A mediados de
los noventa, la revista Gente lanzó
una serie de fascículos sobre la historia del rock. Eran unas revistitas con
datos de bandas y algunas buenas notas. Cada uno traía de regalo un poster. Yo
sólo compré el segundo, que traía un poster de Freddie Mercury. El lanzamiento,
que nunca compré, había traído un poster de Mick Jagger. Era una foto tomada durante
la gira por Estados Unidos, a principios de los ochenta. Son los Stones de los
grandes estadios. Jagger vestido con calzas ajustadas y remeras de fútbol
americano.

Hace unos
meses un amigo me pasó Life, su
autobiografía escrita con ayuda de un tal James Fox. En lo personal, creo que
dentro del género biográfico, las autobiografías son las únicas que se presentan
con brutal naturaleza, porque uno intuye que funcionan a partir de la
autenticidad, aunque sólo nos muestren
parcialidades de un personaje. Según Borges, la autobiografía de su venerado
Kipling tenía mucho de esto último. Contar la historia de tu vida implica
seleccionar de un depósito de recuerdos y, en ese proceso de selección, dejar
cosas afuera. Coetzee –el matemático, no el escritor- nos diría que toda
autobiografía es una transgresión a la verdad: omitir que uno torturaba moscas
de niño es lo mismo que decir que lo hacía cuando en realidad no es cierto. Sin
embargo, somos lectores de autobiografías porque es en los pequeños detalles,
los que parecen innecesarios, donde armamos al personaje como un ser humano. En
ese sentido, la de Keith Richards cumple, y cumple muy bien. Quien espere leer
o descubrir que hay una vida fuera de los Stones, que se olvide de leerla.
Desde los veinte años, Richards ha estado metido en ese reality show que es ser
parte de la banda más institucional del rock and roll. Por momentos, la
experiencia de vida ligada íntimamente a la dinámica de la banda, deja en
segundo plano el glamur de las grandes giras y los shows de estadio. Según sus
palabras, llegaron a ser una familia muy enferma que en los ratos libres hacían
música. La experiencia con la droga atraviesa, sin sorpresas, todo el libro. Pero
uno no espera la precisión con la que Richards habla. Probó de todo e hizo de
todo. Y de nada parece arrepentido. De todo aprendió. Estuvo en prisión algún
tiempo en los sesenta. Fue una redada en una casa donde estaban de ácido con
Mick Jagger. Fue un quilombo. Según él, la policía lo tenía de punto. En la
Londres de aquellos años su comportamiento estaba mal visto. Cuenta que,
cansado de que lo arrestaran antes de meter la llave en la cerradura de su casa,
se compró una pistola. Estaba tan pasado, que se le había ocurrido la idea de
que podía usarla. Esa pistola, u otras, aparecen en los distintos capítulos del
libro, que es como decir a lo largo de su vida. A comienzos de los ochenta, muy
metido con la heroína, la cocaína y el alcohol, solo su hijo Brandon podía ir a
despertarlo. Brandon era entonces un niño que no superaba los diez años, cuidando
a su padre. Cuentan que costaba sacar a Keith de la cama, y que a veces estaba
tan drogado que manoteaba la pistola que siempre tenía debajo de la almohada
para sacar a la gente. Así ahuyentó a unas prostitutas que había llevado Ron
Wood a la habitación de un hotel y que ya llevaban ahí tres días. Disparó dos
veces al suelo y todos, incluido Ronnie, salieron como alma que lleva el
diablo.
Tal vez el
episodio más complicado haya sido el del aeropuerto de Canadá. Allí, las leyes
contra el narcotráfico son muy rígidas y castigan los delitos con penas muy
severas. Al parecer, los canadienses no se andan por las ramas. Una vez le
hundieron a España varios barcos en zona ilegal de pesca, después de dos avisos
que los ibéricos ignoraron. La cosa es que llega Richards con Anita Pallemberg,
su primer gran amor. En el chequeo, apoyan una valija entre tantas, repleta de
heroína, marihuana y pastillas. Antes de ir a juicio -tiempo después tuvo que
volver para ser juzgado- Richards cuenta que se tomó un año se excesos,
pensando que sería el último. Se barajaba la posibilidad de que le tocara
perpetua.
El libro abre como
una road movie. Van Ronnie Wood y él
en un auto de alquiler al que le rellenaron los paneles de la puerta con droga.
El baúl va lleno de whisky. Encima llevan coca y porros. Van por Estados
Unidos. Mientras el resto de la banda viaja por avión o colectivo, con
choferes, ellos alquilaron un auto y prefirieron ir haciendo la ruta del
sudeste, lo que se conoce como el “cinturón bíblico”. Si una cuna del rock y
del blues hay, esta región de pasado esclavista lo es. Pero también lo es –como
es de esperar- de comunidades con fuerte arraigo en el cristianismo evangélico.
La traza, los movimientos, el pelo, la manera de hablar, el whisky en la mano,
el continuo cigarrillo en la boca escandalizaban los pueblitos a los que
entraban a emborracharse y pasar a los baños a cada rato. Eventualmente, si la
cocaína los dejaba, comían unos huevos revueltos con tocino y se tomaban encima
un café. El crítico Nick Kent dijo del
Keith Richards de esos años: «Era el gran lord Byron; era un demente, era un
depravado y era peligroso conocerlo». La cosa es que en un pueblo los
detienen y los meten adentro. El comisario se muestra inflexible. Dos estrellitas
de rock británico no iban a poder con él. La gente se empezó a juntar afuera de
la comisaría y pronto se supo en los medios. Finalmente, llegó un juez y los
dejó ir a cambio de que se sacaran una foto con él, que salió en los diarios de
toda Inglaterra. Es que según va contando, el piensa que siempre lo apoyó el
pueblo, sin ser demagógico. Sólo por esto último uno no puede afirmar que
Richards es peronista. Porque tiene todo para ser serlo. Y también ser de Boca.
Medio gitano. Border. Aristotélico. Salvaje. Al revés que Jagger, que es
radical, de River, medio judío, centrado, platónico, civilizado. Esa es la
razón por la cual siempre tuvo alguna estrella de su lado para quedar libre y
que, llegado un punto, se le perdonara todo: huevos y un dios aparte. O un
pacto con el diablo. Por el asunto de Canadá, lo obligaron solamente a dar un
recital gratuito. Richards cumplió.

Para Richards,
eso fue dejar la droga: no pincharse más con heroína. Nos enteramos que cuando
cayó de una rama y se golpeó la cabeza, aún tomaba coca. El médico se lo preguntó
después de operarlo. Le dijo que era momento de cortar. Keith tenía ya 63 años.
En la parte que lo cuenta bromea diciendo que no se cansó de la cocaína, que la
cocaína se cansó de él. Desde entonces, alcohol, cigarrillos y ansiolíticos
recetados forman parte de su día.
Si algo deja
entrever respecto de los Stones, es su funcionamiento como banda. Por ejemplo
cuando habla de cómo grabaron Exhile on
main street, posiblemente el mejor disco de rock and roll que se haya hecho.
Cansados de Inglaterra, donde debían afrontar un problema fiscal, se fueron a
Francia. Escapaban también del fantasma de Brian Jones, que había muerto hacía
poco. Richards alquiló una mansión cerca del mar donde armaron el estudio, en
un sótano. Ventilator blues fue
inspirado por la pesada atmósfera del lugar. Pasaron allí meses. La casa se
transformó en algo tan abierto, que a menudo encontraban gente que no conocían.
Cuando Richards habla de su crecimiento personal como guitarrista, uno ve que
no se quedó quieto. Lejos de eso, supo siempre incorporar cosas. Ama la música
negra y su máximo ídolo es Chuck Berry. Richards es una mejoría dentro de esa
escuela de guitarristas. Si a Chuck Berry le ponemos algo de T-Bone Walker y algo
de Hendrix, tenemos a Jimmy Page. Richards, en cambio, no quiso irse muy lejos.
Tiene algo de negro en su alma. Blues, rock, reggae. Le gusta la melancolía y
los sonidos cortantes. Hay cosas muy buenas de él, como Little t&A o Midnight
rambler. Todos deberían escuchar Happy
con un par de whiskys encima.
Una de las
mejores partes del libro es cuando cuenta el descubrimiento de lo que para él
era un nuevo tipo de afinación, el sol abierto. Esto le permitió acceder a una
variedad de riffs y sonidos que de la manera tradicional estaba vedada. En su
honestidad dice que con Mick Taylor la banda sonaba prolija y filosa. Pero
vuelve una y otra vez a la hermandad musical que tiene con Ron Wood. Con
Ronnie, Richards se siente seguro. Es además su gran amigo. El tipo con el que
ha compartido el infierno tan temido. Su amistad con Jagger se esfumó a
mediados de los setenta y jamás volvió. Son dos tipos que han pasado por todo.
Se conocen de la escuela primaria. Desde adolescentes comenzaron a tocar.
Vivieron juntos a los veinte años. Con la banda, se pasaron cincuenta años en
el ruedo, siempre arriba. Pero ya no son amigos. Y es muy sincero cuando habla
de Jagger y lo acusa de falso, de cagón, de especulador, de mentiroso. No le
importa quedar mal. Decir, entre otras cosas, que si los Stones siguen juntos
fue por él. Que Jagger siempre se puso a sí mismo por encima del resto. Al
respecto cuenta dos anécdotas. Una trompada que Charlie Watts le mete a Jagger
cuando este último se refirió a Charlie simplemente como el baterista que toca
para mí en mi banda. No me imagino a Charlie Watts pegando, pero parece ser que
los divismos del frontman ya lo tenían harto. La otra anécdota dilucida una cuestión que he
tenido desde que vi la película Let spend
the night together, que registra el concierto en Arizona, ese donde
Richards está borracho de whisky. El
primer tema es Under my thumb.
Mientras suena, detrás del escenario se lee que el cartel del estadio anuncia a
Mick Jagger y los Rolling Stones. Richards cuenta que fue el garca de Jagger
quien lo había arreglado con los organizadores del show. El había llevado por su
parte a Bobby Keys, el legendario saxofonista al que habían conocido en
Francia, mientras grababan Exhile.
Por internas con Jagger, Bobby se quedó afuera algunos años. Sin decir nada,
Richards lo trae y lo mantiene en secreto hasta el solo de Brown Sugar. No me imagino la cara de Jagger en medio de la canción.
Pero bueno. Así estaban las cosas. Enemigos íntimos.

A partir de
los noventa, los Stones se convirtieron en una empresa con mucho éxito. Los
viejos rockeros supieron dejar diferencias de lado en pos del dinero. Acaso
porque no sirven para otra cosa y todavía no eran lo suficientemente grandes
para el retiro, decidieron seguir adelante con el reality show. Sus últimas
décadas han estado signadas por su segundo amor, la modelo Patti Hansen, los
hijos que tienen juntos y los nietos que le dio Brandon. Cuando no está de
gira, vive retirado en un rancho de Connecticut donde lee, toca la guitarra
española o cocina. Richards se da hasta el lujo de darnos su receta especial
para un puré de papas acompañado por un sofrito de cebolla y salchichas, que en
Argentina serían más bien chorizos. En esa tranquilidad, Richards ya no es
peligroso. Es el viejo león, el jefe de la tribu. Como si no quisiera dejar
ningún frente abierto, personajes como
Dylan, Lennon, Clapton, McCartney, Marley, Chuck Berry o Bowie atraviesan el
libro, dando cuenta de que Richards se acuerda de todo, sorprendentemente. Sin
embargo, fuera de los Stones, son los personajes colaterales los que cuentan,
como Jimmy Miller o Allan Parson. En fin. Lo que verdaderamente quise decir, es
que Juanse es un careta. Para corroborarlo, alcanza con leer Life de Keith Richards.