Si a usted le
gusta leer ficción –y más particularmente le gusta leer cuentos- debería casi
obligadamente conseguir Nueve cuentos de
J. D. Salinger y leerlo de un saque en una sola tarde. Como suele decirse hoy
en día cuando intenta venderse un disco o un libro recopilatorio que arriesga una retrospectiva en la obra de un artista, Nueve
cuentos funciona tanto “para expertos lectores como para los apenas
iniciados”. Para los expertos, porque la literatura de Salinger –lo mismo que
la de Capote, Cheever o Carver- sigue funcionando en tres o cuatro capas de
profundidad una vez que hemos terminado de leerlo. Para los iniciados, porque
escribe con una prosa clara, casi sin ornamentos ni metáforas y además porque
es entretenido. Salinger no es un poeta, como lo puede ser Capote en medio de
un cuento donde la poesía se desliza sin que uno lo espere –Cheever también
hace eso. Salinger –que la mayoría de las veces pareciera ser dueño de un solo
registro para escribir- cuenta las cosas con el ímpetu de quien siente la
obligación, el destino inevitable de hacerlo. En su caso, pareciera ser que
además de eso, demorarse en la búsqueda de una belleza lingüística, es algo
estéril. No le interesa. Leerlo nos da la sensación de estar frente a una
bestia. Ni siquiera busca un nombre de fantasía para el volumen: le alcanza
decir que son cuentos y que son nueve. El
resto que se vaya a la mierda.
El primer cuento
que leí de Truman Capote se llama –el título es inquietante y hermoso- Las paredes están frías, un cuento
publicado en 1943. Por suerte yo desconocía aún las claves en la literatura –en
la vida- de Capote, esa manía suya de destruir aquello que tenía siempre a la
mano, excusándose una y otra vez bajo su naturaleza de periodista-escritor.
Capote logró codearse con lo más acabado de la crema estadounidense, la high society de su época, los chicos y
chicas vanity fair, para después
hablar de ellos –a veces con nombre y apellido- y dejarlos mal parados.
Describirlos no sólo como frívolos, sino también como imbéciles, vacíos,
mezquinos y, a veces, como niños mal educados en un mundo que les da, sobre
todo, miedo. Capote nos dice, a lo largo de muchos de sus cuentos y novelas,
que el mundo norteamericano –sobre todo el de la alta sociedad- es un mundo de
apariencias y un mundo de mierda. Todas esas claves están presentes en ese
cuento breve, esa short story, que es Las
paredes están frías.
El primero de
los nueve cuentos de Salinger, llamado Un
día perfecto para el pez banana, me produjo la misma sensación que el
cuento de Capote. Esa sensación que viene a nosotros, virgen, una vez cada
tanto, y que buscamos insistentemente en el mismo autor o en otros por mucho
tiempo después: encontrar un hit.
También las
claves de Salinger están en ese cuento breve. Las relaciones tormentosas, los
diálogos interrumpidos por interlocutores que no se prestan verdadera atención
–cuando los personajes de Salinger hablan, el lenguaje humano queda expuesto
como lo que en realidad es: un mecanicismo-, el vaso de alcohol en la mano o el
cigarrillo mientras se habla por teléfono o se mira por la ventana, los hombres
mayores perturbados que se sienten platónica o físicamente atraídos por niñas
muy pequeñas en las que encuentran la capacidad redentora que tiene la pureza.
El mismísimo Salinger mantuvo relaciones con una veintena de aspirantes a
escritoras que apenas sobrepasaban los dieciocho años. Al parecer sufría un
trauma llamado glosolalia, donde el
afectado produce un lenguaje ininteligible, compuesto por palabras inventadas y
secuencias rítmicas y repetitivas, propio del habla infantil. ¿Una especie de
anzuelo para entrar sin avisos en el mundo de las niñas? Después de leer sus
cuentos y enterarme algunos pormenores de su vida, no lo descarto. En sus otros cuentos, la niñez y la pre adolescencia ocupan un lugar recurrente.
Un día perfecto para el pez banana
arranca con una conversación telefónica entre una madre y su hija en un cuarto
de hotel. La joven está de vacaciones con su joven marido Seymour Glass –ex
soldado que estuvo en el frente y sobre el cuál Salinger volverá a escribir
sobre el final de su carrera- en la playa. La madre está preocupada porque Seymour
ha dado ya muestras de ser un desequilibrado mental y tiene miedo por la hija.
Ni la una ni la otra se escuchan con atención. Todo el diálogo que mantienen es
mecánico. Las frases de la chica son continuamente interrumpidas por la madre
que exagera la preocupación y vuelve una y otra vez sobre la locura del esposo.
Le dice que ella y su padre están preocupados, le pide que vuelva. La hija minimiza todo y le pide a la madre que no se preocupe. Seymour se ha comportado
muy bien últimamente y hasta ha tocado el piano todas las noches en el
restaurante del hotel desde que han llegado.
Mientras madre
e hija hablan, en la playa está Seymour Glass. En inglés, esas palabras se
pronuncian fonéticamente “si mor glas”, lo que equivale también al sonido
utilizado para decir “see more glass” o, en español, “ve más vidrio”.
Precisamente, esas son las palabras que pronuncia una niña llamada Sybil como si fuera un mantra, mientras su madre le unta bronceador en la espalda: “ve más vidrio”. Es inquietante que la
niña pronuncie de manera disfrazada, frente a su propia madre, bajo el hermoso
sol de la playa, el nombre del pedófilo con el que ha iniciado una amistad por
esos días. Ni bien su madre termina de ponerle bronceador, le dice que se vaya
a jugar a la orilla porque ella tiene que verse con una amiga para tomar un
Martini. La niña se aleja y se encuentra con Seymour, boca abajo en la arena. Un
detalle de Salinger –que como vemos es un hijo de puta para los detalles- nos
lo muestra como un niño: el pudor a sacarse la remera. La niña y él conversan
en un diálogo que apenas oculta la tensión sexual. Ella le hace una escena de
celos porque la noche anterior dejó que otra niña – ¡una niña de tres años!- se
sentara a su lado mientras él tocaba el piano. Él le dice una mentira:
“mientras estaba a mi lado, imaginaba que eras tú”. Cuando terminan de hablar
se despiden. Él le ha besado un pie. Ella vuelve con su madre y él regresa al
cuarto donde su joven esposa duerme. Seymour abre una valija de la que saca un
revolver. Se apunta a la sien y se mata.
Así de loco estaba este tipo llamado Salinger. Basta leer solo este cuento para comprobarlo.
Así de loco estaba este tipo llamado Salinger. Basta leer solo este cuento para comprobarlo.
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