Caía la tarde y yo estaba en una terraza charlando con
un desconocido, trago en mano, sobre guerras. Empezamos con antiguas guerras de
persas y espartanos, romanos y cartagineses, esas que uno conoce de un modo más
que nada literario o pictórico. El cine dorado de Hollywood ayudó también, en
la era de la reproducción mecánica del arte, a fijar en las masas ciertas ideas
sobre el mundo antiguo. En mi caso, también las enciclopedias: esa cultura para
la gente sin cultura. Discutimos si la conquista de Tenochtitlán en la que Cortés derrota para siempre al imperio azteca
contaba como guerra. Alguien me dijo una vez que durante un sitio que duró
setenta y cinco días, miles y miles de mexicas pelearon contra trescientos
españoles hambrientos. Según esa persona, Cortés era un genio militar, como
Alejandro Magno, San Martín o Patton. Le dije que algunos siglos no pasan en
vano y que la literatura cambia las cosas. Miles de indios exterminados y una
ciudad tomada por un grupo de españoles convienen a los libros, pero más que
nada a la grandeza de un supuesto espíritu español. Agranda la hazaña e
intimida a los futuros conquistados. También, nos da argumentos para novelas o
películas. De la Segunda Guerra Mundial pudimos desarrollar algunos pormenores, por los muchos documentales, los libros y porque nuestros bisabuelos inmigrantes habían tenido algún papel en ella cuando eran muy jóvenes. Nos dijimos que sobre esta guerra era sobre la que más se había escrito. Dato incomprobable a esa hora, en esa terraza. Pero ambos teníamos esa sensación de convencimiento. De la Primera Guerra pudimos reconstruir apenas alguna anécdota o comentario dudoso. Hablamos de Malvinas, claro, que no fue otra cosa que hablar de la idea del nacionalismo, la patria y la república. ¿Cómo sería –si nos las devuelven- la integración cultural y económica de los kelpers?
Inesperadamente, nos demoramos hablando de Vietnam.
Después de un rato largo, nos preguntamos qué nos había hecho hablar tanto
sobre la guerra de Vietnam. No sabíamos si
nuestros datos eran verídicos. Pero eran profusos, como los que puede aportar
un experto. Títulos, anécdotas, fechas, geografías, políticas económicas, tipos
de armas y helicópteros, formas de combate, códigos, estrategias fallidas,
metáforas. ¿De dónde habíamos sacado toda esa información?
-Hablamos mucho de ella porque es una guerra famosa
–dijo el otro. Creo que era ingeniero. Ambos estábamos aburridos de la reunión
y habíamos subido a fumar.
-Es cierto –le dije-. Una guerra es ante todo una miseria.
Es trascedente, se me ocurre, por la
huella que deja. También puede ser célebre, si su principio es la leal defensa
de un territorio.
-Y Vietnam lo fue. El pueblo vietnamita, en su mayoría
campesinos, resistieron diez años los embates de Estados Unidos. Más tarde, la
operación Ho Chi Min expulsó para siempre al imperialismo americano. Se trata
de una gesta heroica.
Era ya evidente que mi interlocutor sentía amor por la
idea de las batallas y las guerras. Ahora que lo pienso, es muy posible que él
haya sacado el tema. Por lo demás, era muy amable y educado al hablar. De esos
que entienden perfectamente que una discusión sirve para entretenernos, para
decorar el aire.
-La clave me parece a mí que está en la palabra “fama”
–dije-. ¿Qué es lo que vuelve a una guerra famosa?
-El relato –dijo.
-Así es, el relato.
Hablamos también de que el relato es la forma en que
la guerra llega a la gente que no la vivió. La experiencia de la guerra
–definimos- no es el relato de la guerra. Una guerra es entonces famosa cuando
el relato que la cuenta llega a más gente que aquella que la padeció. Eso le
pasó a un campesino llamado Eróstrato en la antigua Grecia, que para ser famoso
prendió fuego una de las siete maravillas del mundo. El relato de lo que hizo
lo eternizó, pese al castigo que los jueces impusieron: la prohibición de que
se lo nombrara. El cine –en el caso de Vietnam el norteamericano- consiguió
que la épica de la batalla y el sentido de la aventura -que hicieron de La Eneida de Virgilio una obra eterna- se
siguiera resolviendo en el vuelo rasante de un helicóptero sobre una aldea
arrocera de Vietnam; el brillo de las espadas, el viejo lenguaje del metal, es
suplantado en la pantalla por el agente naranja y explosiones que despedazan
plantas, tigres y personas. El relato épico por excelencia ha sido siempre la batalla.
El cine moderno ha utilizado la guerra como argumento incontables veces. Recuerdo
que en un breve paso por la carrera de letras en la facultad de humanidades,
leí durante el primer cuatrimestre un largo poema llamado La canción de Rolando. Recuerdo los caballos, la descripción de
yelmos, las insaciables espadas que pueblan el poema. Recuerdo una tormenta
final, paralela a la muerte del héroe, que me hizo pensar en una exaltación
cristiana. En nuestra épica moderna el
cine ha reemplazado a los recitadores de poesía así como los guionistas de
series han reemplazado a los novelistas. En las películas cuyo tema es una
posible invasión extraterrestre, no son pocas las veces donde la historia se
cuenta como una épica. Un relato, donde al revés de Vietnam, sí ganan los
yanquis una y otra vez. O gana el sentido humano de la vida y la belleza,
encarnado en alguien yanqui. Como ocurre en El
día que la tierra se detuvo. Sea bélico, histórico o de ciencia ficción, en
ese cine todo se resuelve a través de la buena y vieja guerra, con los Rolling
Stones o los Doors de fondo. Esa guerra
que exaltaban los futuristas italianos en pos de la máquina como único dios:
[L]a guerra
es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los
lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina
subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del
cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con
las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne
en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los alto al fuego, los perfumes y
olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas
nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente,
la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas
Hoy, dentro del relato histórico, la guerra real perdió
fuerza como parte de la épica. Hay algunas muy buenas, como la del desarmador
de bombas, The Hurt Locker, que dirigió la ex esposa de Cameron, Kathryn Bigelow. Son películas
que ya toman como escenario la guerra por el petróleo –en este caso Bagdad- y
ya no los viejos ecos del enfrentamiento con la Unión Soviética. Pero actualmente,
en general, se prefiere filmar películas de romanos o elfos o astronautas, pero
sin el brillo de esas grandes producciones al estilo Cleopatra. Los estadounidenses han sido pioneros y maestros en
filmar su historia y en ocasiones la de los demás y venderla vía Hollywood al
resto del mundo. Se trata, creo yo, de un mandato cultural. Una inmensa aula
donde aprender el american way of life.
¿Cómo explicar el espagueti western?
Todavía en mi niñez se jugaba con revólver de sebitas a los cowboys o vaqueros. No jugábamos a ser
Güemes jugándose el pellejo en Salta. El cine yanqui nos hizo preferir los terrenos baldíos de pastos largos porque
se parecían a la selva de Vietnam. Hablábamos a los gritos, nos tirábamos con
piedras y con tierra y a veces hasta con palos. Decíamos “Charly” como decían
en las películas para referirse a los vietnamitas. Supongo que los hombres
grandes del barrio debían pensar que éramos unos idiotas, y con razón.
Películas sobre la guerra de Vietnam se extendieron
hasta entrada la década de los noventa. Libros de papel ilustración donde
podemos ver fotografía de madres flacas llevando en brazos a niños desnudos
muertos, también. Se trata de una guerra que pareciera ser de todos, como la
torre Eiffel o las pirámides. Nos parecen tan familiares, que nadie podría
decir que no las conoce. Salvo por el hecho de que toda guerra es nuestra,
porque la guerra es humana, Vietnam ha sido desde hace cuarenta años un ícono:
su paisaje de palmeras, sus planicies inundadas con campesinos que cosechan
arroz, las embarcaciones militares patrullando ríos verdes. Y el cine
representa, como diría Walter Benjamin, un bisturí para el ojo. Sin embargo,
ninguna película, por mejor que sea, es un buen homenaje para una guerra. Como
los álbumes de fotografías, que alguna parejita sacará cada tanto de un anaquel
para hojear mientras toman un café una tarde de lluvia, son un hecho estético y
no la guerra en sí. Como el relato.
Para finalizar, y pensando en esa manía norteamericana
del for export, pienso en cómo sería
si el norte fuera el sur, como dijo un poeta, y el gaucho hubiera cobrado la
anchura mitológica del cowboy, ese otro hombre atravesado de llanura. ¿La familia Ingalls serían un tipo que
toma mate, se pone violento los sábados por culpa del alcohol y vive junto a
una hembra morena, taciturna y reservada? Un tipo elemental, hijo más bien del
negro, el criollo y el indio, ajeno a ideas raras como las de patria o
política. Una diferencia hay en aquella épica conquista del oeste
norteamericano y esta mitología sudamericana: el cowboy no puso su vida
obligado en las guerras de la independencia. Los gauchos murieron por algo que
desconocían. Eso vuelve su destino romántico.
PD: Gracias, en verdad. Brindo con una Coca helada
PD: Gracias, en verdad. Brindo con una Coca helada
por
prolongar en nuestros monoambientes del centro
en
sábados de trasnoche o domingos por la tarde
el
desvelo de Virgilio y de Homero; la fiebre
engalanada
de Lawrence de Arabia,
la
ausencia vespertina de la droga en la cara de Oliver Stone.
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