José de San Martín es lo más
cercano a un Alejandro Magno o a un Ulises que nuestra pobre mitología de
arrabal sudamericano pudo parir. Lo que
menos debería importarnos es que murió un 17 de Agosto de 1850 en un pequeño
pueblo de Francia llamado Boulogne-sur-Mer. Más valioso es tenerlo en cuenta
como alguien había podido ver, como muy pocos, su destino. Había nacido,
setenta y dos años antes, en la Reducción de Yapeyú, un pequeño pueblo a
orillas del río Uruguay fundado por jesuitas que catequizaban al indio, que
entonces pertenecía a la extensión territorial denominada Virreinato del Río de
la Plata y que años más tarde formaría parte de dos generalizaciones,
Corrientes y Argentina, gracias a la obra libertadora del mismo San Martín. Su
estirpe, que nuestra mitología actual nombra “genética”, era española. El suelo
en el que se nace determina algunos aspectos del hombre. Otros, se heredan. En
una tierra que tenía mucho de recién inaugurada, rodeados de la elemental
extensión donde pulula el nativo, San Martín nace como una proyección de una
larga serie de individuos iniciada en otro lado, tal vez incluso más lejos que
Europa, tal vez Asia.

Como todos los hombres
inmortales, fue un hombre de su época.
En 1784, a la edad de cinco años, viajó con su familia a España, donde recibió su primera educación
en el Seminario de Nobles de Madrid; su formación continuó en Málaga. Ingresó
al ejército español en Murcia, con el que combatió a los moros en el norte de
África primero, y también en España contra la dominación napoleónica. Sabemos
que estuvo a las órdenes de aquel general Beresford, que había querido invadir,
y había fracasado, Buenos Aires y Montevideo. Vivió en Londres, de donde es
fama que formó parte de una logia que algunos relacionan con la masonería. Con
treinta y cuatro años, en 1812, habiendo alcanzado el grado de Teniente
Coronel, regreso al Río de la Plata, donde ya se gestaba el proceso de
independencia en el cual su accionar sería decisivo. Se le encargó la formación
del Ejército de Granaderos a Caballo, que logró el triunfo en el combate de San
Lorenzo contra las tropas realistas, en la actual provincia de Santa Fe.
Comandó el Ejército del Norte, reemplazando en esa jefatura a Manuel
Belgrano. Fue gobernador de la
Intendencia de Cuyo. Desde allí, su presión política fue decisiva para que los
diputados cuyanos favorecieran la declaración de la independencia el 9 de Julio
de 1816. En Mendoza, donde nacería su única hija y que lo acompañaría en el
exilio final, vislumbró la liberación de Chile y para eso se dedicó a formar un
ejército. Preparó hombres, engordó mulas y caballos, fabricó herrajes y armas,
con la inestimable ayuda e inventiva del jefe de su taller, el fray Luis
Beltrán. En ese campamento, San Martín sintió acaso el llamado de un destino
que para él no se encontraba en las disputas que alimentaban unitarios y
federales. Se negó a combatir contra estos últimos, como lo hubiera querido
Pueyrredón. Los unitarios, entre ellos Rivadavia, lo llamaron traidor. No el
tiempo, sino la precisa historia, lo redimió. Su campaña militar, que no solo
liberó a Chile sino que prosiguió en Perú, tuvo la dimensión heroica que solo
admite la épica, y la lucidez estratégica de un genio militar. En Perú, fue
nombrado protector. Fundó el primer gobierno libre, y también la primera
biblioteca, a la que donó todos sus libros.
Todo relato necesita de una
mitología, pero ni las innumerables acuarelas que nos traen el histórico cruce
de los andes, en elegantes y descansados caballos, ni la aduladora biografía de
Mitre, equiparan al hombre verdadero, al hombre esencial e imprescindible que
fue San Martín.
El 10 de febrero de 1824 partió hacia Europa. Tenía 45 años y era
generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de
las Provincias
Unidas del Río de la Plata. Luego de un breve período en Escocia, se
instalaron en Bruselas y poco después en París. Su única
obsesión era la educación de su hija Mercedes.
Nadie es la patria, dice un poema
de Borges. Pero San Martín está asociado, para nosotros, a ese inequívoco
símbolo de pertenencia, a esa imposible geografía. Digno de los laureles más
altos, hoy somos, de alguna manera, el futuro por el cual se consagró.
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