lunes, 31 de agosto de 2015

El destino y las repeticiones

Entre 1947 y 1950, Ray Bradbury fue publicando en distintas revistas -de ciencia ficción o divulgación científica- una serie de relatos. Ese último año, la mayoría de estos apareció bajo el título común del hoy celebradísimo Crónicas marcianas. Es obvio que los relatos no fueron escritos para justificar un volumen. Más bien nos parece que lo que tienen en común es presentar un escenario futurista en el planeta rojo y nada más. No existe un hilo conductor por fuera de esto. También, comprensiblemente, puede parecernos que el mejor de los relatos incluidos en Crónicas marcianas es “La tercera expedición”.
En mi adolescencia y gran parte de mi primera juventud estuve enfrascado en la literatura argentina y latinoamericana. Por obligación –esto hoy me parece ridículo- fui incluyendo cada tanto en esos años la lectura de un clásico. Tal vez porque me gustaba mucho Arlt, me gustó Crimen y Castigo de Dostoievsky, que leí en la traducción de no sé quién. Leí La metamorfosis traducida por un mexicano y no vi en Kafka al escritor que como nadie reflejó el esquizofrénico modo de vida en las ciudades capitalistas. Es decir que atravesaba por una etapa incapacitada de apreciar traducciones. A mí me gustaba, y lo tenía bien claro, leer de primera mano. Y además sentía que los dramas y escenarios de lo leído debían parecerme locales. Nada más equivocado. ¿En cuántos hogares de nuestra sociedad no se ha montado El rey Lear de Shakespeare? ¿Cuántos hombres con el carácter de Shylock no están presentes en nuestras vidas, ayudándonos con el secreto afán de vernos fracasar y cobrarnos con creces esa ayuda? Pero yo no podía entonces apreciar ni las traducciones ni el sentido universal de dramas como La Eneida del prolongado Virgilio. Entre la larga lista de nombres que mi preferencia rechazaba, estaba por ejemplo Stephen King –a quién hoy considero un buen escritor cuyos libros son entretenidos- y también Bradbury, cuya ciencia ficción norteamericana me sugería –prejuiciosamente- una película clase B. Por eso demoré la lectura de Crónicas marcianas durante años.
Debo aclarar que mi relación cinematográfica con la ciencia ficción es buena, no  así con la literatura de este género. Las primeras películas de la saga de Star Wars, las originales de El planeta de los simios, las dos primeras de Alien y la colosal 2001: A space odissey fueron mi piedra bautismal. Fue a razón de esta última que años más tarde descubrí otro ícono de la filmografía de ciencia ficción: Solaris, del ruso Andrei Tarkovsky. A su vez, esta película –que fue vendida como la respuesta soviética a 2001- estaba basada en un libro de 1961 escrito por un polaco llamado Stanislaw Lem. La película de Tarkovsky podía funcionar como respuesta a 2001, sí señor. Ambas presuponen un viaje final para alcanzar el estado de plenitud. Una, lo encuentra en los confines del universo. La otra, en las profundidades de nuestra mente. Es precisamente este último argumento el que plantea Solaris de Lem y que es evidentemente similar al planteado por Bradbury en “La tercera expedición” de Crónicas marcianas. En ambas se postula la idea de una inteligencia extraterrestre que es capaz de sondear en la humana y utilizar sus recuerdos para dominarla o exterminarla, en el caso de Bradbury, o de “redimirla” según Lem. Veamos cada caso.

La tercera expedición nos relata la llegada a Marte de un grupo de seres humanos. Son diecisiete. Dos mueren en el viaje. Entre los quince sobrevivientes, solo tres – el capitán Black, Lusting y Hinkston- serán protagonistas. A través de ellos sabemos lo que ocurre con los demás.  Hay una clave en el título. Una tercera expedición exige dos expediciones anteriores de las cuales se infieren sendos fracasos. Esto justificaría un tercer viaje. No queda claro el motivo por el cual fracasan las dos primeras misiones, pero entrevemos razones al advertir qué mecanismos estropean la tercera: se trata de algo sobrehumano. Las perplejidades no se hacen esperar. La nave toca el suelo marciano pero el aspecto es el de un pueblo estadounidense de los años veinte. Perfectamente podría ser Ohio. Los tripulantes de la nave no dan crédito a lo que ven. Se asombran del prado verde y las campanas doradas de la iglesia. Después del miedo al que ha dado paso el asombro inicial, surge la necesidad de explicar lo que ven, conciliarlo con lo que esperaban. El capitán Black arriesga una primera teoría, la más débil de todas: las civilizaciones de ambos planetas evolucionaron de la misma, exacta manera. Hinkston propone que la igualdad de ambos es prueba de la existencia de dios. Ya fuera de la nave, caminando por las calles de esa exacta copia de un pueblo de Estados Unidos, bajo un aire de primavera, uno de ellos se pregunta si no se trataría de gente de la tierra que odiaba la guerra y para escapar de ella construyeron un cohete con ayuda de científicos y marcharon hacia Marte. En la puerta de una casa hablan con una mujer de unos cuarenta años. Les dice que están en un pueblo de Illinois llamado Green Bluff y que es el año 1926. Otra idea cobra fuerza: se desviaron de su ruta y viajaron hacia atrás en el tiempo. Pero algo más extraño ocurre para confusión de todos. Lusting se encuentra con sus abuelos, muertos hace mucho tiempo. Lo invitan a su casa y le dan limonada. Le explican que allí viven la muerte como una segunda oportunidad, sin preguntas. No recuerdan cómo fue que llegaron, pero hacen notar que eso no importa. Señalan que allí se vive en paz. Aunque la atmósfera sigue enrarecida y los personajes se saben ante una situación extraña, no deja de existir un trato familiar entre Lusting y sus abuelos que funciona como trampa. Ninguna de las dos partes actúa a la defensiva y los tripulantes creen que están frente a seres humanos reales. Los marcianos –ya entrevemos- crean personas y lugares idénticos a los de la Tierra para evitar que surja desconfianza por parte de los terrestres. 
La nave es rodeada por los familiares de los tripulantes. Cada uno de ellos baja y se reencuentra con un muerto: madres, padres y hermanos. Incluso el Capitán Black, que estaba furioso por la desobediencia a permanecer en la nave, se encuentra con su hermano. Este le cuenta que en casa lo esperan papá y mamá. Así, todos se van a sus casas a pasar la tarde y la noche. Antes dormir, el capitán tiene una última preocupación por sus hombres. Como si a pesar de sentirse inexplicablemente feliz y pleno, no dejara de evaluar la posibilidad de que todo sea un engaño. Esa contradicción tan humana es un acierto de Bradbury. Mientras comparte la habitación con su hermano, el capitán se pone a pensar profundamente en esto. Se pregunta: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el  pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes! Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi  padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de  mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico”. Desesperado, se levanta de la cama. Entones su hermano le pregunta a dónde va. “A tomar agua”, dice Black. “Tengo sed”. “No, no tenés sed” dice el hermano.
El relato podría finalizar allí y ser perfecto. Bradbury siente la obligación de añadir rasgos circunstanciales. Por ejemplo, decirnos que Black no llegó a la puerta. Decirnos que al otro día los extraterrestres enterraron a los muertos como si fueran sus hijos o hermanos, en el cementerio del pueblo.

En Solaris no hay una especie que se sienta amenazada, como los marcianos. No hay una civilización, sino un planeta que en su totalidad está cubierto por un océano, el océano de Solaris, cuya composición es orgánica. Todo el planeta es -en sí mismo- un ser vivo que además está dotado de inteligencia. Pero no es una inteligencia cuya arquitectura se parezca a la laberíntica mente humana. Es de otro tipo. Una inteligencia alienígena fuera de toda explicación, fuera de toda semántica del lenguaje. La única clave que admite la existencia de esta aberración es metafísica. Aún así, sentimos que no podemos explicar a Solaris aunque lo aceptemos. Lo mismo le habrá sucedido a San Agustín al preguntarse qué era el tiempo.
Alrededor de Solaris orbita una estación espacial rusa. La tripulación ha comenzado a dar muestras de un comportamiento errático. Al sucederse en el tiempo una serie de irregularidades, deciden mandar a un psicólogo llamado Kris Kelvin. Ni bien llega nota un total estado de desorden y abandono en la estación. Sólo dos tripulantes sobreviven. El primero que ve se llama Snaut, que lo recibe con miedo y recelo. Luego ve a Sartorius, quien rechaza salir de su laboratorio donde convive con lo que parece un niño. Un tercero, Gibarian, se ha suicidado pocos días antes de su llegada. Snaut es quien le habla sobre “los visitantes”. El doctor Gibarian no pudo con ellos. Kelvin formula una primera hipótesis relacionada con la toxicidad y envenenamiento que produciría la atmósfera del planeta. Para sostenerlo, se dedica a estudiar la “solarística”, el extenso corpus científico que ha intentado por más de un siglo y medio explicar el comportamiento de la superficie de Solaris. Pero Kelvin comprueba que esta vasta biblioteca no es más que una especie de literatura. El lenguaje que conoce perderá sentido. Pronto, él mismo comienza a ser parte de los fenómenos que afectaron antes a la tripulación. Recibe la primera noche a su “visitante”, tal como los llamara Snaut. En medio del sueño, Kelvin despierta y ve sentada junto a él a su esposa Hari, quien se había suicidado. No está soñando, lo sabe. En verdad allí está ella, de carne y hueso. Esta Hari no recuerda haberse suicidado. Actúa como si siempre hubiera estado allí, como si nunca se hubieran separado. Pero no puede ser, porque su esposa lleva muerta mucho tiempo. Decide deshacerse de este clon y lo arroja al espacio. A la noche siguiente Hari vuelve. No recuerda nada de lo ocurrido la víspera. Se torna débil, aunque posesiva y demandante. No quiere que Kelvin se aleje de ella ni un instante.
Kelvin eliminará sucesivamente a las Hari que Solaris le envía cada noche, hasta cansarse. Se pregunta ya a esas alturas no qué es Solaris, sino cómo es posible la existencia de algo así. Descarta la posibilidad de un planeta autista cuando Sartorius le confirma que las apariciones comenzaron luego de bombardear el océano con radiación intensa. Solaris está vivo. Respondió. Descarta al mismo tiempo la idea de contacto, ya que no puede existir nada parecido entre dos formas de vida tan diferentes. Solaris, sabe, los lee como un libro abierto y del subconsciente de cada uno crea a “los visitantes”. Por etapas, pasará del pánico inicial al estupor y de este a la resignación. La falsa Hari se torna cada vez más humana. Kelvin, que la rechazaba por ser una copia, comienza a aceptarla. Entiende que no son meras marionetas, sino creaciones involuntarias del planeta que han sido paridas sin pedirlo. El prolijo examen de cada una de las copias de Hari que se presentan en su habitación lo comprueba. Hay una similitud aquí con los replicantes de Blade runner. Después de todo, ¿el ser humano es solo la suma de su pasado? ¿Y si la vida hubiera comenzado para cada uno de nosotros hace apenas un instante? ¿No puede ser esto también una segunda oportunidad? Sin dificultad, Kelvin se enamora de esta otra Hari de carne y hueso y que tanto se parece a la que fue su esposa real. Porque después de todo, quién puede decirle que aquella y esta no son la misma. Pensemos en el ruiseñor de Keats. Sabe también que las creaciones de Solaris ganarán por insistencia. El planeta no lo dejará irse. De algún modo sabe que Hari sigue en su mente y la sacará de allí una y otra vez. Al revés de la otra, esta Hari no morirá nunca. Como cualquiera de nosotros lo haría, Kelvin decide entonces quedarse en la estación espacial para entregarse al influjo irracional de Solaris y vivir en el eterno amor de los brazos de su esposa, lejos de la muerte.

En ambas historias, una inteligencia superior a la nuestra penetra en nuestro subconsciente y saca de allí elementos de nuestra intimidad, que vuelven bajo la forma de un familiar muerto. Pese a lo irregular que se presenta la realidad para estos personajes, el sentimiento de haber recuperado lo que estaba irrevocablemente desaparecido es más fuerte que la realidad misma. En la de Bradbury –se me ocurre pensar- la eliminación del recién llegado es una solución final más esperada y también más habitual de un tipo nacido en Estados Unidos. Los marcianos engañan para matar. Lo bueno de este cuento es que no ganan los bárbaros. En cambio, lo de Solaris es a simple vista irracional. El planeta, al sentirse atacado, le regala a los hombres una última visión del paraíso. Tal vez, una inmejorable arquitectura para la muerte. Sobre el final, Solaris es razón pura.
Sabemos que al destino le agradan las repeticiones. Podríamos decir que también al arte y que su universo no es otra cosa que un copioso sistema de citas. Acaso no debiera sorprendernos que a un escritor estadounidense y a uno soviético se les haya ocurrido el mismo argumento. Postulado un plazo infinito, la eternidad da para todo.




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