miércoles, 24 de junio de 2015

Sobre Fabián Casas


 No recuerdo cómo llegué a Fabián Casas. Mejor dicho: a su literatura. A los lectores se nos suele pegar la idea de que conocemos a los escritores que leemos mucho porque nos gustan. Es una de las magias de la literatura. El primer libro que me compré de él –y no recuerdo por qué- fue Horla City y otros: Toda la poesía 1990-2010. Una edición de emecé que tiene una tapa que está buenísima. Ya había visto un libro suyo en casa de un amigo que se titula Ensayos bonsái, también con una tapa buenísima y que compré dos o tres años después. Recuerdo haberlo hojeado en casa de mi amigo una o dos veces. Escribía como se habla y lo hacía muy bien. Me impresionó su aspecto en la foto de la solapa: parecido más a un boxeador o carnicero que a un escritor. Sus poemas me gustaron de entrada. El libro recopilaba cinco mini libros de poesía que abarcan veinte años. Los títulos me gustan mucho: Tuca, El salmón, Oda, El spleen de Boedo, Horla City. Al principio del libro hay una frase de Tita Merello: “El ejercito más grande del mundo lo forman los pobres, los enfermos y los desesperados”.  Me voló la cabeza semejante síntesis, el sonido de las palabras, la economía en la oración y el inquietante uso de la palabra “ejército”.  Casas escribe un tipo de poesía que me gusta mucho y que yo aprendí a leer en Raymond Carver: breve, seca, con imágenes patentes y cotidianas, triste. No es una poesía musical ni maratónica. Casi ningún verso rima. Pero es poesía porque cumple con la tarea fundamental de ser una síntesis. Sólo el verdadero poeta logra la síntesis. Sus poemas son fragmentarios, especie de diario o incluso ensayitos, bocetos donde advertimos el metabolismo de Casas. No sé si Casas entra en esa bolsa que podríamos rotular bajo el nombre de “literatura chabona”. Sus temas son ante todo su infancia y su familia y los amigos de su padre, su adolescencia a veces, la muerte de su madre (que atraviesa gran parte de su literatura), su padre viudo y viejo, su hermano, sus amigos de toda la vida, gente que conoce. Casas, literariamente, se mueve en un barrio que puede ser el de Boedo –su barrio natal- en la ciudad de Buenos Aires. Como la India para los hindúes, para Casas Boedo es más grande que el mundo.  Noche, alcohol y drogas hay en sus poemas. También amor, dulzura, discos de Frank Zappa.  Hay una Buenos Aires que también se mitifica en palabras, pero que no nace de las luces del centro. La ciudad de Casas es la que se percibe desde la ventanilla de un colectivo –Casas diría Bondi-, desde un banco en una plaza, caminando veredas, en los trenes, en los bares. No sé si es peronista, pero sí lo es el mundo que describe. Hay mucha calle en sus poemas: “Durante mi luna de miel/ con la droga/Caronte me llevaba de paseo/en un taxi fino y rojo.”  También hay romanticismo. Casas vive nombrando libros y autores que leyó, como si quisiera formar su orbe particular, su canon propio. Escribe, en parte, para salvar ese mundo. Casas es un lector compulsivo y toda su obra, como la de Borges, está atravesada por links. Cuando no cita directo o menciona a alguien, se le notan lecturas. Walter Benjamin por ejemplo: “No te dejes engañar/por el papel brilloso de los chocolates/ni la vista iluminada de la ciudad cuando oscurece” dice en un poema titulado Sindicalismo. Dentro de sus temas, el fracaso del matrimonio es un tema central. Copio un poemita llamado May the force be with you:

Con los pies hinchados en la palangana,
Glorita debe estar pensando en qué momento
dejó de ser la Princesa Leila,
para casarse con ese hombre que duerme
-los pies amarillos y el sudor tatuado-
en el medio de la cama matrimonial.

Es un absoluto paisaje peronista el que describe Casas en el poema. Otro de los poemas que más me gusta es Reunión en Guayaquil, micro ensayo sobre el encuentro en esa ciudad entre San Martín y Bolivar:

Ahora sabemos
que no se contaron chistes de realistas
ni fumaron opio
frente al mapa de la Confederación.
Hablaron -comiendo charqui, lustrándose las
botas-
de lo difícil que es sostener una pareja,
de guerra en guerra,
a tanta distancia.

Todo en Casas, aún el mítico encuentro entre los próceres, tiene el peso de lo cotidiano/ritual. Un poema que se llama Doxa dice:

No debería perturbarte
el ruido que hace tu viejo con la boca
cuando come

O uno de los mejores que le leí, Despertarte. Lo paso entero, porque es genial:

Despertarte a mitad de la noche
y ver en el otro lado de tu cama
a tu mujer llorando
es una experiencia importante.
Quiere decir, entre otras cosas,
que mientras paseabas por los cuartos
iluminados de tu cerebro
algo se estaba gestando cerca tuyo
Un error con el cual mantenés
una particular relación de intimidad.
Porque aunque no firmemos nada,
ni corramos apurados bajo la lluvia de arroz
pensamos que es para toda la vida
y así seguimos.
Botes que durante la noche
quedan amarrados al muelle
golpeándose entre sí,
según el viento.

Hay un montón de versos sueltos o fragmentitos que podría citar que me gustan muchísimo. Por ejemplo los que siguen, donde las metáforas están buenas porque Casas no se esfuerza por inventarlas, sino que las encuentra –una vez más, como siempre- en lo cotidiano:

El día se consume
como una pastilla efervescente. 

O también:

Desde lo alto de la colina,
la ciudad de Iowa era una torta de cumpleaños
que alguien llevaba hacia la mesa
por un corredor oscuro.

Su poesía, como la de Philip Larkin, me gusta porque no viene a decirme que le ponga onda, que las cosas son bellas o que detrás de las nubes, siempre está el sol. La poesía de Casas, como Larkin o Carver, me interpela de un modo directo. Me dice: sé lo que pensás porque yo pienso parecido. Todo esto está lleno de pelotudos, de dolor, de miedo.  Leerlo, como dice la contratapa de Ocio, es un cross a la mandíbula.  

El segundo libro que compré de Casas tiene un título perfecto: La supremacía Tolstoi. Si formara un trío instrumental de música progresiva, al estilo Crimson o Rush, le pondría La supremacía Tolstoi.
Es un libro de ensayos donde Casas vuelve a hablar casi de lo mismo que en los poemas. Aparecen San Lorenzo y su padre ya viejo -como en Un día en la cancha-, el mundo de la niñez –El padrino I, II y III- ideas benjamineanas –Handball me parece un ejemplo- y se suman cosas como el zen o el karate a los libros, autores, películas y música que ama u odia Casas. Aparece también la protagonista de uno de los mejores ensayos del libro: su perra Rita. Sus amigos, su mujer, su día a día son el material de estos textos. Para Fabián Casas, el peso del mundo propone una contienda cada mañana. De eso, a la larga, escribe siempre. Pero no nos aburre con una cantinela oscura. Va buscando las conexiones y los huecos, los deja vu de la Matrix. Por eso, creo, elige o le sale ser romántico; para no morir ahogado de existencialismo.  Sus personajes son su hermano –el “Dragón”-, su viejo, su madre cuando estaba viva y su madre como posibilidad, ya muerta, su primo a quien dedica un poema llamado Ezeiza y que vuelve en varios textos. Al leer a Casas, sentimos que no nos miente.

Tanto el libro de poemas como este último de ensayos, circularon por mi portafolio de profesor durante mucho tiempo. Los leía en los ratos libres, en un café, en una estación de servicio donde hago tiempo los lunes y martes, en mi departamento. En el medio leía otras cosas. Los libros de Casas descansaban. Pero volvía a ellos con regularidad, aún a veces para hojearlos nada más. Subrayar de golpe una frase, una oración. Por esos días recuerdo que fui a la presentación de un libro, cosa rara en mí. Afuera, me encontré con un compañero de trabajo, un profesor de letras. Nos pusimos a charlar en la vereda.
-¿Qué estás leyendo? –me preguntó.
Le contesté lo que estaba leyendo por aquel entonces, que eran los cuentos de Clarice Lispector y a Casas.
-A mí me gustaba Casas –dijo-. En los noventa era la novedad. Es un romántico Casas. Dejé de leerlo. Ya no le creo.
Tal vez por mi condición de agradecido lector, sentí que mi compañero reducía a Casas injustamente. Referirse a los noventa como un momento histórico en el cual era válido leer a Casas en tanto “novedad” me pareció clausurar su literatura, impedirle tener nuevos lectores a futuro. En ese futuro, por ejemplo, estábamos él y yo charlando. Pensé además en si mi compañero estaba hablando desde el profesionalismo. ¿Sabía él que las cosas eran así? ¿Había un canon en el que Casas ya no encajaba? ¿Dónde puede uno enterarse de esas cosas? Los lectores de Kafka lo leyeron mucho tiempo después de su muerte. Hoy, libros como La Eneida o El Quijote, pueden tener lectores que antes no tenían. ¿Tan rápido van las cosas en la era del whatsapp que mi compañero borraba a Casas de la lista?
La palabra “romántico”, sin embargo, quedó dándome vueltas. ¿Por qué había dicho que Casas era un romántico? Cuando volví a leerlo en esos días, noté claramente que los links de Casas formaban un canon, como ya dije. Su biblioteca es un arca, como la de todo escritor. Un tiempo después, el flaco me llevó una edición vieja de Tuca, editada por Vox. Era una linda edición, un libro que parecía también un suvenir de mano.

Un poco ya aburrido de Horla y La supremacía, decidí buscar su primer libro de ensayos, Ensayos bonsai, para seguirlo leyendo con la sensación de la novedad. Pregunté en una librería. Hay una reedición de emecé que cuesta un ojo de la cara. Parece que el libro –editado en 2007- había dejado de conseguirse.  Me puse a buscarlo en librerías de usados. Lo encontré de casualidad, muy barato y bastante cuidado. En la primera hoja alguien escribió Alicia. Ninguna hoja estaba marcada, ninguna oración subrayada. Deduje que Alicia era la dueña del libro. Me dije que a Alicia no le había gustado el libro (¿para qué tenía su nombre entonces?) o que no le gustaba discutir con los libros. Eso es lo que hago yo cuando subrayo y marco y tomo notas sobre lo que leo en cuadernos espiralados: discuto con los libros. A lo mejor, Alicia era de esas personas que prefieren tener los libros inmaculados, pero aún así los leen y los disfrutan. Me pregunté también si había sido Alicia la que decidió canjear o vender ese libro y por qué. ¿Necesidad económica? ¿Cuánto te dan hoy por un libro?
La tapa de Ensayos bonsai me encanta. Es como uno de esos carros alegóricos de los desfiles yanquis. Representa al auto de Meteoro y sobre él, dentro de una bola de vidrio –esas que se dan vuelta y pareciera que cae nieve- van los otros personajes de la serie. ¿Estos ensayitos prefiguran un poco lo que después vendría en La supremacía Tolstoi? Para mí es al revés. Los de La supremacía los veo ahora como una proyección de Los ensayos bonsai. Casas no da respiro en este libro. Su metabolismo crea una bestia. Todo, una vez más, está allí.  Su pathos como autor, creo, aflora en estos textos con brutalidad y violencia festiva. Son breves, como las golpizas de alguien que sabe pegar.

Hace poco leí Ocio, su única novela. Incluye también un texto largo llamado Los veteranos del pánico que funciona como una mini novela. Me hermana me dijo que una conocida suya vendía sus libros usados por facebook y me pasó las fotos. Entre una larga e irregular lista de títulos, estaba extrañamente el de Casas. No me sorprendió al leer Ocio que aparecieran una vez más las claves y los tópicos de sus poemas y ensayos. La novela está escrita en el tiempo posterior a la muerte de su madre, momento en el cuál Casas sigue viviendo en la casa paterna, sin trabajo –de allí el título- y comparte la convivencia con su padre y su hermano. Es común decir de un escritor que ya ha publicado varias cosas, que alguno de sus primeros trabajos encierra las claves de su escritura futura. Decir que casi todo Borges, por ejemplo, está en Fervor de Buenos Aires. Pero aún así, al leer Ocio, caí en la trampa y me dije yo también que mucho de Casas está allí. En esa casa del barrio de Boedo, que perteneció a su abuelo y donde vivieron sus padres recién casados, donde nació él, donde murió su madre, donde ocupa una habitación en la parte de arriba que da al patio, se gesta el mito fundacional de Fabián Casas.
Tal vez en un arrebato, Piglia dijo que Washington Cucurto,  hablando de pasillos de villas, de cumbia y de merca, era el Roberto Arlt de nuestro tiempo. También Casas comparte algo con Arlt, algo que muy posiblemente se refleja en las Aguafuertes porteñas de este. El ensayo mezclado con la crónica, la ciudad y sus recovecos, la mirada sobre los otros. Yo veo, sin embargo, que Casas se acerca más a Borges. Su sistema de escritura, su manera de construir una obra, es borgeana. De la micro-cita (a veces sin decir de quién), ambos pasan a la oración. De la oración, a los párrafos. Los párrafos arman textos, que no son muy extensos. Esos textos forman libros y, finalmente, los libros componen una biblioteca. En la biblioteca Borges, ¿cuántas veces aparece la mención de Aquiles y la tortuga, esa paradoja del espacio que pensó un tal Zenón? ¿Cuántas veces Borges habla de la fundamental biblioteca de su padre? ¿Y de la pampa o Buenos Aires? ¿Cuántas espadas nórdicas y tigres pueblan sus páginas? ¿Y el ajedrez, Stevenson o Kafka? Ensayos, cuentos y poemas, en Borges, hablan de lo mismo. Casas igual. Escribe siempre sobre lo mismo, al derecho o al revés. Por ejemplo, en Ocio cuenta un sueño con su madre, donde ella está viva y se pasea con una bata roja. Un poema retoma el sueño, y también lo encontramos mencionado en un ensayo.

De momento no he leído Los Lemmings, un libro de cuentos que publicó en 2005, ni El hombre de overol, un poemario de treinta páginas que editó también Vox. Los imagino como piezas infaltables de ese mismo juguete con el que siempre se encierra a jugar Fabián Casas.





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