sábado, 17 de diciembre de 2016

El infierno son los otros

“Cuanto más diferente es alguien de mí, más real me parece, porque menos depende de mi subjetividad”
Fernando Pessoa


En 1960 la compañía Eastman Kodak –que ya llevaba tres cuartos de siglo en el negocio de la fotografía- le encargó a un grupo de sociólogos, entre ellos el joven Pierre Bourdieu, realizar un estudio sobre los usos de la fotografía. Lo que había comenzado como una maravilla técnica del mundo moderno en el siglo XIX ya se había convertido en una práctica muy generalizada en la cultura francesa de los años sesenta, y Kodak quería saber de qué podía ir la cosa. De allí surgieron algunas preguntas, como quiénes fotografiaban y quiénes eran fotografiados. ¿Eran siempre hombres los que dominaban la cámara? ¿Quiénes eran sujetos de la mirada? ¿Había una relación de poder en el hecho de capturar la imagen del otro? Hoy podríamos preguntarnos por qué la gente le saca fotos con su celular a la hamburguesa que está por comer en una estación de servicio y la sube a redes sociales. 

Pienso en la primera y en la última escena de una película francesa que se llama El placard. Es el día en el que van a sacar la foto a los trabajadores de una empresa. Desde el vamos, mientras se forman para la foto, se hace evidente una jerarquización de los cuerpos según cargos y relevancia, además de sexo y contextura física. También se presenta, sin rodeos, uno de los argumentos de la película: justo queda fuera de cuadro un empleado al que van a despedir muy pronto. No aparece en la foto porque es como si ya no estuviera. Al rato, en un baño, escuchará la noticia sin ser notado y su mundo se derrumbará íntegramente. 

Así comienza la historia de François Pignon, quien esa misma noche conoce a un nuevo vecino con el que urde un plan para no perder el empleo: hacerse pasar por gay. Salir del placar, evitando así que la empresa (una fábrica condones) se vea envuelta en un escándalo, acusada de discriminación. Nuevamente será una foto –trucada, enviada por correo anónimamente por el vecino de Pignon- el eje de la trama. ¿Es posible construir un relato sobre el pasado con fotografías?

Es central en el film el tema de la otredad. Es decir, se vuelve crucial la forma de entender que en la vida cotidiana –allí, en esa empresa de condones- existe otro que no soy yo. Ese otro que no-es-yo, funciona de manera intrapersonal entre todos los personajes de la película. Hay una escena que me parece muy buena, porque pivotea sobre la semántica del film. Françoise, sobrepasado, le dice a su vecino que no podrá interpretar a un gay, no podrá fingirlo porque hasta ese día se comportó de una determinada manera y ahora, de buenas a primeras, no puede entrar moviéndose o hablando diferente. Entonces el vecino, que no deja de acariciar un gatito gris, le dice una frase total: vos no tenés que hacer nada, lo que tiene que cambiar es la mirada de los demás. Así, Françoise pasará a sufrir una metamorfosis que opera en realidad en los otros. Notamos un cambio generado en la organización a partir de la llegada del nuevo Pignon que va a desestructurar las relaciones antes existentes, convirtiéndose él en una fuerza modificadora de la fuerza instituyente. Como heterosexual, era percibido como un hombrecito gris, tímido, aburrido y sin audacia. Como homosexual, se lo ve arriesgado, con carácter, alegre. Cabe preguntarse también si no hay allí una estereotipación del homosexual a partir de la mirada de un-otro pseudo progre. Hasta su hijo decide ir a visitarlo –después de verlo en la tele en un desfile por el orgullo gay- y fumar marihuana. Lo ascienden de puesto, deja ir por  fin a su ex esposa –por quien siempre sintió nostalgia- y seduce a su ex jefa de sección, quien es la que descubre el montaje de Pignon para no ser despedido.

Capítulo aparte merece Félix, interpretado por Gerard Depardieu, un macho alfa jugador de rugby y maltratador de su esposa Agnes que, ante la noticia de la homosexualidad oculta de Pignon, comienza a fingir empatía con él. Una mala broma durante una reunión de directorio, donde se había mostrado la fotografía y dado marcha atrás con el despido, le hizo pensar a Félix que cualquiera podía ser echado y que mostrar homofobia podía ser un motivo. Al igual que esos policías estadounidenses negros que cuando arrestan a un “hermano” de color lo muelen a palos el doble, como una muestra de que la supremacía blanca los ha aceptado al darles un arma y una chapa, Félix se pasa para la otra vereda con la extremada fe de los conversos. Comienza por invitarlo a comer al restaurante más costoso de la ciudad. Después, le compra chocolates. Más tarde, un pulóver rosado en una tienda cara. Agnes, su esposa maltratada, lo deja. No deja de sorprender que el motivo sea la presunta homosexualidad de Félix y no su machismo. Destrozado, durante un almuerzo en la compañía, Félix se quiebra ante Pignon y le dice que Agnes lo ha por fin dejado y le pregunta entonces si no quisiera vivir con él. Ante un no como respuesta, Félix se le tira encima y lo agarra del cuello. Lo sacan entre cinco y termina en una casa de retiro. Saldrá al final, para regresar a la empresa y recuperar su puesto.

La última escena transcurre exactamente un año después que la primera. Una vez más van a tomar la fotografía de la empresa. Ya conocemos a los personajes, ya vimos cómo son y también qué ha cambiado en ellos. Sabemos también cómo ven el mundo ahora. La fotografía, que aparenta ser igual a la primera, es sin embargo asimétrica. Nuevas relaciones y jerarquías se tejen entre nosotros todo el tiempo, y con aquello que miramos.



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