Entre 1947 y
1950, Ray Bradbury fue publicando en distintas revistas -de ciencia ficción o
divulgación científica- una serie de relatos. Ese último año, la mayoría de
estos apareció bajo el título común del hoy celebradísimo Crónicas marcianas. Es obvio que los relatos no fueron escritos
para justificar un volumen. Más bien nos parece que lo que tienen en común es
presentar un escenario futurista en el planeta rojo y nada más. No existe un
hilo conductor por fuera de esto. También, comprensiblemente, puede parecernos
que el mejor de los relatos incluidos en Crónicas
marcianas es “La tercera expedición”.
En mi
adolescencia y gran parte de mi primera juventud estuve enfrascado en la
literatura argentina y latinoamericana. Por obligación –esto hoy me parece
ridículo- fui incluyendo cada tanto en esos años la lectura de un clásico. Tal
vez porque me gustaba mucho Arlt, me gustó Crimen
y Castigo de Dostoievsky, que leí en la traducción de no sé quién. Leí La metamorfosis traducida por un
mexicano y no vi en Kafka al escritor que como nadie reflejó el esquizofrénico
modo de vida en las ciudades capitalistas. Es decir que atravesaba por una
etapa incapacitada de apreciar traducciones. A mí me gustaba, y lo tenía bien
claro, leer de primera mano. Y además sentía que los dramas y escenarios de lo
leído debían parecerme locales. Nada más equivocado. ¿En cuántos hogares de
nuestra sociedad no se ha montado El rey
Lear de Shakespeare? ¿Cuántos hombres con el carácter de Shylock no están
presentes en nuestras vidas, ayudándonos con el secreto afán de vernos fracasar
y cobrarnos con creces esa ayuda? Pero yo no podía entonces apreciar ni las
traducciones ni el sentido universal de dramas como La Eneida del prolongado Virgilio. Entre la larga lista de nombres
que mi preferencia rechazaba, estaba por ejemplo Stephen King –a quién hoy
considero un buen escritor cuyos libros son entretenidos- y también Bradbury,
cuya ciencia ficción norteamericana me sugería –prejuiciosamente- una película
clase B. Por eso demoré la lectura de Crónicas
marcianas durante años.
Debo aclarar
que mi relación cinematográfica con la ciencia ficción es buena, no así con la literatura de este género. Las
primeras películas de la saga de Star
Wars, las originales de El planeta de los simios, las dos primeras
de Alien y la colosal 2001: A space odissey fueron mi piedra
bautismal. Fue a razón de esta última que años más tarde descubrí otro ícono de
la filmografía de ciencia ficción: Solaris,
del ruso Andrei Tarkovsky. A su vez, esta película –que fue vendida como la
respuesta soviética a 2001- estaba basada en un libro de 1961 escrito por un
polaco llamado Stanislaw Lem. La película de Tarkovsky podía funcionar como
respuesta a 2001, sí señor. Ambas
presuponen un viaje final para alcanzar el estado de plenitud. Una, lo
encuentra en los confines del universo. La otra, en las profundidades de
nuestra mente. Es precisamente este último argumento el que plantea Solaris de Lem y que es evidentemente
similar al planteado por Bradbury en “La tercera expedición” de Crónicas marcianas. En ambas se postula
la idea de una inteligencia extraterrestre que es capaz de sondear en la humana
y utilizar sus recuerdos para dominarla o exterminarla, en el caso de Bradbury,
o de “redimirla” según Lem. Veamos cada caso.
La tercera
expedición nos relata la llegada a Marte de un grupo de seres humanos. Son
diecisiete. Dos mueren en el viaje. Entre los quince sobrevivientes, solo tres
– el capitán Black, Lusting y Hinkston- serán protagonistas. A través de ellos
sabemos lo que ocurre con los demás. Hay
una clave en el título. Una tercera expedición exige dos expediciones
anteriores de las cuales se infieren sendos fracasos. Esto justificaría un
tercer viaje. No queda claro el motivo por el cual fracasan las dos primeras
misiones, pero entrevemos razones al advertir qué mecanismos estropean la
tercera: se trata de algo sobrehumano. Las perplejidades no se hacen esperar.
La nave toca el suelo marciano pero el aspecto es el de un pueblo
estadounidense de los años veinte. Perfectamente podría ser Ohio. Los
tripulantes de la nave no dan crédito a lo que ven. Se asombran del prado verde
y las campanas doradas de la iglesia. Después del miedo al que ha dado paso el
asombro inicial, surge la necesidad de explicar lo que ven, conciliarlo con lo
que esperaban. El capitán Black arriesga una primera teoría, la más débil de
todas: las civilizaciones de ambos planetas evolucionaron de la misma, exacta
manera. Hinkston propone que la igualdad de ambos es prueba de la existencia de
dios. Ya fuera de la nave, caminando por las calles de esa exacta copia de un
pueblo de Estados Unidos, bajo un aire de primavera, uno de ellos se pregunta
si no se trataría de gente de la tierra que odiaba la guerra y para escapar de
ella construyeron un cohete con ayuda de científicos y marcharon hacia Marte.
En la puerta de una casa hablan con una mujer de unos cuarenta años. Les dice
que están en un pueblo de Illinois llamado Green Bluff y que es el año 1926.
Otra idea cobra fuerza: se desviaron de su ruta y viajaron hacia atrás en el
tiempo. Pero algo más extraño ocurre para confusión de todos. Lusting se
encuentra con sus abuelos, muertos hace mucho tiempo. Lo invitan a su casa y le
dan limonada. Le explican que allí viven la muerte como una segunda
oportunidad, sin preguntas. No recuerdan cómo fue que llegaron, pero hacen
notar que eso no importa. Señalan que allí se vive en paz. Aunque la atmósfera
sigue enrarecida y los personajes se saben ante una situación extraña, no deja
de existir un trato familiar entre Lusting y sus abuelos que funciona como
trampa. Ninguna de las dos partes actúa a la defensiva y los tripulantes creen
que están frente a seres humanos reales. Los marcianos –ya entrevemos- crean
personas y lugares idénticos a los de la Tierra para evitar que surja
desconfianza por parte de los terrestres.
La nave es
rodeada por los familiares de los tripulantes. Cada uno de ellos baja y se
reencuentra con un muerto: madres, padres y hermanos. Incluso el Capitán Black,
que estaba furioso por la desobediencia a permanecer en la nave, se encuentra
con su hermano. Este le cuenta que en casa lo esperan papá y mamá. Así, todos
se van a sus casas a pasar la tarde y la noche. Antes dormir, el capitán tiene
una última preocupación por sus hombres. Como si a pesar de sentirse
inexplicablemente feliz y pleno, no dejara de evaluar la posibilidad de que
todo sea un engaño. Esa contradicción tan humana es un acierto de Bradbury.
Mientras comparte la habitación con su hermano, el capitán se pone a pensar profundamente
en esto. Se pregunta: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los
recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros.
Y después de construir el pueblo,
sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de
las mentes de los tripulantes! Y supongamos que esa pareja que duerme en la
habitación contigua no sea mi padre y mi
madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme todo el tiempo en un sueño
hipnótico”. Desesperado, se levanta de la cama. Entones su hermano le pregunta
a dónde va. “A tomar agua”, dice Black. “Tengo sed”. “No, no tenés sed” dice el
hermano.
El relato
podría finalizar allí y ser perfecto. Bradbury siente la obligación de añadir
rasgos circunstanciales. Por ejemplo, decirnos que Black no llegó a la puerta.
Decirnos que al otro día los extraterrestres enterraron a los muertos como si
fueran sus hijos o hermanos, en el cementerio del pueblo.
En Solaris no hay una especie que se sienta
amenazada, como los marcianos. No hay una civilización, sino un planeta que en
su totalidad está cubierto por un océano, el océano de Solaris, cuya
composición es orgánica. Todo el planeta es -en sí mismo- un ser vivo que
además está dotado de inteligencia. Pero no es una inteligencia cuya
arquitectura se parezca a la laberíntica mente humana. Es de otro tipo. Una
inteligencia alienígena fuera de toda explicación, fuera de toda semántica del
lenguaje. La única clave que admite la existencia de esta aberración es
metafísica. Aún así, sentimos que no podemos explicar a Solaris aunque lo
aceptemos. Lo mismo le habrá sucedido a San Agustín al preguntarse qué era el
tiempo.
Alrededor de
Solaris orbita una estación espacial rusa. La tripulación ha comenzado a dar
muestras de un comportamiento errático. Al sucederse en el tiempo una serie de
irregularidades, deciden mandar a un psicólogo llamado Kris Kelvin. Ni bien
llega nota un total estado de desorden y abandono en la estación. Sólo dos
tripulantes sobreviven. El primero que ve se llama Snaut, que lo recibe con
miedo y recelo. Luego ve a Sartorius, quien rechaza salir de su laboratorio
donde convive con lo que parece un niño. Un tercero, Gibarian, se ha suicidado
pocos días antes de su llegada. Snaut es quien le habla sobre “los visitantes”.
El doctor Gibarian no pudo con ellos. Kelvin formula una primera hipótesis
relacionada con la toxicidad y envenenamiento que produciría la atmósfera del
planeta. Para sostenerlo, se dedica a estudiar la “solarística”, el extenso corpus
científico que ha intentado por más de un siglo y medio explicar el
comportamiento de la superficie de Solaris. Pero Kelvin comprueba que esta
vasta biblioteca no es más que una especie de literatura. El lenguaje que
conoce perderá sentido. Pronto, él mismo comienza a ser parte de los fenómenos
que afectaron antes a la tripulación. Recibe la primera noche a su “visitante”,
tal como los llamara Snaut. En medio del sueño, Kelvin despierta y ve sentada
junto a él a su esposa Hari, quien se había suicidado. No está soñando, lo
sabe. En verdad allí está ella, de carne y hueso. Esta Hari no recuerda haberse
suicidado. Actúa como si siempre hubiera estado allí, como si nunca se hubieran
separado. Pero no puede ser, porque su esposa lleva muerta mucho tiempo. Decide
deshacerse de este clon y lo arroja al espacio. A la noche siguiente Hari
vuelve. No recuerda nada de lo ocurrido la víspera. Se torna débil, aunque
posesiva y demandante. No quiere que Kelvin se aleje de ella ni un instante.
Kelvin
eliminará sucesivamente a las Hari que Solaris le envía cada noche, hasta
cansarse. Se pregunta ya a esas alturas no qué es Solaris, sino cómo es posible
la existencia de algo así. Descarta la posibilidad de un planeta autista cuando
Sartorius le confirma que las apariciones comenzaron luego de bombardear el
océano con radiación intensa. Solaris está vivo. Respondió. Descarta al mismo
tiempo la idea de contacto, ya que no puede existir nada parecido entre dos
formas de vida tan diferentes. Solaris, sabe, los lee como un libro abierto y
del subconsciente de cada uno crea a “los visitantes”. Por etapas, pasará del
pánico inicial al estupor y de este a la resignación. La falsa Hari se torna
cada vez más humana. Kelvin, que la rechazaba por ser una copia, comienza a
aceptarla. Entiende que no son meras marionetas, sino creaciones involuntarias
del planeta que han sido paridas sin pedirlo. El prolijo examen de cada una de
las copias de Hari que se presentan en su habitación lo comprueba. Hay una
similitud aquí con los replicantes de Blade
runner. Después de todo, ¿el ser humano es solo la suma de su pasado? ¿Y si
la vida hubiera comenzado para cada uno de nosotros hace apenas un instante?
¿No puede ser esto también una segunda oportunidad? Sin dificultad, Kelvin se
enamora de esta otra Hari de carne y hueso y que tanto se parece a la que fue
su esposa real. Porque después de todo, quién puede decirle que aquella y esta
no son la misma. Pensemos en el ruiseñor de Keats. Sabe también que las
creaciones de Solaris ganarán por insistencia. El planeta no lo dejará irse. De
algún modo sabe que Hari sigue en su mente y la sacará de allí una y otra vez.
Al revés de la otra, esta Hari no morirá nunca. Como cualquiera de nosotros lo
haría, Kelvin decide entonces quedarse en la estación espacial para entregarse
al influjo irracional de Solaris y vivir en el eterno amor de los brazos de su
esposa, lejos de la muerte.
En ambas
historias, una inteligencia superior a la nuestra penetra en nuestro
subconsciente y saca de allí elementos de nuestra intimidad, que vuelven bajo
la forma de un familiar muerto. Pese a lo irregular que se presenta la realidad
para estos personajes, el sentimiento de haber recuperado lo que estaba
irrevocablemente desaparecido es más fuerte que la realidad misma. En la de Bradbury
–se me ocurre pensar- la eliminación del recién llegado es una solución final
más esperada y también más habitual de un tipo nacido en Estados Unidos. Los
marcianos engañan para matar. Lo bueno de este cuento es que no ganan los
bárbaros. En cambio, lo de Solaris es a simple vista irracional. El planeta, al
sentirse atacado, le regala a los hombres una última visión del paraíso. Tal
vez, una inmejorable arquitectura para la muerte. Sobre el final, Solaris es
razón pura.
Sabemos que al
destino le agradan las repeticiones. Podríamos decir que también al arte y que
su universo no es otra cosa que un copioso sistema de citas. Acaso no debiera
sorprendernos que a un escritor estadounidense y a uno soviético se les haya
ocurrido el mismo argumento. Postulado un plazo infinito, la eternidad da para
todo.
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