos de Buenos Aires o amigos de mi viejo, siempre hablaban de los sesenta. De cómo era ser adolescente en los sesenta. De cómo era ir a bailar o escuchar los discos de Club del Clan. De lo seguro que resultaba irse de mochilero. Los noventa, en cambio, estaban plagados de desenfado y pibes con arito que empezaban a fumar marihuana para divertirse. Los noventas eran una versión ácida y malhumorada de los sesenta. Lennon fue Cobain y Vietnam la Guerra del Golfo. Uno tenía la certeza de que el pasado era mejor. Los colores eran más brillantes. La tela de la ropa más gruesa. Las chicas más lindas, con más carne (una tetona de aquel entonces hoy pasa por gorda directamente). Los autos eran enormes, con motores V8. Los Beatles y los Stones tenían veintipico de años. Todavía se miraba la luna sin la huella de Neil Armstrong.  
Ambientada a finales de los sesenta y principios de los setenta, Los años maravillosos fue una serie costumbrista, con una buena dosis de edulcorante yanqui.  Todo asunto dramático derivaba en el lagrimón; si el padre (Jack) se enojaba, como frecuentemente lo hacía, era porque se escondía detrás de eso una enseñanza ética. En los golpes y la brutalidad del hermano mayor, Wayne, como también en su idiotez, se escondía una muestra verticalista de cariño varonil. En cualquier cuento de Lamborghini, Wayne sodomizaría a Kevin varias veces por capítulo. En Los años maravillosos no pasa de golpes, guerras de almohadas, robo de dinero o insultos varios.
Un personaje interesante, en el sentido en que Marge Simpson lo es, es Norma, la mamá. Detrás de su sumisión está la abnegación de la madre estoica. Sabemos, por ejemplo, que ella dejó la universidad y se mudó al otro lado del país siguiente a Jack. Siempre me pareció que el personaje de ella era el único  que, con una vueltita de rosca, parece salido de un cuento de Raymond Carver. Nada nos cuesta imaginar a esa rubia estadounidense tipo que vive en un suburbio, tomando vodka o vino a escondidas, fumando con nerviosismo por las mañanas.  Una mujer así seguramente sufriría ataques de pánico o acaso desarrollara una bipolaridad.
Pero, si bien era costumbrista, no era por eso obligadamente realista. Para mí presentaba un ideal colectivo para la clase media, que era la que más se veía representada. Los Arnold vivían en un suburbio prolijo de un pueblo estadounidense. Esas calles tranquilas, con algún auto sedan estacionado y chicos andando en bicicleta. Hileras de árboles, uno enfrente de cada casa con la cerca de madera blanca y el jardín verde hasta la entrada. Esa calle por la que se van hablando, al final de la película, Bruce Willis y el negro en El último boy scout. Los Simpson también viven en un lugar así, un lugar tan común y promedio que es más bien un “no lugar”.  En un cuento, Borges dice que todos los pueblos son iguales, hasta en eso de creerse distintos. Algo parecido ocurre al pensar en el impersonal Springfield, por ejemplo. 
Como casi todo lo televisivo estadounidense, había una bajada de línea moral. De la buena, de esa de la que hace de uno un buen hombre o mujer o niño. Un buen patriota. Nada se salía de cuadro. Hasta la hija mayor, que se había hecho hippie contra todo pronóstico en un hogar conservador, en el último capítulo reaparece embarazada. Su rebeldía es producto de la confusión de la juventud. Finalmente ella sigue el camino correcto. También Wayne, que después de la muerte del padre, Jack, sienta cabeza y se hace cargo de la fábrica de muebles. Es todo un símbolo que el final transcurra justamente un 4 de Julio, día de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Hay un desfile en la calle principal y todos agitan banderas. Una vez, una estudiante recontra de izquierda de la facultad me dijo que los yanquis te descontaban impuestos si en tu película ponías la bandera yanqui. La conversación se había dado creo que sobre eso, lo mucho que aparecen las barras y las banderas en productos de todo tipo, incluidos el cine y la televisión. Me sentí desilusionado de que la bandera apareciera en películas que me gustaban o de autores que respetaba, como por ejemplo en esa escena en la oficina de 2001, Odisea del espacio. La verdad es que hoy, si yo fuera director y en verdad me descontaran impuestos por mostrar la bandera en mi película, lo haría sin ningún tipo de miramiento. Entre pagar más o pagar menos, pagaría menos. Es precisamente con una banderita en la mano que Kevin y su padre Jack se reencuentran.

En un ensayo, Fabián Casas dice que la nostalgia es algo que nos salva del tiempo presente. Como otros antes que él, nota que el tiempo se detuvo y ya no hay innovaciones o que como sociedad o especie ya no podemos hacer nada nuevo. El final de la historia, como dijo un japonés. Por eso, según él, se produjeron los nueve shows seguidos en River de The Wall. Dice que Waters se convirtió en una banda tributo a sí mismo porque es mejor presentar una obra que ya tiene 30 años que algo nuevo. En todo caso, las pequeñas o grandes variaciones nos conforman, pero sólo cambiamos el tono, no el fondo. Si antes se criticaba al nazismo, ahora se critica a Nike. Se reúnen las viejas bandas, como Police, Zeppelin o Genesis. Si no se reúnen, porque están peleados o porque alguno murió, sacan material que durante años se llenó de polvo en alguna disquera por considerarse “inescuchable”. Si no queda nada nuevo, se vuelve sobre lo ya hecho. Se lo remasteriza, se lo presenta en un formato vistoso, se le agregan outakes o rehearsals. Se  vuelven a editar las viejas películas bajo la novedad de director’s cut, con escenas que en principio habían sido descartadas, ahora en dvd de alta definición cuya edición es una suerte de souvenir. Supe hace poco que Ridley Scott planea una segunda parte de Blade Runner. Salvo por El padrino, de Coppola, o en el caso del mismo Scott la secuela de Alien, o incluso Terminator de Cameron, cuya segunda película es genial, las segundas partes no son para nada buenas, porque son innecesarias. Ninguna más innecesaria que Blade Runner, película de culto si las hay dentro del género de la ciencia ficción.

La nostalgia tiene tan buena prensa porque no nos interesa el presente. nuestro desinterés del presente lo contamina todo. Todo lo tamiza. Por ejemplo la final del mundial de fútbol de Brasil: se vivió en un tiempo que no era en el que estaba ocurriendo. Muchos, durante ese domingo, trataron de recordar lo que habían hecho en las finales anteriores (si es que las vivieron), cómo se habían vivido los días y aún más las horas previas. Más aún pesó el futuro: ante la posibilidad de ganarle a la maquinaria alemana, muchos trataron de fijar en sus memorias cada detalle de ese domingo, multiplicando incluso ademanes y palabras innecesarias, como si supieran que estaban haciendo de algún modo historia. Es decir, en este último caso la nostalgia los ganaba por anticipado. Se  me ocurre que ahora, al ver la serie, ya no experimentaremos la nostalgia de los sesenta, como lo hicimos al verla por primera vez. Pienso que la nostalgia ahora será por los noventa, por aquellos que fuimos mientras daban la serie. La única manera de vivir el tiempo presente, se me ocurre, es cuando se corta la luz y uno no puede enchufar nada ni ver un viejo álbum de fotos. Si es que esto último sigue existiendo. 

viernes, 15 de enero de 2016

Lágrimas en la lluvia

Si analizamos la televisión por cable, vemos que el control remoto representa uno de sus fundamentos. La experiencia de cambiar canales, de fragmentar no sólo las imágenes y el sonido y los contenidos (podemos pasar de un informe sobre drogas a un partido del Real Madrid) sino de fragmentar también el mapa del conocimiento que nos vamos armando, no sería posible sin el control remoto. La idea del rating y la medición de audiencia, sin la posibilidad frenética del cambio de canal, tendrían otro ritmo. Habría menos programas y durarían más tiempo y resurgirían los formatos ómnibus. Debo pues, a un control remoto y a esa práctica quirúrgica del zapping el haber dado una noche, desde mi cama, con una película que recién empezaba. Los títulos anunciaban de entrada a Harrison Ford, que ha sido Han Solo y ha sido Indiana Jones. Otros actores de Hollywood comparten ese poder, esa posibilidad tan particular de la otredad. Uno imagina a Ian McKellen llegando a un coctel y presentándose:
-Hola, qué tal, mi nombre es Ian McKellen pero también soy Gandalf y Magneto.
Me quedé a ver quién sería esta vez Harrison Ford. La respuesta me acompaña hasta hoy: el detective Rick Deckard.

La película –un clásico de culto de la ciencia ficción- era Blade Runner, que me deparó varias felicidades que comenzaron esa misma noche. Su director era Riddley Scott. Dos película suyas, dispares, ya me gustaban sin saber que eran de él: Alien y 1492: La conquista del paraíso, con la actuación en ambas de Sigourneay Weaber. En la primera, como parte de la tripulación de la nave espacial Nostromo, un carguero que llega a una colonia en otro planeta donde ocurren cosas extrañas. En otra, encarnando a la reina Isabel la católica. En Blade Runner, Scott vuelve sobre el mismo tópico de “mundo nuevo” y “orden alterado” donde por momentos el cazador es la presa. En Alien porque la criatura considerada un animal salvaje demuestra ser una máquina de matar. En 1492 porque los españoles, violentos con los nativos, son sin embargo acosados por el medio ambiente y por sus propias intrigas. En Blade Runner el escenario vuelve a ser futurista pero no está tan rigurosamente diseñado. No hay paisajes bucólicos ni criaturas de pesadilla. Hay más bien un futuro que no llega a ser del todo distópico, donde asistimos a una geografía urbana de Los Ángeles que tiene mucho de Tokio o de Beijing. Los asiáticos dominan ese futuro, como en La rosa roja de Nissan de John Holloway. Hay una sociedad global de consumo que se anuncia todo el tiempo en pantallas gigantes y en edificios “inteligentes”. No es el futurismo marciano berreta de Total Recall, película de pobre y elemental argumento. La ciudad que piensa Scott –Los Ángeles 2019- es verosímil. Su arquitectura triunfa sobre la realidad, porque se parece a Nueva York o Tokio, ciudades “globales”. Algunas cosas -como una publicidad de Coca Cola- colaboran para que aceptemos ese futuro. Nada nos cuesta imaginar su continuidad. Pienso que aceptamos ese futuro porque está construido con los familiares elementos del presente. Cabe preguntarse: ¿no habremos construido igual nuestro pasado?
Blade Runner presenta entonces un escenario bien hecho, que aceptamos, pero no se demora en ello. El juego estético es necesario para el argumento y es también el que permitían las condiciones  materiales de 1982. Lo que vale en la película, basada en el libro ¿Sueñan los robots con ovejas eléctricas? de Phillip Dick, es la condición existencial de los personajes, la forma en la que encajan en el mundo, la manera en la que se valoran entre sí y sobre todo la idea que cada uno tiende de sí mismo y de la vida. Ya en la primera escena somos interpelados, cuando asumimos como propio el interrogatorio al que someten a un recluso llamado León. La prueba, que se llama test de Voight-Kampff, la lleva a cabo un inspector que fuma y toma café. Consiste en una serie de preguntas para determinar si el paciente es o no humano. Hay una mesa, una máquina que mide las funciones vitales al responder analizando el iris, un ventilador de techo. El test arranca así: usted camina por el desierto y encuentra una tortuga dada vuelta, calcinándose al sol. Sin embargo, no la ayuda. ¿Por qué? ¿Por qué, León? León se altera, no sabe qué decir. El inspector le pide que se relaje, es sólo un test. Le pregunta entonces por su madre. León lo asesina.

León es un replicante. Modelo Nexus-6. Es decir, alguien que replica pero no es –a diferencia del actual concepto de clon- un hombre. Es sintético, pues no tiene tras de sí todo el desarrollo y los conflictos humanos. No tiende a la filosofía, más bien a la reacción. El razonamiento es mecánico pero lúcido: ejecutan tareas calificadas en guerras y en colonias del espacio exterior. No poseen recuerdos. Tienen mejoras: son más fuertes que un ser humano promedio y sanan más rápido. Casi no sienten dolor. Su vida útil no supera cuando mucho los cuatro años. La obsolescencia programada también es típica de la industria asiática. Continuamente son reemplazados por la Tyrell Corporation. Su diseñador es un perfecto ñoño llamado J. F. Sebastian que vive en un edificio en ruinas, rodeado de muñecos vivos que él mismo diseñó para que le hagan compañía.

Después de matar al inspector durante la prueba Voight-Kampff, León se escapa junto a otros tres replicantes Nexus-6. Roy Batty, un comando, Zhora, que es una trabajadora sexual entrenada como asesina y Pris, una especie de juguete sexual.  Esta fuga no es producto del oportunismo. Este grupo de prófugos es liderado por el más inteligente y lúcido, Roy Batty. Este replicante es un soldado excepcional, lo que diríamos “un fuera de serie”. Un producto que se salió de la cinta de montaje y se “individuó”. Es interesante leer al personaje de Batty en paralelo a la alegoría de la caverna de Platón -que a su vez poder cruzar con el centralismo de Neo de Matrix- y ver a ese individuo de la especie que hace, en relación al grupo, un salto cualitativo. En este caso, ese salto está dado por la fuerza del despertar simbólico; el descubrimiento de la vida más allá de la vida o la caída del mundo fenoménico que percibimos a través de los sentidos: la realidad no es el mundo de las formas tal y como lo solemos advertir. Inesperada, indeseablemente, estas preguntas empiezan a surgir en la cabeza de Batty y los otros. Así que se escapan y viajan en secreto a la Tierra. Su plan –íntima misión prefigurada por el líder- es dar con su creador y averiguar cuánto tiempo más de vida les queda. A contramano de todos los replicantes, Batty se ha dado cuenta de que morirá. Su personaje exije, para ser verosímil, ese miedo tan humano. Batty ha dejado de ser una cosa en el instante mismo que descubre que ocupa un tiempo histórico, signado por dos fechas: la del nacimiento y la de la muerte.

Alarmados por la fuga –y porque desconocen las intenciones legítimas de la misma- las autoridades llaman al último de los Blade Runner, el detective retirado Deckard. Más tarde, cuando Deckard esté en la jefatura de policía, quedará claro que Blade Runner hace alusión a un pesquisa, un cazador. Lo vemos comer en un puesto callejero chino. Lo aborda Gaff, un policía que se la pasa haciendo pequeñas figuras de papel, esas que los orientales llaman origami. Lo interpreta Edward James Olmos, que se hizo famoso haciendo al teniente Castillo en División Miami. Gaff le informa que su antiguo jefe –llamado Bryant- lo quiere ver porque hay un “trabajo”. Bryant, más tarde, lo pone al tanto de la fuga y del trabajo que debe hacer. Es curiosa la palabra que usa para referirse a los replicantes: “portapieles”. Cosifica lo que en origen ya es una cosa. La otredad es abordada en la película de un modo serio pero a la vez sutil. Es un policial disfrazado de ciencia ficción que nos engaña: nos pone del lado de lo que creemos bueno porque es lo aceptado, y nos hace odiar lo que “tenemos” que odiar. La condición de replicantes pasa a segundo plano para nosotros. Haberse fugado los convierte en enemigos de la sociedad y la policía debe atraparlos como sea. Natural, instintivamente, apoyamos a Deckard. Jugamos, también, a ser nosotros el detective que porta placa, arma y está mal afeitado. Por todo eso, no podemos ver que nos cazamos a nosotros mismos.

Deckard  se dirige junto a Gaff a la Compañía Tyrell. Lleva un maletín de donde saca una máquina idéntica a la que vemos al comienzo de la película y le hace a Rachel –secretaria de Tyrell- el test Voight-Kampff. Para la mayoría de los replicantes, unas pocas preguntas bastan. Rachel agota el test. Recién en la última, que incluye una comida con perro hervido, Deckard la descubre. Tyrell pide a Rachel que se retire. Sabe que Deckard lo ha descubierto, pero también sabe que está asombrado. Jamás ha visto un replicante como Rachel. Ella es única, le dice. Un experimento, un replicante cuya esperanza de vida superará con gran amplitud los cuatro años promedio de todo replicante ordinario. Un replicante con recuerdos implantados, que le permiten mantener un equilibrio emocional.

Hay una escena de gran crueldad en la película. Es cuando Deckard persigue a la replicante  prostituta, Zhora, y la mata. Zhora había conseguido trabajo en un cabaret. Hasta allí llega Deckard, guiado por una escama artificial de serpiente encontrada en el departamento de León. Cuando Dekard llega, Zhora se encuentra justo haciendo su show, bailando con una serpiente enroscada en su cuerpo lleno de purpurina. Al llegar a la Tierra, ella había elegido abrirse. Quería –como tantos- disfrutar lo que le quedaba de “vida” sin hacerse preguntas. Las preguntas las traía Deckard. Y también un arma. En un momento del interrogatorio, Zhora se siente acorralada y sale corriendo. Deckard la persigue y le dispara por la espalda, ya en la calle. En primera instancia, sentado con un tarro de pochoclo en el cine,  cualquier yanqui medio habrá aplaudido en su momento la caída del primero de “los malos”. Pero, ¿valía matar a alguien cuya muerte no tardaría mucho en llegar? ¿Alguien que sólo buscaba llegar a ese final sin molestar a nadie? ¿Matar a alguien solamente por intentar enfrentar sus miedos? Deckard mata porque le mandan matar, además. Su obediencia debida lo vuelve más intolerable aún. Después del tiroteo, a Deckard le informan que también hay que retirar a Rachel, la secretaria de Tyrell.

Deckard comienza a seguir a Rachel, desde lejos. De pronto, León –que ha presenciado la muerte de Zhora- lo sorprende y lo ataca. Deckard lleva las de perder pero es Rachel quien –sabiéndose observada- regresa sobre sus pasos y mata a León con un arma que lleva consigo. Más tarde, ella irá hasta el departamento de Deckard –donde hay un piano- a buscar respuestas y a demostrarle que es humana. Deckard, que ha tenido acceso al expediente de fabricación de Rachel y por ende a las memorias que le implantaron, se empecina en hacerla sufrir. Le dice que aquel recuerdo de la araña en su ventana, cuando niña, es falso. Que nadie sabía de aquel miedo. Él lo supo leyendo su expediente. Una escena pasa desapercibida, porque la asociamos a un momento romántico que tiene lugar al piano –puesto allí sólo para justificar el eje central de la película- pero que hacia el final te rompe la cabeza, partiendo en mil pedazos el espejo donde reflejamos  nuestro propio concepto de los demás. Se trata de un unicornio blanco que atraviesa un bosque, imaginado por Deckard. La imagen nos sugiere –nos hace saber- que se ha enamorado de Rachel y por ello entrado en un conflicto.


Mientras tanto, Batty no se ha quedado quieto. En una visita a un asiático fabricante de ojos –a quien apura- obtiene el nombre de J. F. Sebastian, un diseñador genetista que sabe cómo llegar hasta Tyrell. Antes de matar al asiático, le dice “no sabes las cosas que he visto con tus ojos”. Pris se hará pasar por una chica de la calle para acceder a su departamento y dejar luego entrar a Batty. Sebastian es un ñoño que vive rodeado de muñecos que hablan y caminan, en un inmenso edificio en ruinas. Cuando Batty conoce a Tyrell –nuestro equivalente a Dios- descubre a un ser inferior y lo mata junto con Sebastian. Ni bien es puesto al tanto de estos homicidios, Deckard va hasta el departamento de Sebastian. Pris, que se esconde a plena vista, disimulada entre tantos otros muñecos como si ella también lo fuera, lo sorprende. Él le dispara y la mata. Se recupera y comienza entonces a buscar a Batty por todo el edificio, sosteniendo una lucha que llegará hasta la terraza e, incluso, a otro edificio. Sobre el final, vemos cómo Batty le salva la vida a Deckard –sí, al que asesinó a los suyos- cuando este resbala al saltar y queda colgando de una viga. Comprende que nada logrará matándolo, entiende lo absurdo de la venganza. Los cuatro años de Batty están llegando a su fin. La lucha lo ha deteriorado.  Él, un comando creado para la guerra, morirá habiendo ascendido como ser: le ha perdonado la vida a su cazador, como Jesús le pidió a Dios que perdonara a los romanos por no saber lo que hacían. Batty ha aceptado su destino. “¿Es toda una experiencia vivir con miedo, verdad?” –le dice a Deckard antes de salvarlo-. “Eso es lo que significa ser esclavo.”  Sentado bajo la lluvia, frente a Deckard, rememora su vida. En sus palabras hay ahora paz y entendimiento. En su mano –señal del espíritu santo- tiene una paloma blanca. “Yo he visto cosas que los humanos no creerían. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.” Batty muere y suelta la paloma. Gaff llega poco después, y marchándose, le grita a Deckard: “Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?”. Cuando llega a su departamento, Deckard nota que la puerta está abierta. En su cama yace Rachel. Deckard cree, como nosotros, que está muerta. Pero sólo duerme. Mientras se están yendo –ambos escaparán hacia un futuro incierto- Deckard descubre en el suelo del pasillo, frente a su puerta, una pequeña figura de papel plateado. Al levantarla, ve que se trata de un unicornio. Lo que primero sentimos, es que Gaff  les ha permitido escapar, perdonando así a la replicante. Pero, ¿recuerdan la imagen del unicornio que surcó fugazmente los pensamientos de Deckard mientras tocaba el piano? ¿Quién tuvo acceso a los recuerdos implantados de quién, ahora? ¿Quién es ahora un maldito portapieles?



viernes, 16 de octubre de 2015

Sobre "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger

Si a usted le gusta leer ficción –y más particularmente le gusta leer cuentos- debería casi obligadamente conseguir Nueve cuentos de J. D. Salinger y leerlo de un saque en una sola tarde. Como suele decirse hoy en día cuando intenta venderse un disco o un libro recopilatorio que arriesga una retrospectiva en la obra de un artista, Nueve cuentos funciona tanto “para expertos lectores como para los apenas iniciados”. Para los expertos, porque la literatura de Salinger –lo mismo que la de Capote, Cheever o Carver- sigue funcionando en tres o cuatro capas de profundidad una vez que hemos terminado de leerlo. Para los iniciados, porque escribe con una prosa clara, casi sin ornamentos ni metáforas y además porque es entretenido. Salinger no es un poeta, como lo puede ser Capote en medio de un cuento donde la poesía se desliza sin que uno lo espere –Cheever también hace eso. Salinger –que la mayoría de las veces pareciera ser dueño de un solo registro para escribir- cuenta las cosas con el ímpetu de quien siente la obligación, el destino inevitable de hacerlo. En su caso, pareciera ser que además de eso, demorarse en la búsqueda de una belleza lingüística, es algo estéril. No le interesa. Leerlo nos da la sensación de estar frente a una bestia. Ni siquiera busca un nombre de fantasía para el volumen: le alcanza decir que son cuentos y que son  nueve. El resto que se vaya a la mierda.

El primer cuento que leí de Truman Capote se llama –el título es inquietante y hermoso- Las paredes están frías, un cuento publicado en 1943. Por suerte yo desconocía aún las claves en la literatura –en la vida- de Capote, esa manía suya de destruir aquello que tenía siempre a la mano, excusándose una y otra vez bajo su naturaleza de periodista-escritor. Capote logró codearse con lo más acabado de la crema estadounidense, la high society de su época, los chicos y chicas vanity fair, para después hablar de ellos –a veces con nombre y apellido- y dejarlos mal parados. Describirlos no sólo como frívolos, sino también como imbéciles, vacíos, mezquinos y, a veces, como niños mal educados en un mundo que les da, sobre todo, miedo. Capote nos dice, a lo largo de muchos de sus cuentos y novelas, que el mundo norteamericano –sobre todo el de la alta sociedad- es un mundo de apariencias y un mundo de mierda. Todas esas claves están presentes en ese cuento breve, esa short story, que es Las paredes están frías.
El primero de los nueve cuentos de Salinger, llamado Un día perfecto para el pez banana, me produjo la misma sensación que el cuento de Capote. Esa sensación que viene a nosotros, virgen, una vez cada tanto, y que buscamos insistentemente en el mismo autor o en otros por mucho tiempo después: encontrar un hit.  

También las claves de Salinger están en ese cuento breve. Las relaciones tormentosas, los diálogos interrumpidos por interlocutores que no se prestan verdadera atención –cuando los personajes de Salinger hablan, el lenguaje humano queda expuesto como lo que en realidad es: un mecanicismo-, el vaso de alcohol en la mano o el cigarrillo mientras se habla por teléfono o se mira por la ventana, los hombres mayores perturbados que se sienten platónica o físicamente atraídos por niñas muy pequeñas en las que encuentran la capacidad redentora que tiene la pureza. El mismísimo Salinger mantuvo relaciones con una veintena de aspirantes a escritoras que apenas sobrepasaban los dieciocho años. Al parecer sufría un trauma llamado glosolalia, donde el afectado produce un lenguaje ininteligible, compuesto por palabras inventadas y secuencias rítmicas y repetitivas, propio del habla infantil. ¿Una especie de anzuelo para entrar sin avisos en el mundo de las niñas? Después de leer sus cuentos y enterarme algunos pormenores de su vida, no lo descarto. En sus otros cuentos, la niñez y la pre adolescencia ocupan un lugar recurrente. 

Un día perfecto para el pez banana arranca con una conversación telefónica entre una madre y su hija en un cuarto de hotel. La joven está de vacaciones con su joven marido Seymour Glass –ex soldado que estuvo en el frente y sobre el cuál Salinger volverá a escribir sobre el final de su carrera- en la playa. La madre está preocupada porque Seymour ha dado ya muestras de ser un desequilibrado mental y tiene miedo por la hija. Ni la una ni la otra se escuchan con atención. Todo el diálogo que mantienen es mecánico. Las frases de la chica son continuamente interrumpidas por la madre que exagera la preocupación y vuelve una y otra vez sobre la locura del esposo. Le dice que ella y su padre están preocupados, le pide que vuelva. La hija minimiza todo y le pide a la madre que no se preocupe. Seymour se ha comportado muy bien últimamente y hasta ha tocado el piano todas las noches en el restaurante del hotel desde que han llegado.

Mientras madre e hija hablan, en la playa está Seymour Glass. En inglés, esas palabras se pronuncian fonéticamente “si mor glas”, lo que equivale también al sonido utilizado para decir “see more glass” o, en español, “ve más vidrio”. Precisamente, esas son las palabras que pronuncia una niña llamada Sybil como si fuera un mantra, mientras su madre le unta bronceador en la espalda: “ve más vidrio”. Es inquietante que la niña pronuncie de manera disfrazada, frente a su propia madre, bajo el hermoso sol de la playa, el nombre del pedófilo con el que ha iniciado una amistad por esos días. Ni bien su madre termina de ponerle bronceador, le dice que se vaya a jugar a la orilla porque ella tiene que verse con una amiga para tomar un Martini. La niña se aleja y se encuentra con Seymour, boca abajo en la arena. Un detalle de Salinger –que como vemos es un hijo de puta para los detalles- nos lo muestra como un niño: el pudor a sacarse la remera. La niña y él conversan en un diálogo que apenas oculta la tensión sexual. Ella le hace una escena de celos porque la noche anterior dejó que otra niña – ¡una niña de tres años!- se sentara a su lado mientras él tocaba el piano. Él le dice una mentira: “mientras estaba a mi lado, imaginaba que eras tú”. Cuando terminan de hablar se despiden. Él le ha besado un pie. Ella vuelve con su madre y él regresa al cuarto donde su joven esposa duerme. Seymour abre una valija de la que saca un revolver. Se apunta a la sien y se mata.

Así de loco estaba este tipo llamado Salinger. Basta leer solo este  cuento para comprobarlo. 

lunes, 31 de agosto de 2015

El destino y las repeticiones

Entre 1947 y 1950, Ray Bradbury fue publicando en distintas revistas -de ciencia ficción o divulgación científica- una serie de relatos. Ese último año, la mayoría de estos apareció bajo el título común del hoy celebradísimo Crónicas marcianas. Es obvio que los relatos no fueron escritos para justificar un volumen. Más bien nos parece que lo que tienen en común es presentar un escenario futurista en el planeta rojo y nada más. No existe un hilo conductor por fuera de esto. También, comprensiblemente, puede parecernos que el mejor de los relatos incluidos en Crónicas marcianas es “La tercera expedición”.
En mi adolescencia y gran parte de mi primera juventud estuve enfrascado en la literatura argentina y latinoamericana. Por obligación –esto hoy me parece ridículo- fui incluyendo cada tanto en esos años la lectura de un clásico. Tal vez porque me gustaba mucho Arlt, me gustó Crimen y Castigo de Dostoievsky, que leí en la traducción de no sé quién. Leí La metamorfosis traducida por un mexicano y no vi en Kafka al escritor que como nadie reflejó el esquizofrénico modo de vida en las ciudades capitalistas. Es decir que atravesaba por una etapa incapacitada de apreciar traducciones. A mí me gustaba, y lo tenía bien claro, leer de primera mano. Y además sentía que los dramas y escenarios de lo leído debían parecerme locales. Nada más equivocado. ¿En cuántos hogares de nuestra sociedad no se ha montado El rey Lear de Shakespeare? ¿Cuántos hombres con el carácter de Shylock no están presentes en nuestras vidas, ayudándonos con el secreto afán de vernos fracasar y cobrarnos con creces esa ayuda? Pero yo no podía entonces apreciar ni las traducciones ni el sentido universal de dramas como La Eneida del prolongado Virgilio. Entre la larga lista de nombres que mi preferencia rechazaba, estaba por ejemplo Stephen King –a quién hoy considero un buen escritor cuyos libros son entretenidos- y también Bradbury, cuya ciencia ficción norteamericana me sugería –prejuiciosamente- una película clase B. Por eso demoré la lectura de Crónicas marcianas durante años.
Debo aclarar que mi relación cinematográfica con la ciencia ficción es buena, no  así con la literatura de este género. Las primeras películas de la saga de Star Wars, las originales de El planeta de los simios, las dos primeras de Alien y la colosal 2001: A space odissey fueron mi piedra bautismal. Fue a razón de esta última que años más tarde descubrí otro ícono de la filmografía de ciencia ficción: Solaris, del ruso Andrei Tarkovsky. A su vez, esta película –que fue vendida como la respuesta soviética a 2001- estaba basada en un libro de 1961 escrito por un polaco llamado Stanislaw Lem. La película de Tarkovsky podía funcionar como respuesta a 2001, sí señor. Ambas presuponen un viaje final para alcanzar el estado de plenitud. Una, lo encuentra en los confines del universo. La otra, en las profundidades de nuestra mente. Es precisamente este último argumento el que plantea Solaris de Lem y que es evidentemente similar al planteado por Bradbury en “La tercera expedición” de Crónicas marcianas. En ambas se postula la idea de una inteligencia extraterrestre que es capaz de sondear en la humana y utilizar sus recuerdos para dominarla o exterminarla, en el caso de Bradbury, o de “redimirla” según Lem. Veamos cada caso.

La tercera expedición nos relata la llegada a Marte de un grupo de seres humanos. Son diecisiete. Dos mueren en el viaje. Entre los quince sobrevivientes, solo tres – el capitán Black, Lusting y Hinkston- serán protagonistas. A través de ellos sabemos lo que ocurre con los demás.  Hay una clave en el título. Una tercera expedición exige dos expediciones anteriores de las cuales se infieren sendos fracasos. Esto justificaría un tercer viaje. No queda claro el motivo por el cual fracasan las dos primeras misiones, pero entrevemos razones al advertir qué mecanismos estropean la tercera: se trata de algo sobrehumano. Las perplejidades no se hacen esperar. La nave toca el suelo marciano pero el aspecto es el de un pueblo estadounidense de los años veinte. Perfectamente podría ser Ohio. Los tripulantes de la nave no dan crédito a lo que ven. Se asombran del prado verde y las campanas doradas de la iglesia. Después del miedo al que ha dado paso el asombro inicial, surge la necesidad de explicar lo que ven, conciliarlo con lo que esperaban. El capitán Black arriesga una primera teoría, la más débil de todas: las civilizaciones de ambos planetas evolucionaron de la misma, exacta manera. Hinkston propone que la igualdad de ambos es prueba de la existencia de dios. Ya fuera de la nave, caminando por las calles de esa exacta copia de un pueblo de Estados Unidos, bajo un aire de primavera, uno de ellos se pregunta si no se trataría de gente de la tierra que odiaba la guerra y para escapar de ella construyeron un cohete con ayuda de científicos y marcharon hacia Marte. En la puerta de una casa hablan con una mujer de unos cuarenta años. Les dice que están en un pueblo de Illinois llamado Green Bluff y que es el año 1926. Otra idea cobra fuerza: se desviaron de su ruta y viajaron hacia atrás en el tiempo. Pero algo más extraño ocurre para confusión de todos. Lusting se encuentra con sus abuelos, muertos hace mucho tiempo. Lo invitan a su casa y le dan limonada. Le explican que allí viven la muerte como una segunda oportunidad, sin preguntas. No recuerdan cómo fue que llegaron, pero hacen notar que eso no importa. Señalan que allí se vive en paz. Aunque la atmósfera sigue enrarecida y los personajes se saben ante una situación extraña, no deja de existir un trato familiar entre Lusting y sus abuelos que funciona como trampa. Ninguna de las dos partes actúa a la defensiva y los tripulantes creen que están frente a seres humanos reales. Los marcianos –ya entrevemos- crean personas y lugares idénticos a los de la Tierra para evitar que surja desconfianza por parte de los terrestres. 
La nave es rodeada por los familiares de los tripulantes. Cada uno de ellos baja y se reencuentra con un muerto: madres, padres y hermanos. Incluso el Capitán Black, que estaba furioso por la desobediencia a permanecer en la nave, se encuentra con su hermano. Este le cuenta que en casa lo esperan papá y mamá. Así, todos se van a sus casas a pasar la tarde y la noche. Antes dormir, el capitán tiene una última preocupación por sus hombres. Como si a pesar de sentirse inexplicablemente feliz y pleno, no dejara de evaluar la posibilidad de que todo sea un engaño. Esa contradicción tan humana es un acierto de Bradbury. Mientras comparte la habitación con su hermano, el capitán se pone a pensar profundamente en esto. Se pregunta: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el  pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes! Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi  padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de  mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico”. Desesperado, se levanta de la cama. Entones su hermano le pregunta a dónde va. “A tomar agua”, dice Black. “Tengo sed”. “No, no tenés sed” dice el hermano.
El relato podría finalizar allí y ser perfecto. Bradbury siente la obligación de añadir rasgos circunstanciales. Por ejemplo, decirnos que Black no llegó a la puerta. Decirnos que al otro día los extraterrestres enterraron a los muertos como si fueran sus hijos o hermanos, en el cementerio del pueblo.

En Solaris no hay una especie que se sienta amenazada, como los marcianos. No hay una civilización, sino un planeta que en su totalidad está cubierto por un océano, el océano de Solaris, cuya composición es orgánica. Todo el planeta es -en sí mismo- un ser vivo que además está dotado de inteligencia. Pero no es una inteligencia cuya arquitectura se parezca a la laberíntica mente humana. Es de otro tipo. Una inteligencia alienígena fuera de toda explicación, fuera de toda semántica del lenguaje. La única clave que admite la existencia de esta aberración es metafísica. Aún así, sentimos que no podemos explicar a Solaris aunque lo aceptemos. Lo mismo le habrá sucedido a San Agustín al preguntarse qué era el tiempo.
Alrededor de Solaris orbita una estación espacial rusa. La tripulación ha comenzado a dar muestras de un comportamiento errático. Al sucederse en el tiempo una serie de irregularidades, deciden mandar a un psicólogo llamado Kris Kelvin. Ni bien llega nota un total estado de desorden y abandono en la estación. Sólo dos tripulantes sobreviven. El primero que ve se llama Snaut, que lo recibe con miedo y recelo. Luego ve a Sartorius, quien rechaza salir de su laboratorio donde convive con lo que parece un niño. Un tercero, Gibarian, se ha suicidado pocos días antes de su llegada. Snaut es quien le habla sobre “los visitantes”. El doctor Gibarian no pudo con ellos. Kelvin formula una primera hipótesis relacionada con la toxicidad y envenenamiento que produciría la atmósfera del planeta. Para sostenerlo, se dedica a estudiar la “solarística”, el extenso corpus científico que ha intentado por más de un siglo y medio explicar el comportamiento de la superficie de Solaris. Pero Kelvin comprueba que esta vasta biblioteca no es más que una especie de literatura. El lenguaje que conoce perderá sentido. Pronto, él mismo comienza a ser parte de los fenómenos que afectaron antes a la tripulación. Recibe la primera noche a su “visitante”, tal como los llamara Snaut. En medio del sueño, Kelvin despierta y ve sentada junto a él a su esposa Hari, quien se había suicidado. No está soñando, lo sabe. En verdad allí está ella, de carne y hueso. Esta Hari no recuerda haberse suicidado. Actúa como si siempre hubiera estado allí, como si nunca se hubieran separado. Pero no puede ser, porque su esposa lleva muerta mucho tiempo. Decide deshacerse de este clon y lo arroja al espacio. A la noche siguiente Hari vuelve. No recuerda nada de lo ocurrido la víspera. Se torna débil, aunque posesiva y demandante. No quiere que Kelvin se aleje de ella ni un instante.
Kelvin eliminará sucesivamente a las Hari que Solaris le envía cada noche, hasta cansarse. Se pregunta ya a esas alturas no qué es Solaris, sino cómo es posible la existencia de algo así. Descarta la posibilidad de un planeta autista cuando Sartorius le confirma que las apariciones comenzaron luego de bombardear el océano con radiación intensa. Solaris está vivo. Respondió. Descarta al mismo tiempo la idea de contacto, ya que no puede existir nada parecido entre dos formas de vida tan diferentes. Solaris, sabe, los lee como un libro abierto y del subconsciente de cada uno crea a “los visitantes”. Por etapas, pasará del pánico inicial al estupor y de este a la resignación. La falsa Hari se torna cada vez más humana. Kelvin, que la rechazaba por ser una copia, comienza a aceptarla. Entiende que no son meras marionetas, sino creaciones involuntarias del planeta que han sido paridas sin pedirlo. El prolijo examen de cada una de las copias de Hari que se presentan en su habitación lo comprueba. Hay una similitud aquí con los replicantes de Blade runner. Después de todo, ¿el ser humano es solo la suma de su pasado? ¿Y si la vida hubiera comenzado para cada uno de nosotros hace apenas un instante? ¿No puede ser esto también una segunda oportunidad? Sin dificultad, Kelvin se enamora de esta otra Hari de carne y hueso y que tanto se parece a la que fue su esposa real. Porque después de todo, quién puede decirle que aquella y esta no son la misma. Pensemos en el ruiseñor de Keats. Sabe también que las creaciones de Solaris ganarán por insistencia. El planeta no lo dejará irse. De algún modo sabe que Hari sigue en su mente y la sacará de allí una y otra vez. Al revés de la otra, esta Hari no morirá nunca. Como cualquiera de nosotros lo haría, Kelvin decide entonces quedarse en la estación espacial para entregarse al influjo irracional de Solaris y vivir en el eterno amor de los brazos de su esposa, lejos de la muerte.

En ambas historias, una inteligencia superior a la nuestra penetra en nuestro subconsciente y saca de allí elementos de nuestra intimidad, que vuelven bajo la forma de un familiar muerto. Pese a lo irregular que se presenta la realidad para estos personajes, el sentimiento de haber recuperado lo que estaba irrevocablemente desaparecido es más fuerte que la realidad misma. En la de Bradbury –se me ocurre pensar- la eliminación del recién llegado es una solución final más esperada y también más habitual de un tipo nacido en Estados Unidos. Los marcianos engañan para matar. Lo bueno de este cuento es que no ganan los bárbaros. En cambio, lo de Solaris es a simple vista irracional. El planeta, al sentirse atacado, le regala a los hombres una última visión del paraíso. Tal vez, una inmejorable arquitectura para la muerte. Sobre el final, Solaris es razón pura.
Sabemos que al destino le agradan las repeticiones. Podríamos decir que también al arte y que su universo no es otra cosa que un copioso sistema de citas. Acaso no debiera sorprendernos que a un escritor estadounidense y a uno soviético se les haya ocurrido el mismo argumento. Postulado un plazo infinito, la eternidad da para todo.




lunes, 17 de agosto de 2015

Vietnam

Caía la tarde y yo estaba en una terraza charlando con un desconocido, trago en mano, sobre guerras. Empezamos con antiguas guerras de persas y espartanos, romanos y cartagineses, esas que uno conoce de un modo más que nada literario o pictórico. El cine dorado de Hollywood ayudó también, en la era de la reproducción mecánica del arte, a fijar en las masas ciertas ideas sobre el mundo antiguo. En mi caso, también las enciclopedias: esa cultura para la gente sin cultura. Discutimos si la conquista de Tenochtitlán en la que Cortés  derrota para siempre al imperio azteca contaba como guerra. Alguien me dijo una vez que durante un sitio que duró setenta y cinco días, miles y miles de mexicas pelearon contra trescientos españoles hambrientos. Según esa persona, Cortés era un genio militar, como Alejandro Magno, San Martín o Patton. Le dije que algunos siglos no pasan en vano y que la literatura cambia las cosas. Miles de indios exterminados y una ciudad tomada por un grupo de españoles convienen a los libros, pero más que nada a la grandeza de un supuesto espíritu español. Agranda la hazaña e intimida a los futuros conquistados. También, nos da argumentos para novelas o películas. De la Segunda Guerra Mundial pudimos desarrollar algunos pormenores, por los muchos documentales, los libros y porque nuestros bisabuelos inmigrantes habían tenido algún papel en ella cuando eran muy jóvenes. Nos dijimos que sobre esta guerra era sobre la que más se había escrito. Dato incomprobable a esa hora, en esa terraza. Pero ambos teníamos esa sensación de convencimiento. De la Primera Guerra pudimos reconstruir apenas alguna anécdota o comentario dudoso. Hablamos de Malvinas, claro, que no fue otra cosa que hablar de la idea del nacionalismo, la patria y la república. ¿Cómo sería –si nos las devuelven- la integración cultural y económica de los kelpers?

Inesperadamente, nos demoramos hablando de Vietnam. Después de un rato largo, nos preguntamos qué nos había hecho hablar tanto sobre la guerra de Vietnam. No sabíamos si nuestros datos eran verídicos. Pero eran profusos, como los que puede aportar un experto. Títulos, anécdotas, fechas, geografías, políticas económicas, tipos de armas y helicópteros, formas de combate, códigos, estrategias fallidas, metáforas. ¿De dónde habíamos sacado toda esa información?
-Hablamos mucho de ella porque es una guerra famosa –dijo el otro. Creo que era ingeniero. Ambos estábamos aburridos de la reunión y habíamos subido a fumar.
-Es cierto –le dije-. Una guerra es ante todo una miseria. Es trascedente, se  me ocurre, por la huella que deja. También puede ser célebre, si su principio es la leal defensa de un territorio.
-Y Vietnam lo fue. El pueblo vietnamita, en su mayoría campesinos, resistieron diez años los embates de Estados Unidos. Más tarde, la operación Ho Chi Min expulsó para siempre al imperialismo americano. Se trata de una gesta heroica.
Era ya evidente que mi interlocutor sentía amor por la idea de las batallas y las guerras. Ahora que lo pienso, es muy posible que él haya sacado el tema. Por lo demás, era muy amable y educado al hablar. De esos que entienden perfectamente que una discusión sirve para entretenernos, para decorar el aire.
-La clave me parece a mí que está en la palabra “fama” –dije-. ¿Qué es lo que vuelve a una guerra famosa?
-El relato –dijo.
-Así es, el relato.
Hablamos también de que el relato es la forma en que la guerra llega a la gente que no la vivió. La experiencia de la guerra –definimos- no es el relato de la guerra. Una guerra es entonces famosa cuando el relato que la cuenta llega a más gente que aquella que la padeció. Eso le pasó a un campesino llamado Eróstrato en la antigua Grecia, que para ser famoso prendió fuego una de las siete maravillas del mundo. El relato de lo que hizo lo eternizó, pese al castigo que los jueces impusieron: la prohibición de que se lo nombrara. El cine –en el caso de Vietnam el norteamericano- consiguió que la épica de la batalla y el sentido de la aventura -que hicieron de La Eneida de Virgilio una obra eterna- se siguiera resolviendo en el vuelo rasante de un helicóptero sobre una aldea arrocera de Vietnam; el brillo de las espadas, el viejo lenguaje del metal, es suplantado en la pantalla por el agente naranja y explosiones que despedazan plantas, tigres y personas. El relato épico por excelencia ha sido siempre la batalla. El cine moderno ha utilizado la guerra como argumento incontables veces. Recuerdo que en un breve paso por la carrera de letras en la facultad de humanidades, leí durante el primer cuatrimestre un largo poema llamado La canción de Rolando. Recuerdo los caballos, la descripción de yelmos, las insaciables espadas que pueblan el poema. Recuerdo una tormenta final, paralela a la muerte del héroe, que me hizo pensar en una exaltación cristiana.  En nuestra épica moderna el cine ha reemplazado a los recitadores de poesía así como los guionistas de series han reemplazado a los novelistas. En las películas cuyo tema es una posible invasión extraterrestre, no son pocas las veces donde la historia se cuenta como una épica. Un relato, donde al revés de Vietnam, sí ganan los yanquis una y otra vez. O gana el sentido humano de la vida y la belleza, encarnado en alguien yanqui. Como ocurre en El día que la tierra se detuvo. Sea bélico, histórico o de ciencia ficción, en ese cine todo se resuelve a través de la buena y vieja guerra, con los Rolling Stones o los Doors de fondo.  Esa guerra que exaltaban los futuristas italianos en pos de la máquina como único dios:

[L]a guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los alto al fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas

Hoy, dentro del relato histórico, la guerra real perdió fuerza como parte de la épica. Hay algunas muy buenas, como la del desarmador de bombas, The Hurt Locker, que dirigió la ex esposa de Cameron, Kathryn Bigelow. Son películas que ya toman como escenario la guerra por el petróleo –en este caso Bagdad- y ya no los viejos ecos del enfrentamiento con la Unión Soviética. Pero actualmente, en general, se prefiere filmar películas de romanos o elfos o astronautas, pero sin el brillo de esas grandes producciones al estilo Cleopatra. Los estadounidenses han sido pioneros y maestros en filmar su historia y en ocasiones la de los demás y venderla vía Hollywood al resto del mundo. Se trata, creo yo, de un mandato cultural. Una inmensa aula donde aprender el american way of life. ¿Cómo explicar el espagueti western? Todavía en mi niñez se jugaba con revólver de sebitas a los cowboys o vaqueros. No jugábamos a ser Güemes jugándose el pellejo en Salta. El cine yanqui nos hizo preferir  los terrenos baldíos de pastos largos porque se parecían a la selva de Vietnam. Hablábamos a los gritos, nos tirábamos con piedras y con tierra y a veces hasta con palos. Decíamos “Charly” como decían en las películas para referirse a los vietnamitas. Supongo que los hombres grandes del barrio debían pensar que éramos unos idiotas, y con razón.
Películas sobre la guerra de Vietnam se extendieron hasta entrada la década de los noventa. Libros de papel ilustración donde podemos ver fotografía de madres flacas llevando en brazos a niños desnudos muertos, también. Se trata de una guerra que pareciera ser de todos, como la torre Eiffel o las pirámides. Nos parecen tan familiares, que nadie podría decir que no las conoce. Salvo por el hecho de que toda guerra es nuestra, porque la guerra es humana, Vietnam ha sido desde hace cuarenta años un ícono: su paisaje de palmeras, sus planicies inundadas con campesinos que cosechan arroz, las embarcaciones militares patrullando ríos verdes. Y el cine representa, como diría Walter Benjamin, un bisturí para el ojo. Sin embargo, ninguna película, por mejor que sea, es un buen homenaje para una guerra. Como los álbumes de fotografías, que alguna parejita sacará cada tanto de un anaquel para hojear mientras toman un café una tarde de lluvia, son un hecho estético y no la guerra en sí. Como el relato.
Para finalizar, y pensando en esa manía norteamericana del for export, pienso en cómo sería si el norte fuera el sur, como dijo un poeta, y el gaucho hubiera cobrado la anchura mitológica del cowboy, ese otro hombre atravesado de llanura. ¿La familia Ingalls serían un tipo que toma mate, se pone violento los sábados por culpa del alcohol y vive junto a una hembra morena, taciturna y reservada? Un tipo elemental, hijo más bien del negro, el criollo y el indio, ajeno a ideas raras como las de patria o política. Una diferencia hay en aquella épica conquista del oeste norteamericano y esta mitología sudamericana: el cowboy no puso su vida obligado en las guerras de la independencia. Los gauchos murieron por algo que desconocían. Eso vuelve su destino romántico.

PD:                      Gracias, en verdad.  Brindo con una Coca helada
por prolongar en nuestros monoambientes del centro
en sábados de trasnoche o domingos por la tarde
el desvelo de Virgilio y de Homero; la fiebre
engalanada de Lawrence de Arabia,
la ausencia vespertina de la droga en la cara de Oliver Stone.



Novela negra

Una suerte de revival ha hecho ponerse de moda, otra vez, a la novela negra. Hay un enaltecimiento repentino del género. Surgió hace unos años y a lo mejor, mientras escribo esto, ya esté desapareciendo o mutando hacia otra cosa. Pero escribir policiales, en el último tiempo, se ha convertido en algo serio. Los escritores de novela policial, sea clásica o negra, venden muy bien, participan en festivales especializados del género y son jurados en concursos nacionales e internacionales. Antes, los escritores profesionales del género policial eran algo así como periodistas aburridos frente a una Remington. Uno hasta puede ver la cortina medio baja, un ventilador, el cenicero repleto, el tipo con la camisa sucia, abierta dos botones.

La nueva novela negra vende cientos de miles de ejemplares; autores y fanáticos coinciden en la fascinación que provoca el suspenso. Es porque el suspenso sugiere un orden, un universo cuya arquitectura es asequible al hombre. El suspenso es entretenido mientras dura en las novelas policiales, porque sabemos que todo el embrollo que leemos está construido para un final. Los laberintos están pensados para generar confusión, pero también están construidos para que uno encuentre la salida en algún momento. Sugiere el caos, pero es una construcción humana racional y por ende no postula el caos sino un orden. No lo notamos la mayoría de las veces porque nos entregamos al suspenso y a la excitación. El lector de novela negra hace eso. Se me ocurre que son lectores que buscan una buena historia ante todo, antes que una buena novela o un buen libro. Buscan historias que podrían ver en la televisión o el cine, pero las quieren leer. Películas adaptadas de novelas, como El secreto de sus ojos o La viuda de los jueves, difundieron el género para la gente que no lee. Como los libros de los que viene, es un tipo de cine prolijito, de manual. Quién sabe si habrán estimulado a alguien a leer ese tipo de novelas después. Leer, por ejemplo, A sangre fría de Capote. Pero sin duda, el que compra libros policiales quiere tener una filiación con el libro en la mano, con el papel. Son lectores, a su manera, románticos. ¿O no buscan acaso seguir con una tradición?

El género policial ha sido considerado por muchos como algo menor, un producto clase B. Siempre hablando de bajos fondos, de gente arruinada por la vida. Los personajes fuman y el mecanismo narrativo es siempre el mismo: el investigador está solo en su oficina. Llega una rubia a contratarlo. Hay una tensión sexual que debe ser postergada. En la primera investigación que hace, el tipo se encuentra un muerto en un baño, etc. Los lectores del género deben buscar eso, supongo. Como los que compran los discos nuevos de AC DC o los Rolling Stones. Tener más de cinco o seis libros de Agatha Christie o todas las novelas de Chandler, me parece un disparate. Es como ir a la casa de alguien y que sus únicos quince discos sean de blues. Porque eso tampoco habla de una especialización. Pero es un género pensado también por muchos escritores para hacerse cargo de un tipo de problemática social, de relaciones de poder y vinculación entre delito y política. Y debemos recordar que muchas veces, los géneros clase B, al no estar dentro del canon, al no ser observado, trabajan con total libertad. Ahí podemos encontrar muchas veces lo interesante.

A mí, el género me llegó por televisión. A fines de los 80’s daban una serie estadounidense llamada Historia del crimen una vez a la semana, por la noche. Siempre la mirábamos. Ver series en el living, un día determinado, era algo que hacíamos cuando éramos chicos.
No importa cómo se hilvane una historia policíal, todas serán más o menos parecidas. Todas son, de algún modo, un cuento de Edgar Allan Poe llamado Los crímenes de la rue Morgue. Otro cuento de Poe, La carta robada, inaugura otro modo del relato policial: aquel donde un asesino o un tesoro que desapareció, ha estado desde el momento a la vista de todos. El impacto de estas historias es muy esperado. Seguimos queriendo que nos digan que el asesino era el mayor domo.

A lo que voy –sin juicios de valor- es que el género es fácil cuando se aprenden las claves. Con una buena mano y algo de inventiva para los rasgos circunstanciales, y acertada disposición para corregir y quitar cosas, cualquier escritor puede escribir una novela policial. El policial –sobre todo el norteamericano, que parece estar escrito siempre por periodistas- es una especie de crónica. Uno la va siguiendo sin problemas. No hace falta ser un lector entrenado que se leyó Los Sorias o 2666 (no las leí, pero me refiero a su extensión; de momento siguen siendo para mí un kilo de papel y de tinta). Una de detectives se puede leer en la playa. Son mejores que las novelas de  Bonelli y no presentan dificultad en su lectura. Es escritura pop. Hay algo que no deja de ser serial en ella, y pareciera que la identidad del escritor es con la máquina en la que escribe y no consigo mismo o con la experiencia del mundo. Eso sí: los personajes son vívidos. No están vacíos. No son zombies. Se debe, creo, a otro de los pilares de la novela negra: trabajar con estereotipos. El detective de Poe, Dauphin, sentó un estereotipo de detective que luego terminó de definir –y eternizar- Sherlock Holmes. La crisis del 30 aportó una geografía urbana decadente y una moral corrupta.
La novela negra aporta un poco de orden y lineamientos conocidos frente a tanto escritor que no sólo escribe sino que también es filósofo-sociólogo-fotógrafo-cineasta-estilista, esos que surgieron –en buena hora en su momento- como contracultura del menemismo y que escriben muy bien escribiendo mal, como dijo en una entrevista Fogwill. Pasa que a todos en algún momento se nos va la mano.
Hay gente que quiere leer cosas que entienda. Un género cercano al thriller y escrito de una manera en la cual pareciera que el escritor no está presente, sino que la historia se cuenta a sí misma, parece ser una combinación ideal para muchos lectores. En el policial, el lector sabe hacia dónde se dirige. El crimen va a resolverse. El orden va a restaurarse. Esa tranquilidad le permite al lector entregarse a la evasión, al mero goce estético de la historia. La novela negra restituye la noción de trama. Se trata casi siempre de una novela sociológica que se presenta en un tiempo de crisis. La corrupción social y urbana de Estados Unidos en los años treinta, por ejemplo, uno las puede ver muy bien expuestas en las novelas de Raymond Chandler. El escenario siempre es una ciudad –El nombre de la Rosa no- donde reina la marginalidad y la violencia. A muchos les gusta proyectar su violencia con películas, libros o juegos de rol o en el sexo. Otros las reprimen haciendo ejercicio.
El crimen existe desde que existe el hombre. Relatos de crímenes impregnan los mitos, como el de Edipo o Abel y Caín o Bruto y César. Están en la Biblia, incluso. Es decir que más que un género, es un argumento de la existencia humana. Por eso funciona.

Algo muy bueno que tiene el género policial –como todo género marginado, subalterno- es que puede tomar cosas prestadas de todos los demás géneros e incluso aparecer disimulado en géneros que en apariencia no son policiales. Otras veces, el policial está tan bien escrito que no lo vemos como un policial clásico. Es el caso de El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges o El nombre de la rosa de Humberto Eco. Eco le roba cuanto puede a la novela histórica y al arte provinciano para construir una trama y un relato monumentales. Ricardo Piglia arranca por hechos históricos y se sirve de la filosofía para escribir Respiración artificial. Faulkner, escribe un policial que no lo parece en su novela Santuario.
En cuentos como La casa en la arena de Juan Carlos Onetti o Emma Zunz de Borges, el policial –la posibilidad entrevista del policial- aparece al final. Pienso también en el policial al servicio de la ciencia ficción, como en el caso de la novela de Philip Dick llamada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en la que se basó Ridley Scott para filmar Blade Runner, un clásico de culto.
¿Cuántas veces hemos visto a los agentes Mulder y Scully del FBI llegar hasta un pueblo para investigar algún extraño suceso? Si pensamos que el policial juega con la corrupción, el poder y la política, ¿no sería Viaje a las estrellas un ejemplo más del género?

En lo personal, durante los últimos dos años he consumido mucho el canal ID, que todo el día se la pasa mostrando casos reales y ficcionados sobre el tema. Sigo a la espera de un caso lo suficientemente bueno como para ponerme a escribir una novela. Me gustaría poder escribir una novela buena y entretenida, es decir vendible. Y que pueda ganar un concurso que me de algún dinero para comprar un lote en un barrio alejado, que tenga un arroyo. Pasa que todos los casos se parecen tanto, que tengo miedo de caer en el simplismo. También ellos construyen un relato para la muerte.

El tigre de William Blake

Antes de empezar, les paso entera una traducción que realizó Soledad Capurro sobre el poema “El tigre”, del escritor inglés William Blake:

¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?

¿En qué lejanos abismos o cielos
Ardió el fuego de tus ojos?
¿Sobre qué alas se atreve a elevarse?
¿Qué mano se atrevió a tomar el fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo torcer el vigor de tu corazón?
Y cuando tu corazón empezó a latir,
¿Qué espantosa mano? ¿Y qué espantosos pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno estaba tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño
Osa abrazar su mortales terrores?

Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?

¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio
En las selvas de la noche,
¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?

Les paso ahora el original:

TIGER, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?

In what distant deeps or skies
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand dare seize the fire?

And what shoulder and what art
Could twist the sinews of thy heart?
And when thy heart began to beat,
What dread hand and what dread feet?

What the hammer? what the chain?
In what furnace was thy brain?
What the anvil? What dread grasp
Dare its deadly terrors clasp?

When the stars threw down their spears,
And water'd heaven with their tears,
Did He smile His work to see?
Did He who made the lamb make thee?

Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Dare frame thy fearful symmetry?

Hay otras variantes, donde además de traducir también se mete mano en la forma de versificar:

Tigre, tigre, que te enciendes en luz
 por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes, en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse? ¿Qué mano osó tomar ese fuego?

¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque? ¿Qué tremendas garras osaron sus mortales terrores dominar?

Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?

Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?

Otras “licencias” admiten por “Tyger!, Tyger! burning bright”: “¡Tigre! ¡Tigre! que te enciendes en tu luz” o también “¡Tigre! ¡Tigre! ardiendo brillante”. Estas diferencias me fueron dadas después de haberme encontrado a través de los años con distintas traducciones. Nadie, que yo sepa, intentó darle a “burning bright” el valor que en castellano tendría por “brillo ardiente”, que es como yo lo traduciría, entendiendo que vale como traspaso literal y también como metáfora.

El lenguaje críptico -y místico- de Blake debe ser un verdadero reto para los traductores de su poesía, pero no menos que su vida: fue profeta, pintor, poeta y grabador, dueño de una imaginación visionaria unida a un cristianismo místico que –según Cernuda- dieron un orden nuevo, iniciando experiencias que alguna generación futura puediera estimar dignas de continuación. Esa generación fue la de la segunda mitad del siglo XX: Aldous Huxley y sus Puertas de la percepción, Carlos Castaneda y su Don Juan. Blake fue al mismo tiempo un enemigo de las ciencias físicas y la filosofía natural, de allí que su tono siempre sea afiebrado. 
Hay quienes ven en la monja medieval Hildegard una precursora de Blake, así como Borges vio en Zenón a un precursor de Kafka. En 2012, el neurólogo británico Oliver Sacks publicó un libro llamado Alucinaciones en el que explora las posibles causas de por qué la gente común puede experimentar a veces alucinaciones y elimina el estigma detrás de la palabra. Explica: "Las alucinaciones no pertenecen en su totalidad a la locura. Mucho más comúnmente, están vinculados con la privación sensorial, la intoxicación, la enfermedad o el prejuicio." Acaso la teoría de Sacks pueda servir para explicar el trabajo alucinatorio de Blake.

El tigre es uno de esos viejos poemas –uno de los pocos poemas de esa época- a los que he vuelto una y otra vez. Lo he leído miles de veces, como también Oda a un ruiseñor de Keats. Ambos manejan un mismo argumento: la eternidad y los arquetipos. Es conocida la forma en la que Keats creó su más famoso poema. Enfermo, a los veintitrés años, en un patio, oyó –o creyó oír- el canto de un ruiseñor, ese pájaro que es más un símbolo literario que un ave real. Se preguntó entonces si ese mismo ruiseñor no sería aquel que también escucharon miles de años antes otras personas, en otros lugares: “La voz que oigo esta noche fugaz, fue oída en antiguos días por el emperador y el rústico: quizá el mismo canto que se abrió camino hasta el triste corazón de Ruth cuando añorando su patria, detúvose llorando en el trigal ajeno...”. El contraste entre la eternidad de la belleza y la fugacidad de la vida humana se convierte en el tema central del poema. El pájaro individual de esa noche, en ese jardín, no importa en tanto individuo de la especie, sino como arquetipo de una idea, de un canto, de una música, de algo que estuvo y seguirá estando aún cuando Keats, enfermo de tisis, haya muerto.
El tigre de Blake juega en el mismo campo. Si leemos el poema pensando en un tigre de verdad, nos parece harto común. Pero si entendemos ya desde el primer verso que ese tigre que se equipara a un brillo esplendoroso y también a un fuego o a un incendio, sabemos que el poeta nos habla de otro tigre, un tigre platónico que figura como el sello de dios, como una forma universal cuya esencia sería algo así como la “tigridad”, es decir, la posibilidad de que existan animales llamados tigres, que nazcan una y otra vez, pero que siempre sean la sombra, la proyección de aquel otro tigre, el único, el de fuego o de luz. Siempre pensé que la alusión a un bosque oscuro en el segundo verso tenía una doble función: la oscuridad funciona como contraste de ese fuego, realzando al tigre, pero también es símbolo de nuestra tiniebla mental, nuestra profusa manera de no comprender las formas de dios; en este caso, esa maravillosa forma que no entendemos pero que nombramos con el sonido “tigre”. De entrada, Blake interroga al tigre, pero es a Dios a quién está cuestionando:

¿Qué mano inmortal u ojo
Pudo trazar tu terrible simetría?
     
¿En qué lejanos abismos o cielos
Ardió el fuego de tus ojos?

O también, más adelante:

¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno estaba tu cerebro?
¿Qué yunque? ¿Qué espantoso puño
Osa abrazar su mortales terrores?

Cuando las estrellas tiraron sus lanzas
Y mojaron el cielo con sus lágrimas,
¿Sonrió al ver su obra?
¿Aquel que hizo al cordero, te hizo a ti?


Hace años que los tigres pululan en ficciones, en ilustraciones, en enciclopedias y diccionarios, y más frecuentemente en documentales como los que presentaba Lorne Greene en Mundo salvaje. Los tigres, desde hace siglo y medio, han caminado sobre tablones y tras barrotes de acero, bostezando enflaquecidos, o saltando aros de fuego para el deleite de familias que salen a pasear en días domingo. Adornan, caricaturescamente, cajas de cereal o carteles de estaciones de servicio. Cuán lejos ha quedado esa bestia maravillosa de Blake, generosa de vigor y de misterio.