domingo, 10 de mayo de 2015

El loco del pelo rojo


«Me llena de alegría recordar la mañana de 1974 en que un joven le hizo un regalo de una asombrosa e indeleble belleza a Nueva York.»
Paul Auster





Philippe Petit paseó por un alambre entre las Torres Gemelas de Nueva York, el 7 de agosto de 1974 durante unos cuarenta minutos -sin pedir permiso a las autoridades- secundado por dos amigos que hicieron de ayudantes y algunos cómplices.  Culminada la proeza, fue arrestado por la policía y esa misma noche lo nombraron ciudadano ilustre. Se considera el crimen artístico más grande del siglo XX. Yo me animo a decir que es el más grande de todos los tiempos. Yo había escuchado eso de los golpes artísticos en la carrera de letras. Recuerdo algunas pocas clases que me sirvieron y otras que agradezco. Puedo decir, por ejemplo, que mi curiosidad de lector no hubiera llegado nunca a leer realmente cosas como El cantar de los Nibelungos, La gesta de Beowulf o La canción de Rolando. Borges –a quien me gusta leer siempre- nombra estas obras varias veces a lo largo de sus ensayos. Hasta les dedica algunas páginas en Literaturas germánicas medievales, pero no le hago caso riguroso a todos los “links” de Borges. La facultad me obligó a leerlas, en forma de fotocopia. Recuerdo La canción… un larguísimo poema de paisajes y acciones rústicas. La cantidad de espadas, caballos y soldados, y de versos que describen hombres a caballo con espadas partiendo al medio –literalmente- a otros hombres a caballo, es abrumadora. Varias veces uno tiene la sensación de estar leyendo el mismo verso. Como cuando nos perdemos en un barrio cerrado y damos vueltas con el auto para cruzar varias veces un puente o notar un farol que se repite. Hay una entendible sensación de fatiga al leerla. Sobre el final, la apoteosis del héroe es acompañada por una tormenta. En el parcial domiciliario no dejé de notar un rasgo de cristianismo en la escena que me tacharon con rojo.
Otra cosa que me quedó dando vueltas en la cabeza es la llamada convención de la cuarta pared, que se usa en teatro para definir esa supuesta pared que da al público y que los actores juegan a ignorar, como si nadie los viera. Una vez fui a ver una obra teatral rara donde los actores hablaban con el público o entraban por cualquier parte. No había butacas y la obra transcurría en distintos ambientes de una casa enorme que tenía pisos de madera que rechinaba a medida que los asistentes caminábamos entre ambientes. Me dije que la convención de la cuarta pared allí no existía. O los escritores habían querido abolirla o la convención no los había previsto. No terminé de ver la obra. Terminamos con una turista suiza –que hablaba bastante bien el castellano- fumando un porro en un jardín lateral, donde recuerdo una pérgola. Me contó que trabajaba de policía.
Recuerdo también que una vez una profesora empezó a hablar de unos franceses que en el siglo XIX salían a la calle y cometían pequeñas contravenciones que hacían pasar por artísticas. En su momento me pareció genial. Por ejemplo, un grupo de artistas se proponía intervenir las calles de la ciudad cambiando los nombres y las direcciones de lugar. Salían de noche, se dividían algunos barrios, y se pasaban horas dando vuelta señales, intercambiando postes, disimulando números con pintura y tomando vino. En el siglo XX, un artista pinto el Sena de verde durante un día, tirando litros de colorante en el curso alto. Cosas así. Lo de las calles, hoy en día, lejos de parecerme genial me parece una idiotez. Alguien podría estar buscando un hospital de urgencia y terminar sin quererlo en la otra punta de la ciudad. La obra, en todo caso, no se explica a partir de unos trasnochados: como el mingitorio de Duchamp, donde el autor nos dice “esta es mi obra, ok, pero no la hice yo, la hizo la cultura y la industria y la hacen ustedes al utilizarla. Yo cambio las cosas de lugar nada más”. Warhol, si no me engaño, adhirió a esa escuela.



I-sat me ha deparado muy buenas películas y documentales durante las madrugadas de insomnio. Una de ellas es Man on wire, dirigida por James Marsh y ganadora del Oscar al mejor documental. En verdad está muy bien hecho. Tanto, que no sé si escribir sobre el documental o sobre el hombre. He sentido el impacto de la obra. No es la biografía de un hombre en un sentido estricto. Es más bien la biografía de un hecho en la vida de un hombre. Un hecho que lo transforma en un semidiós. Entonces para mí Petit y el documental son una misma cosa. Para ordenarme, y partiendo del documental, lo mejor –lo inevitable- será hablar de Petit, ese gigante de un metro sesenta de altura y cincuenta kilos. Ese loco de pelo rojo.

Todo comenzó una fría tarde de invierno en París, cuando Phillipe Petit – que tenía 17 años-  ojeó una revista en la sala de espera de un dentista. Allí se anunciaba la construcción en Nueva York del World Trade Center, cuyas torres gemelas serían las más altas jamás construidas. El propio Petit cuenta en el documental cómo fingió toser para poder arrancar la página y salir de allí a toda velocidad, sin ver al dentista.
Petit era un equilibrista autodidacta desde temprana edad. En el documental cuenta como ni sus padres ni sus profesores podían convencerlo en su niñez de que no se trepara a las cosas. Era más fuerte que él. Con el tiempo, específicamente, se convirtió en funambulista: aquel que hace acrobacias sobre una cuerda o alambre suspendido a cierta altura del suelo.  Su máxima pasión era ir y venir, a grandes alturas, por una cuerda tensada. Al ver el anuncio, supo que esas torres serían construidas para que él paseara entre ellas. Dios le estaba guiñando un ojo. El objeto de sus sueños, que aún no existía, era sin embargo tangible. A partir de allí, esa sería su obsesión.
Ya pensando en su proeza, imaginando la sensación incomparable de caminar a tanta altura –con 417 metros, eran la construcción más alta que el mundo conocería- reclutó a unos amigos para que le dieran una mano. Uno de ellos -amigo de la infancia que en documental es uno de los que cuenta la historia, ya canoso, decisivo en la ejecución del plan-, es Jean-Louis, quien junto a Jean-François fueron tan parte del golpe como lo fue Petit. Las imágenes de la construcción de las torres se entremezclan con imágenes de Petit joven, corriendo por una cuerda floja instalada en el fondo de un jardín, mientras sus amigos y su novia lo miran. El amor de la chica es inmenso y se somete a Petit: él la lleva sobre su espalda mientras camina por una cuerda a varios metros del suelo. Se ríen juntos, parecen niños que juegan y eso nos conmueve y nos perturba a la vez. No lo olvidemos: son chicos que han dejado apenas ayer de ser adolescentes.
Un día, a Petit se le ocurre calentar motores y camina por las alturas del puerto de Sídney. Terminaba ya la década. Nunca sabremos qué pensaba un francés como él de la llegada del hombre a la luna. Lo que sí nos cuenta en el documental, es que volviendo de Australia, leyó en un diario que el World Trade Center se inauguraría el 23 de diciembre de 1970. ¡Ya casi estaba terminado! Faltaban los últimos pisos. Petit no cabía dentro de sí.

Tratándose del reto más grande de su vida, puso manos a la obra con la mayor de las seriedades: decidió emprender una serie de viajes a los Estados Unidos para ver de cerca las torres. En el primero de ellos, cuenta que quedó verdaderamente entusiasmado. Sus amigos estaban completamente aterrorizados. En vano trataron de disuadirlo. Petit ya sentía que su corazón latía con la música de los felices. En otro de sus viajes, se hizo pasar por periodista de una reconocida publicación francesa de urbanismo, Metrópoli, con la excusa de entrevistar a los obreros. En otra, alquiló un helicóptero y tomo fotografías que más tarde, ya de vuelta en París, le permitieron armar una maqueta. En el segundo viaje, Petit cuenta que se pasó todos los días que estuvo en Nueva York, adentro de las torres o dando vueltas alrededor, haciendo anotaciones en libretas, cuadernos, tomando fotografías. Era un espía en el total sentido de la palabra.
En uno de esos viajes, el subdirector de investigación del departamento de seguros del estado de Nueva York, Barry Greenhouse, reconoce a Petit y se confiesa su admirador. Le cuenta que lo vio actuar en París, caminando sobre la catedral de Notre Dame. Barry Greenhouse pasará a ser esencial. Petit lo convence de ayudarlo, de ser parte del golpe. Greenhouse, de espíritu innovador, se deja llevar. Piensa que puede ser una gran publicidad para las torres.
El plan era subir todo el equipo hasta el piso ochenta y dos –la planta ocupada más alta de la segunda torre- y guardarlo ahí, con la complicidad de Barry. Desde ese piso lo subirían ellos mismos hasta el ciento cuatro. Petit recuerda que por error, el equipo fue subido inmediatamente al montacargas. Nadie se había fijado qué era. Antes de que se dieran cuenta, gritó ¡piso ciento cuatro! al operario de turno. Ese mismo día, sin esperarlo, el equipo había llegado a destino. Fue un verdadero golpe de suerte.
Petit sube con su amigo Jean-Louis y un cómplice australiano al piso ciento cuatro por escalera, para recoger el equipo y subir finalmente a la terraza. El australiano desertará a último momento y bajará los ciento cuatro pisos por escalera, feliz. Oyen a un guardia y se esconden largas horas bajo una lona. Están más cerca que nunca, pero la exigida quietud y el silencio son un suplicio no previsto. El corazón se les sale por la boca.
En la otra torre, Jean-Louis espera la señal. Ayudarán a tensar el cable por el que caminará Petit. Para lograrlo, idearon arrojar una flecha con hilo de pescar, atado a su vez a una cuerda de nylon, que luego iría enganchada, sí, al cable de acero.
Jean-Louis está preparado para disparar la flecha. Petit le hace la seña. Dispara y la flecha se pierde en la oscuridad. Petit se desnuda para ver si siente en su piel el hilo de pesca. Encuentra la flecha en un vértice de la torre, apenas agarrada. Tirando despacio al principio, con más fuerza después, comienza a subir el cable. Tarda media hora. El sol ha salido y Petit está exhausto. Entumecido por haber estado tanto tiempo debajo de la lona. Sus brazos agotados por el pesado e interminable cable de acero.
Cuando todo está listo, Petit se cambia. Se viste con unas mallas negras. Su semblante, ni bien empieza a caminar en el aire, es el de una máscara. Su concentración es extrema. Es un funambulista ahora, estudiando su cable. El más difícil, el más soñado, y acaso el peor puesto. De pronto, sonríe como un niño. Sabe todo lo que tiene que saber ya. Es un día nublado, hay apenas viento. Él es feliz. Y empieza a actuar. Simplemente hace lo suyo, con inusitada gracia. Jean-Louis llora al recordar la paz que sintió al ver que su amigo sonreía, porque le había agarrado encontrado la vuelta al cable. Durante cuarenta minutos, camina de un lado al otro. Se arrodilla, corre, salta, se sienta, se acuesta y toma un descanso. Un avión pasa muy cerca, una hermosa foto en blanco y negro lo registra. Dios, que desde el vamos estuvo de acuerdo con Petit, le manda una gaviota que lo sobrevuela apenas y con la que Petit hace que charla. Petit es libre allí. Camina por ese cable con la seriedad de un niño que juega. Sus amigos disfrutan con él. Jean-Louis ve hacia abajo la multitud que se ha agolpado, donde están su novia y Barry Greenhouse. Es bueno ver cómo Petit hace con las Torres magia, y las convierte de pronto en algo que es un juego, lejos del trabajo para el que fueron levantadas. Pero llegan el sargento de la policía portuaria Charles Danields y el agente Mayers. Danields lo llamará luego, ante las cámaras de televisión, bailarín. Eso no era sólo un equilibrista. Era alguien que bailaba. Al llegar, no saben qué hacer, cómo reaccionar frente a un tipo que camina por un cable de acero a más de 400 metros del suelo. Si lo tocan, lo mandan al muere y ellos van presos. Petit se les ríe en la cara. Le gritaban y él corría para el otro lado. Les sacaba la lengua o les ponía caras. Danields dice que sabía que estaba viendo algo que nadie más vería en otro lado del mundo. Sabía que era único. Así –como un jefe Gorgory de la gran manzana- lo deja hacer. Cuarenta y cinco minutos en los cuales recorrió ocho veces el cable, y que parecían no bastarle a Petit. Ya apretados por la policía, sus amigos le gritaron que ya estaba bien. Era mucho tiempo. Así que les hace caso y camina por última vez hacia la terraza, donde lo esposan por la espalda y lo bajan casi a patadas, entre un mar de gente.
Petit cuenta que le dolía que todos le preguntaran “¿por qué lo hizo?”, cuando en realidad no había un porqué, salvo el arte. Lo mandan a un manicomio para una pericia psiquiátrica.  La policía no se toma a broma la cosa. Petit es acusado de allanamiento y alteración del orden público. El fiscal del distrito le ofrece un trato: una actuación para niños a cambio de retirar los cargos. Petit acepta y esa misma noche –Dios la hizo completa- se coge una mina que se le había acercado para decirle que lo admiraba. Se vuelve, de allí en más, famoso, y en Nueva York una celebridad. El World Trade Center le extiende una entrada permanente a él y sus invitados. Pero el juez ordena su expulsión del país. Al volver a Francia, su fama es grande. Se separa de sus amigos y su novia. Cambia de rumbo, pues ha invertido seis años para planear algo que ya está hecho. ¿Y ahora qué?

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