viernes, 16 de octubre de 2015

Sobre "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger

Si a usted le gusta leer ficción –y más particularmente le gusta leer cuentos- debería casi obligadamente conseguir Nueve cuentos de J. D. Salinger y leerlo de un saque en una sola tarde. Como suele decirse hoy en día cuando intenta venderse un disco o un libro recopilatorio que arriesga una retrospectiva en la obra de un artista, Nueve cuentos funciona tanto “para expertos lectores como para los apenas iniciados”. Para los expertos, porque la literatura de Salinger –lo mismo que la de Capote, Cheever o Carver- sigue funcionando en tres o cuatro capas de profundidad una vez que hemos terminado de leerlo. Para los iniciados, porque escribe con una prosa clara, casi sin ornamentos ni metáforas y además porque es entretenido. Salinger no es un poeta, como lo puede ser Capote en medio de un cuento donde la poesía se desliza sin que uno lo espere –Cheever también hace eso. Salinger –que la mayoría de las veces pareciera ser dueño de un solo registro para escribir- cuenta las cosas con el ímpetu de quien siente la obligación, el destino inevitable de hacerlo. En su caso, pareciera ser que además de eso, demorarse en la búsqueda de una belleza lingüística, es algo estéril. No le interesa. Leerlo nos da la sensación de estar frente a una bestia. Ni siquiera busca un nombre de fantasía para el volumen: le alcanza decir que son cuentos y que son  nueve. El resto que se vaya a la mierda.

El primer cuento que leí de Truman Capote se llama –el título es inquietante y hermoso- Las paredes están frías, un cuento publicado en 1943. Por suerte yo desconocía aún las claves en la literatura –en la vida- de Capote, esa manía suya de destruir aquello que tenía siempre a la mano, excusándose una y otra vez bajo su naturaleza de periodista-escritor. Capote logró codearse con lo más acabado de la crema estadounidense, la high society de su época, los chicos y chicas vanity fair, para después hablar de ellos –a veces con nombre y apellido- y dejarlos mal parados. Describirlos no sólo como frívolos, sino también como imbéciles, vacíos, mezquinos y, a veces, como niños mal educados en un mundo que les da, sobre todo, miedo. Capote nos dice, a lo largo de muchos de sus cuentos y novelas, que el mundo norteamericano –sobre todo el de la alta sociedad- es un mundo de apariencias y un mundo de mierda. Todas esas claves están presentes en ese cuento breve, esa short story, que es Las paredes están frías.
El primero de los nueve cuentos de Salinger, llamado Un día perfecto para el pez banana, me produjo la misma sensación que el cuento de Capote. Esa sensación que viene a nosotros, virgen, una vez cada tanto, y que buscamos insistentemente en el mismo autor o en otros por mucho tiempo después: encontrar un hit.  

También las claves de Salinger están en ese cuento breve. Las relaciones tormentosas, los diálogos interrumpidos por interlocutores que no se prestan verdadera atención –cuando los personajes de Salinger hablan, el lenguaje humano queda expuesto como lo que en realidad es: un mecanicismo-, el vaso de alcohol en la mano o el cigarrillo mientras se habla por teléfono o se mira por la ventana, los hombres mayores perturbados que se sienten platónica o físicamente atraídos por niñas muy pequeñas en las que encuentran la capacidad redentora que tiene la pureza. El mismísimo Salinger mantuvo relaciones con una veintena de aspirantes a escritoras que apenas sobrepasaban los dieciocho años. Al parecer sufría un trauma llamado glosolalia, donde el afectado produce un lenguaje ininteligible, compuesto por palabras inventadas y secuencias rítmicas y repetitivas, propio del habla infantil. ¿Una especie de anzuelo para entrar sin avisos en el mundo de las niñas? Después de leer sus cuentos y enterarme algunos pormenores de su vida, no lo descarto. En sus otros cuentos, la niñez y la pre adolescencia ocupan un lugar recurrente. 

Un día perfecto para el pez banana arranca con una conversación telefónica entre una madre y su hija en un cuarto de hotel. La joven está de vacaciones con su joven marido Seymour Glass –ex soldado que estuvo en el frente y sobre el cuál Salinger volverá a escribir sobre el final de su carrera- en la playa. La madre está preocupada porque Seymour ha dado ya muestras de ser un desequilibrado mental y tiene miedo por la hija. Ni la una ni la otra se escuchan con atención. Todo el diálogo que mantienen es mecánico. Las frases de la chica son continuamente interrumpidas por la madre que exagera la preocupación y vuelve una y otra vez sobre la locura del esposo. Le dice que ella y su padre están preocupados, le pide que vuelva. La hija minimiza todo y le pide a la madre que no se preocupe. Seymour se ha comportado muy bien últimamente y hasta ha tocado el piano todas las noches en el restaurante del hotel desde que han llegado.

Mientras madre e hija hablan, en la playa está Seymour Glass. En inglés, esas palabras se pronuncian fonéticamente “si mor glas”, lo que equivale también al sonido utilizado para decir “see more glass” o, en español, “ve más vidrio”. Precisamente, esas son las palabras que pronuncia una niña llamada Sybil como si fuera un mantra, mientras su madre le unta bronceador en la espalda: “ve más vidrio”. Es inquietante que la niña pronuncie de manera disfrazada, frente a su propia madre, bajo el hermoso sol de la playa, el nombre del pedófilo con el que ha iniciado una amistad por esos días. Ni bien su madre termina de ponerle bronceador, le dice que se vaya a jugar a la orilla porque ella tiene que verse con una amiga para tomar un Martini. La niña se aleja y se encuentra con Seymour, boca abajo en la arena. Un detalle de Salinger –que como vemos es un hijo de puta para los detalles- nos lo muestra como un niño: el pudor a sacarse la remera. La niña y él conversan en un diálogo que apenas oculta la tensión sexual. Ella le hace una escena de celos porque la noche anterior dejó que otra niña – ¡una niña de tres años!- se sentara a su lado mientras él tocaba el piano. Él le dice una mentira: “mientras estaba a mi lado, imaginaba que eras tú”. Cuando terminan de hablar se despiden. Él le ha besado un pie. Ella vuelve con su madre y él regresa al cuarto donde su joven esposa duerme. Seymour abre una valija de la que saca un revolver. Se apunta a la sien y se mata.

Así de loco estaba este tipo llamado Salinger. Basta leer solo este  cuento para comprobarlo. 

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