domingo, 16 de agosto de 2015

Mi único héroe en este lío

José de San Martín es lo más cercano a un Alejandro Magno o a un Ulises que nuestra pobre mitología de arrabal sudamericano pudo parir.   Lo que menos debería importarnos es que murió un 17 de Agosto de 1850 en un pequeño pueblo de Francia llamado Boulogne-sur-Mer. Más valioso es tenerlo en cuenta como alguien había podido ver, como muy pocos, su destino. Había nacido, setenta y dos años antes, en la Reducción de Yapeyú, un pequeño pueblo a orillas del río Uruguay fundado por jesuitas que catequizaban al indio, que entonces pertenecía a la extensión territorial denominada Virreinato del Río de la Plata y que años más tarde formaría parte de dos generalizaciones, Corrientes y Argentina, gracias a la obra libertadora del mismo San Martín. Su estirpe, que nuestra mitología actual nombra “genética”, era española. El suelo en el que se nace determina algunos aspectos del hombre. Otros, se heredan. En una tierra que tenía mucho de recién inaugurada, rodeados de la elemental extensión donde pulula el nativo, San Martín nace como una proyección de una larga serie de individuos iniciada en otro lado, tal vez incluso más lejos que Europa, tal vez Asia.
Como todos los hombres inmortales, fue un hombre de su época.  En 1784, a la edad de cinco años, viajó con su familia  a España, donde recibió su primera educación en el Seminario de Nobles de Madrid; su formación continuó en Málaga. Ingresó al ejército español en Murcia, con el que combatió a los moros en el norte de África primero, y también en España contra la dominación napoleónica. Sabemos que estuvo a las órdenes de aquel general Beresford, que había querido invadir, y había fracasado, Buenos Aires y Montevideo. Vivió en Londres, de donde es fama que formó parte de una logia que algunos relacionan con la masonería. Con treinta y cuatro años, en 1812, habiendo alcanzado el grado de Teniente Coronel, regreso al Río de la Plata, donde ya se gestaba el proceso de independencia en el cual su accionar sería decisivo. Se le encargó la formación del Ejército de Granaderos a Caballo, que logró el triunfo en el combate de San Lorenzo contra las tropas realistas, en la actual provincia de Santa Fe. Comandó el Ejército del Norte, reemplazando en esa jefatura a Manuel Belgrano.  Fue gobernador de la Intendencia de Cuyo. Desde allí, su presión política fue decisiva para que los diputados cuyanos favorecieran la declaración de la independencia el 9 de Julio de 1816. En Mendoza, donde nacería su única hija y que lo acompañaría en el exilio final, vislumbró la liberación de Chile y para eso se dedicó a formar un ejército. Preparó hombres, engordó mulas y caballos, fabricó herrajes y armas, con la inestimable ayuda e inventiva del jefe de su taller, el fray Luis Beltrán. En ese campamento, San Martín sintió acaso el llamado de un destino que para él no se encontraba en las disputas que alimentaban unitarios y federales. Se negó a combatir contra estos últimos, como lo hubiera querido Pueyrredón. Los unitarios, entre ellos Rivadavia, lo llamaron traidor. No el tiempo, sino la precisa historia, lo redimió. Su campaña militar, que no solo liberó a Chile sino que prosiguió en Perú, tuvo la dimensión heroica que solo admite la épica, y la lucidez estratégica de un genio militar. En Perú, fue nombrado protector. Fundó el primer gobierno libre, y también la primera biblioteca, a la que donó todos sus libros.
Todo relato necesita de una mitología, pero ni las innumerables acuarelas que nos traen el histórico cruce de los andes, en elegantes y descansados caballos, ni la aduladora biografía de Mitre, equiparan al hombre verdadero, al hombre esencial e imprescindible que fue San Martín.
El 10 de febrero de 1824 partió hacia Europa. Tenía 45 años y era generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Luego de un breve período en Escocia, se instalaron en Bruselas y poco después en París. Su única obsesión era la educación de su hija Mercedes.
Nadie es la patria, dice un poema de Borges. Pero San Martín está asociado, para nosotros, a ese inequívoco símbolo de pertenencia, a esa imposible geografía. Digno de los laureles más altos, hoy somos, de alguna manera, el futuro por el cual se consagró.




No hay comentarios:

Publicar un comentario