miércoles, 27 de mayo de 2015

Life

A mediados de los noventa, la revista Gente lanzó una serie de fascículos sobre la historia del rock. Eran unas revistitas con datos de bandas y algunas buenas notas. Cada uno traía de regalo un poster. Yo sólo compré el segundo, que traía un poster de Freddie Mercury. El lanzamiento, que nunca compré, había traído un poster de Mick Jagger. Era una foto tomada durante la gira por Estados Unidos, a principios de los ochenta. Son los Stones de los grandes estadios. Jagger vestido con calzas ajustadas y remeras de fútbol americano.     
En la segunda entrega –la del poster de Mercury- algunos créditos del rock nacional daban su opinión de lo que les había parecido la primera. En relación al poster, Juanse de los Ratones paranoicos dijo que le había parecido bárbaro que abrieran con una foto de Jagger. Y cito: “es el único que puede resumir estos cuarenta años de rock y seguir dando batalla”. (Por esos años los Stones giraban mundialmente con Voodoo Lounge). Si de resumir el rock se trata, pienso, lo acertado hubiera sido empezar con una foto de Keith Richards.

Hace unos meses un amigo me pasó Life, su autobiografía escrita con ayuda de un tal James Fox. En lo personal, creo que dentro del género biográfico, las autobiografías son las únicas que se presentan con brutal naturaleza, porque uno intuye que funcionan a partir de la autenticidad, aunque sólo nos muestren parcialidades de un personaje. Según Borges, la autobiografía de su venerado Kipling tenía mucho de esto último. Contar la historia de tu vida implica seleccionar de un depósito de recuerdos y, en ese proceso de selección, dejar cosas afuera. Coetzee –el matemático, no el escritor- nos diría que toda autobiografía es una transgresión a la verdad: omitir que uno torturaba moscas de niño es lo mismo que decir que lo hacía cuando en realidad no es cierto. Sin embargo, somos lectores de autobiografías porque es en los pequeños detalles, los que parecen innecesarios, donde armamos al personaje como un ser humano. En ese sentido, la de Keith Richards cumple, y cumple muy bien. Quien espere leer o descubrir que hay una vida fuera de los Stones, que se olvide de leerla. Desde los veinte años, Richards ha estado metido en ese reality show que es ser parte de la banda más institucional del rock and roll. Por momentos, la experiencia de vida ligada íntimamente a la dinámica de la banda, deja en segundo plano el glamur de las grandes giras y los shows de estadio. Según sus palabras, llegaron a ser una familia muy enferma que en los ratos libres hacían música. La experiencia con la droga atraviesa, sin sorpresas, todo el libro. Pero uno no espera la precisión con la que Richards habla. Probó de todo e hizo de todo. Y de nada parece arrepentido. De todo aprendió. Estuvo en prisión algún tiempo en los sesenta. Fue una redada en una casa donde estaban de ácido con Mick Jagger. Fue un quilombo. Según él, la policía lo tenía de punto. En la Londres de aquellos años su comportamiento estaba mal visto. Cuenta que, cansado de que lo arrestaran antes de meter la llave en la cerradura de su casa, se compró una pistola. Estaba tan pasado, que se le había ocurrido la idea de que podía usarla. Esa pistola, u otras, aparecen en los distintos capítulos del libro, que es como decir a lo largo de su vida. A comienzos de los ochenta, muy metido con la heroína, la cocaína y el alcohol, solo su hijo Brandon podía ir a despertarlo. Brandon era entonces un niño que no superaba los diez años, cuidando a su padre. Cuentan que costaba sacar a Keith de la cama, y que a veces estaba tan drogado que manoteaba la pistola que siempre tenía debajo de la almohada para sacar a la gente. Así ahuyentó a unas prostitutas que había llevado Ron Wood a la habitación de un hotel y que ya llevaban ahí tres días. Disparó dos veces al suelo y todos, incluido Ronnie, salieron como alma que lleva el diablo.
Tal vez el episodio más complicado haya sido el del aeropuerto de Canadá. Allí, las leyes contra el narcotráfico son muy rígidas y castigan los delitos con penas muy severas. Al parecer, los canadienses no se andan por las ramas. Una vez le hundieron a España varios barcos en zona ilegal de pesca, después de dos avisos que los ibéricos ignoraron. La cosa es que llega Richards con Anita Pallemberg, su primer gran amor. En el chequeo, apoyan una valija entre tantas, repleta de heroína, marihuana y pastillas. Antes de ir a juicio -tiempo después tuvo que volver para ser juzgado- Richards cuenta que se tomó un año se excesos, pensando que sería el último. Se barajaba la posibilidad de que le tocara perpetua.
El libro abre como una road movie. Van Ronnie Wood y él en un auto de alquiler al que le rellenaron los paneles de la puerta con droga. El baúl va lleno de whisky. Encima llevan coca y porros. Van por Estados Unidos. Mientras el resto de la banda viaja por avión o colectivo, con choferes, ellos alquilaron un auto y prefirieron ir haciendo la ruta del sudeste, lo que se conoce como el “cinturón bíblico”. Si una cuna del rock y del blues hay, esta región de pasado esclavista lo es. Pero también lo es –como es de esperar- de comunidades con fuerte arraigo en el cristianismo evangélico. La traza, los movimientos, el pelo, la manera de hablar, el whisky en la mano, el continuo cigarrillo en la boca escandalizaban los pueblitos a los que entraban a emborracharse y pasar a los baños a cada rato. Eventualmente, si la cocaína los dejaba, comían unos huevos revueltos con tocino y se tomaban encima un café. El crítico Nick Kent dijo del Keith Richards de esos años: «Era el gran lord Byron; era un demente, era un depravado y era peligroso conocerlo». La cosa es que en un pueblo los detienen y los meten adentro. El comisario se muestra inflexible. Dos estrellitas de rock británico no iban a poder con él. La gente se empezó a juntar afuera de la comisaría y pronto se supo en los medios. Finalmente, llegó un juez y los dejó ir a cambio de que se sacaran una foto con él, que salió en los diarios de toda Inglaterra. Es que según va contando, el piensa que siempre lo apoyó el pueblo, sin ser demagógico. Sólo por esto último uno no puede afirmar que Richards es peronista. Porque tiene todo para ser serlo. Y también ser de Boca. Medio gitano. Border. Aristotélico. Salvaje. Al revés que Jagger, que es radical, de River, medio judío, centrado, platónico, civilizado. Esa es la razón por la cual siempre tuvo alguna estrella de su lado para quedar libre y que, llegado un punto, se le perdonara todo: huevos y un dios aparte. O un pacto con el diablo. Por el asunto de Canadá, lo obligaron solamente a dar un recital gratuito. Richards cumplió.
Se jacta de haber probado la mejor cocaína, que venía pura en un frasco de vidrio, directo del laboratorio. Siempre tuvo muy buenos proveedores, o al menos durante los primeros años. Se queja ya de grande por no poder conseguir aquella calidad. Cuenta al mismo tiempo las curas para salir de la heroína, donde literalmente se cagaba encima y rompía el empapelado de las paredes con sus uñas llenas de mugre. Según él, la cura definitiva no hubiera sido posible sin su agente.
Para Richards, eso fue dejar la droga: no pincharse más con heroína. Nos enteramos que cuando cayó de una rama y se golpeó la cabeza, aún tomaba coca. El médico se lo preguntó después de operarlo. Le dijo que era momento de cortar. Keith tenía ya 63 años. En la parte que lo cuenta bromea diciendo que no se cansó de la cocaína, que la cocaína se cansó de él. Desde entonces, alcohol, cigarrillos y ansiolíticos recetados forman parte de su día. 


Si algo deja entrever respecto de los Stones, es su funcionamiento como banda. Por ejemplo cuando habla de cómo grabaron Exhile on main street, posiblemente el mejor disco de rock and roll que se haya hecho. Cansados de Inglaterra, donde debían afrontar un problema fiscal, se fueron a Francia. Escapaban también del fantasma de Brian Jones, que había muerto hacía poco. Richards alquiló una mansión cerca del mar donde armaron el estudio, en un sótano. Ventilator blues fue inspirado por la pesada atmósfera del lugar. Pasaron allí meses. La casa se transformó en algo tan abierto, que a menudo encontraban gente que no conocían. Cuando Richards habla de su crecimiento personal como guitarrista, uno ve que no se quedó quieto. Lejos de eso, supo siempre incorporar cosas. Ama la música negra y su máximo ídolo es Chuck Berry. Richards es una mejoría dentro de esa escuela de guitarristas. Si a Chuck Berry le ponemos algo de T-Bone Walker y algo de Hendrix, tenemos a Jimmy Page. Richards, en cambio, no quiso irse muy lejos. Tiene algo de negro en su alma. Blues, rock, reggae. Le gusta la melancolía y los sonidos cortantes. Hay cosas muy buenas de él, como Little t&A o Midnight rambler. Todos deberían escuchar Happy con un par de whiskys encima.
Una de las mejores partes del libro es cuando cuenta el descubrimiento de lo que para él era un nuevo tipo de afinación, el sol abierto. Esto le permitió acceder a una variedad de riffs y sonidos que de la manera tradicional estaba vedada. En su honestidad dice que con Mick Taylor la banda sonaba prolija y filosa. Pero vuelve una y otra vez a la hermandad musical que tiene con Ron Wood. Con Ronnie, Richards se siente seguro. Es además su gran amigo. El tipo con el que ha compartido el infierno tan temido. Su amistad con Jagger se esfumó a mediados de los setenta y jamás volvió. Son dos tipos que han pasado por todo. Se conocen de la escuela primaria. Desde adolescentes comenzaron a tocar. Vivieron juntos a los veinte años. Con la banda, se pasaron cincuenta años en el ruedo, siempre arriba. Pero ya no son amigos. Y es muy sincero cuando habla de Jagger y lo acusa de falso, de cagón, de especulador, de mentiroso. No le importa quedar mal. Decir, entre otras cosas, que si los Stones siguen juntos fue por él. Que Jagger siempre se puso a sí mismo por encima del resto. Al respecto cuenta dos anécdotas. Una trompada que Charlie Watts le mete a Jagger cuando este último se refirió a Charlie simplemente como el baterista que toca para mí en mi banda. No me imagino a Charlie Watts pegando, pero parece ser que los divismos del frontman ya lo tenían harto.   La otra anécdota dilucida una cuestión que he tenido desde que vi la película Let spend the night together, que registra el concierto en Arizona, ese donde Richards está borracho de whisky.  El primer tema es Under my thumb. Mientras suena, detrás del escenario se lee que el cartel del estadio anuncia a Mick Jagger y los Rolling Stones. Richards cuenta que fue el garca de Jagger quien lo había arreglado con los organizadores del show.  El había llevado por su parte a Bobby Keys, el legendario saxofonista al que habían conocido en Francia, mientras grababan Exhile. Por internas con Jagger, Bobby se quedó afuera algunos años. Sin decir nada, Richards lo trae y lo mantiene en secreto hasta el solo de Brown Sugar. No me imagino la cara de Jagger en medio de la canción. Pero bueno. Así estaban las cosas. Enemigos íntimos.
Para cuando sale en 1983 Undercover of the night –un disco en verdad mediocre- Jagger y Richards ya no eran más amigos. En el 85 vuelven con un disco malo titulado Dirty work. Llama la atención que el tema emblema del disco, el único que quedó en los oídos de la gente y en muchas recopilaciones posteriores, sea un cover. En efecto, Harlem Shuffle fue escrita y grabada originalmente en 1963 por un dúo llamado Bob & Earl. Por primera vez en años, no aparece la firma de los glimmer twins en una canción.

A partir de los noventa, los Stones se convirtieron en una empresa con mucho éxito. Los viejos rockeros supieron dejar diferencias de lado en pos del dinero. Acaso porque no sirven para otra cosa y todavía no eran lo suficientemente grandes para el retiro, decidieron seguir adelante con el reality show. Sus últimas décadas han estado signadas por su segundo amor, la modelo Patti Hansen, los hijos que tienen juntos y los nietos que le dio Brandon. Cuando no está de gira, vive retirado en un rancho de Connecticut donde lee, toca la guitarra española o cocina. Richards se da hasta el lujo de darnos su receta especial para un puré de papas acompañado por un sofrito de cebolla y salchichas, que en Argentina serían más bien chorizos. En esa tranquilidad, Richards ya no es peligroso. Es el viejo león, el jefe de la tribu. Como si no quisiera dejar ningún frente abierto, personajes como Dylan, Lennon, Clapton, McCartney, Marley, Chuck Berry o Bowie atraviesan el libro, dando cuenta de que Richards se acuerda de todo, sorprendentemente. Sin embargo, fuera de los Stones, son los personajes colaterales los que cuentan, como Jimmy Miller o Allan Parson. En fin. Lo que verdaderamente quise decir, es que Juanse es un careta. Para corroborarlo, alcanza con leer Life de Keith Richards.

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