Stephen
Hawking dijo que nadie puede dudar de que en la extensión desaforada del
universo exista vida más allá de la Tierra, pero hay una pregunta que no se ha
respondido de modo uniforme: “¿Cómo será esa forma de vida?”. En efecto, el
cine de Hollywood nos acostumbró a esperar algo concreto o, por lo menos, a
esperarlo siempre de la misma forma. Ni hablar el amarillismo de ciertas sectas.
La mayoría de las veces, la cuestión extraterrestre está planteada dentro de un
relato épico. Recordemos que es cine y que tiene que vender. Sólo un reducido
conjunto de películas presenta alienígenas amistosos o conversos –El día que la Tierra se detuvo- o, como
en Sector 9, víctimas del racismo.
Otro Stephen,
Spielberg, que en su carrera ha dado sobradas muestras de interés por la vida
extraterrestre, ha propuesto opciones. Para el gran público produjo un
personaje inolvidable, E.t. Este
personaje es simpático, pacífico, casi un niño en su manera de explorar el
mundo y hacer contacto. Pero al correr peligro su vida en este planeta, debe
marcharse. Hasta último momento hay tensión, porque ya nos hemos encariñado con
el personaje. El contacto no es de una raza extraterrestre con la humanidad,
sino reducido a un niño y a un extraterrestre. Es una historia de
amor y amistad. ¿Para qué hay un
extraterrestre entonces? Bueno, no se sabe. Es como esa de vaqueros gays. ¿Qué
quiere demostrar? ¿Qué siempre hubo homosexuales, incluyendo la conquista del
oeste norteamericano? No hay otra experiencia por fuera de esta en E.t. Otra película suya plantea algo distinto. La
renombrada Encuentros cercanos del tercer
tipo. Aquí, la cosa parece estar dicha de un modo más serio. No hay un
personaje alienígena a lo Disney con el que nos identificamos desde el
comienzo. Los extraterrestres son inteligentes, superiores en tecnología –su
inmensa nave lo demuestra- pero al mismo tiempo pacíficos. Spielberg se mete en
Encuentros cercanos con el tema de
los secuestros extraterrestres o abducciones
a través de la experiencia de un hombre, un niño al que se llevan y su madre. La
película popularizó la tipología de los extraterrestres conocidos como Grises. Hay un
cuento de Fogwill que se llama Los
pasajeros del tren de la noche en el que soldados muertos regresan a sus
pueblos en tren, siempre de noche, a la estación donde los esperan sus
familiares. Fogwill no nos dice cómo es que ocurre esto, como es posible. El
shock no está en explicarlo sino en aceptarlo.
Otras
películas plantean siempre una confrontación de la que los humanos salimos
victoriosos. Hay dos estilos o dos relatos en este tipo de películas. Uno es el
de Alien: el octavo pasajero, cuya
inmortal criatura diseñó el suizo Giger. No sé si porque en algún momento de mi
vida Blade Runner me atravesó o
porque soy fanático del coliseo romano y me gustó verlo recreado en Gladiador, me gustan muchas de las películas
de Ridley Scott. Aún en los fracasos como 1492:
La conquista del paraíso. Por todo esto será que Alien me parece una gran película y sobre todo si consideramos el
género ciencia ficción de terror. Introduce un nuevo tipo de alienígena: uno
que no demuestra tener inteligencia racional, pero sí un instinto biológico de
supervivencia que lo convierte en un animal evolucionado. Una máquina perfecta
de cazar que poco a poco va aniquilando a los miembros de una tripulación “x”
hasta quedar prácticamente frente a frente con uno solo. A veces el menos
esperado. En Alien es la teniente
Ripley, que todavía no es la Ripley de las películas posteriores. La perfecta
máquina de matar se ve vencida o taimada, en el último instante, por el humano.
El otro
argumento para estas películas es el que roza la epopeya y que un poco
adelantaba ya la trasmisión radial de La
guerra de los mundos de Orson Welles. Bando contra bando. Ellos contra
nosotros. Las cosas se ponen difíciles y sobre el final se descubre cómo
vencerlos. Casi siempre son los estadounidenses quienes lo descubren y desde la
Casa Blanca le avisan a las demás capitales del mundo. Hay una escena obligada,
parece: el de televisores en distintos hogares y bares mostrando platos
voladores que se desploman sobre la torre Eiffel, sobre el Big Ben, sobre el
coliseo romano, sobre las pirámides de Egipto. Estas películas proponen un
enfrentamiento que se parece al de dos grupos humanos, uno con más fuerzas y
recursos y otro que no. Como sucedió con los españoles de Cortés y Moctezuma y
su gente en la conquista de México. Pero en el cine, los aztecas le dan vuelta
la tortilla a los conquistadores, quienes deben regresar en sus naves quemadas.
Pero las posibilidades son infinitas e infinitamente integrantes. Lo alienígena
puede variar desde un limo verde sobre una roca hasta animales vertebrados muy
avanzados. Podría tratarse de inteligencias cuya arquitectura fuese distinta a
la nuestra. Solaris de Lem o Space odissey de Kubrick van en esa
línea.
Stephen Hawking, a quien Homero Simpson llama en un capítulo “el paralítico de la silla”, no ha filmado una sola película pero ostenta varios títulos. Es físico teórico, astrofísico, cosmólogo y divulgador científico. Es británico de Oxford; en 1982 fue honrado con la Orden del Imperio. Sus trabajos más importantes giran en torno al espacio y el tiempo, la relatividad general y los agujeros negros que emiten un tipo de radiación que lleva su nombre. Le han otorgado doce doctorados honoris causa. En los ratos libres es miembro de la Real Sociedad de Londres, de la Academia Pontificia de las Ciencias y de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Es decir que si alguien hay autorizado para decirnos que es obvio que hay vida ahí afuera, es Stephen Hawking. Pero así como nos dice que negar la vida extraterrestre es necio, también nos advierte: dejemos de intentar hacer contacto. Lúcidamente, Hawking esboza dos posibilidades claras. En una, nuestras señales alcanzan en un tiempo y espacio a una civilización que no tiene tecnología para decodificarla o que tiene una tecnología muy rudimentaria para hacerlo y nunca se enteran de nada. La otra posibilidad contempla que la señal pueda ser interceptada por una civilización avanzada. No sabemos, no podemos saber, cuáles serían las consecuencias. Lo que debemos hacer –dijo Hawking- es dejarnos de joder y ocultarnos lo mejor que podamos.
Stephen Hawking, a quien Homero Simpson llama en un capítulo “el paralítico de la silla”, no ha filmado una sola película pero ostenta varios títulos. Es físico teórico, astrofísico, cosmólogo y divulgador científico. Es británico de Oxford; en 1982 fue honrado con la Orden del Imperio. Sus trabajos más importantes giran en torno al espacio y el tiempo, la relatividad general y los agujeros negros que emiten un tipo de radiación que lleva su nombre. Le han otorgado doce doctorados honoris causa. En los ratos libres es miembro de la Real Sociedad de Londres, de la Academia Pontificia de las Ciencias y de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Es decir que si alguien hay autorizado para decirnos que es obvio que hay vida ahí afuera, es Stephen Hawking. Pero así como nos dice que negar la vida extraterrestre es necio, también nos advierte: dejemos de intentar hacer contacto. Lúcidamente, Hawking esboza dos posibilidades claras. En una, nuestras señales alcanzan en un tiempo y espacio a una civilización que no tiene tecnología para decodificarla o que tiene una tecnología muy rudimentaria para hacerlo y nunca se enteran de nada. La otra posibilidad contempla que la señal pueda ser interceptada por una civilización avanzada. No sabemos, no podemos saber, cuáles serían las consecuencias. Lo que debemos hacer –dijo Hawking- es dejarnos de joder y ocultarnos lo mejor que podamos.
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